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Capítulo 3: La llegada a la mansión Jones

Bianca

El trayecto hasta la casa transcurre casi en silencio. Estoy demasiado nerviosa como para iniciar una conversación, y Adrián parece demasiado ocupado con sus propios pensamientos como para intentar romper la tensión. El niño duerme en su silla, con la carita apoyada en un cojín, ajeno por completo al torbellino que yo llevo por dentro.

Al cabo de unos minutos, el automóvil se desvía hacia una zona más apartada de la ciudad. Las calles se vuelven más amplias, la vegetación más cuidada y las casas… dejo de llamarlas casas. Son propiedades enormes, de esas que solo había visto en revistas o películas. Miro por la ventana con los ojos cada vez más abiertos, sintiendo que estoy cruzando una línea invisible hacia un mundo que no es el mío.

Pero nada me prepara para lo que veo cuando el auto se detiene.

La palabra casa no le hace justicia.

Frente a mí hay una mansión. Una mansión de verdad: inmensa, elegante, con un jardín perfectamente iluminado y lleno de flores. El portón de rejas negras se abre en cuanto reconoce el vehículo. El camino hacia la entrada está decorado con luces cálidas y un par de fuentes pequeñas arrojan chorros de agua cristalina que brillan bajo los focos. Columnas blancas sostienen el porche principal y enormes ventanas dejan ver interiores amplios, sofisticados.

Siento que el corazón me da un vuelco.

—¿Aquí… vive usted? —me atrevo a preguntar en un susurro.

Adrián ni siquiera se molesta en mirarme.

—Sí. Bájate —responde con esa frialdad calculada tan suya.

Obedezco. En cuanto pongo un pie fuera del auto, tengo que inhalar hondo para asimilar lo que estoy viendo. Es el tipo de lugar donde yo limpiaría el piso, no donde viviría. Aun así, camino detrás de él hacia la puerta principal.

Un mayordomo, impecablemente vestido, abre la puerta con una leve inclinación de cabeza.

—Buenas noches, señor Jones. Todo está preparado como pidió.

¿Un mayordomo?

Definitivamente, esta no es la vida que imaginé tener cuando me contrataran como niñera.

Adrián no pierde el tiempo. Entra con la seguridad de alguien que está exactamente en su reino. Yo lo sigo.

El interior es todavía más impresionante. El hall de entrada tiene un piso de mármol que brilla como un espejo. Una lámpara de cristal cuelga del techo, proyectando destellos dorados por toda la habitación. Los muebles son elegantes, colocados con una precisión casi artística. El aroma a flores frescas y madera fina impregna cada rincón.

Mis pasos suenan demasiado. Me siento ruidosa, torpe, fuera de lugar. Camino detrás de Adrián cuidando de no rozar nada, de no tocar nada, como si pudiera romper algo con solo respirar.

—Sígueme —ordena sin mirarme.

Subimos una escalera amplia, con barandas labradas y alfombra suave que hace desaparecer el ruido de nuestros pasos. El segundo piso es igual de impactante: corredores largos, puertas dobles, obras de arte colgadas en las paredes. Siento que camino dentro de un museo privado, uno que no podría pagar ni limpiando toda la vida.

Finalmente, Adrián se detiene frente a dos puertas grandes, enfrentadas.

—Este es mi dormitorio —dice, señalando una de ellas—. Y este será el tuyo.

Abre la puerta de al lado y entro.

Me quedo sin palabras.

Mi habitación es más grande que mi departamento entero. La cama tiene un acolchado blanco impecable, hay una alfombra mullida que se hunde bajo mis pies, un escritorio elegante, un armario enorme y cortinas de terciopelo que caen hasta el piso. La luz es cálida, acogedora. Es un cuarto precioso, de esos que una ve en fotografías y asume que nunca pisará.

Pero lo que realmente me inmoviliza es la pequeña puerta junto al respaldo de la cama.

Adrián cruza los brazos. Ese gesto suyo, firme, seguro, dominante.

—Esa puerta conecta directamente con mi dormitorio. La niñera siempre debe estar a un paso del niño. Si llora, si se despierta, si lo necesito, entrarás por ahí. No quiero esperar ni un segundo más de lo necesario.

Lo miro, sorprendida por la cercanía… y por la exigencia. Él siempre habla así: preciso, directo, como si cada segundo valiera dinero.

—¿O sea que… dormiré aquí, al lado de su habitación? —pregunto, todavía intentando encajar la idea.

—Exactamente —confirma sin dudar—. Es más práctico. Y más seguro para el niño.

Bajo la mirada hacia el pequeño, que duerme plácidamente en mis brazos. De pronto, la habitación deja de ser solo lujosa y empieza a llenarse de significado. Es importante. Es mía. Es parte de mi nueva vida. Voy a vivir aquí, justo al lado del dueño de la casa. A un paso del dormitorio principal. A un paso de él.

La idea me recorre la espalda como un escalofrío.

Adrián me observa unos segundos más. Lo siento pese a que no me atrevo a sostenerle la mirada demasiado tiempo. Sé que me está evaluando: mi postura, mi expresión… y mi ropa. Mis jeans gastados y mi polera sencilla se ven miserables en medio de tanta perfección.

—Dirígete al primer piso. Roger estará esperando por ti —ordena con ese tono firme e impersonal que ya estoy empezando a reconocer.

Sin esperar respuesta, toma al niño de mis brazos con un gesto seguro, se gira y entra a su dormitorio. Cierra la puerta con suavidad, pero el mensaje es clarísimo: la conversación termina ahí.

Me quedo un momento mirando la puerta cerrada. Todo lo que ha pasado en las últimas horas se me acumula en el pecho. Esta mañana no sabía dónde iba a dormir. Contaba las monedas para no desmayarme de hambre. Y ahora estoy dentro de una mansión, con una habitación que parece sacada de un sueño improbable.

Un sueño extraño.

Un sueño intimidante.

Un sueño que da miedo… pero que, aun así, me devuelve algo que creí perdido.

Esperanza.

Me apresuro escaleras abajo.

Roger me espera en el salón principal, de pie, erguido, tan impecable como el resto de la casa. Cuando intento tomar mis maletas, él levanta una mano para detenerme, educado pero firme.

—¿Trae algo importante en las maletas, señorita Miller? —pregunta con voz medida.

Titubeo.

—Algunas cosas… sí.

—Perfecto. Guarde solo lo necesario. El resto de su vestuario será eliminado —dice sin rodeos.

Lo miro, sorprendida, sin saber qué responder.

En ese momento entra una mujer de aspecto amable y profesional, con una cinta métrica entre los dedos.

—Ella es Gabriela —explica Roger—. La ayudará con las medidas. Mañana a primera hora estará listo su nuevo uniforme de trabajo.

Pienso en delantales simples, ropa cómoda, poco llamativa. Gabriela se acerca y, aunque todo me resulta abrumador, ella es cálida, eficiente, respetuosa. Me toma las medidas con cuidado, como si estuviera acostumbrada a tratar con personas nerviosas.

Cuando termina, Roger retoma la explicación. Me muestra dónde está cada cosa del niño: ropa, pañales, agua, leche, medicamentos, utensilios. Me esfuerzo por grabar cada palabra. No puedo fallar. No tengo margen de error. Esta es mi oportunidad. La única.

—Ahora puede retirarse a dormir, señorita Miller —concluye—. Descanse bien. Mañana comenzaremos temprano. Luego podrá leer y firmar su contrato con calma.

Asiento. Con mi bolso en mano, subo a mi habitación. Apenas cierro la puerta, suelto un suspiro largo y tembloroso.

Sobre la cama, encuentro un pijama perfectamente doblado, suave, nuevo. Muy distinto a cualquiera que haya usado en mi vida. Miro mi ropa vieja, gastada, y me parece un insulto dejarla sobre esa cama impecable.

Exploro la habitación con curiosidad hasta encontrar dos puertas más. La primera lleva a un armario enorme, vacío, como esperando una versión nueva de mí. La segunda conduce a un baño que me deja sin aliento: mármol, luz cálida, una ducha de vidrio, productos de belleza y perfumes que solo había visto en revistas.

Todo es demasiado. Demasiado para alguien como yo.

Aun así, agradecida y agotada, voy directo a la ducha.

El agua tibia me envuelve como un abrazo que no sabía que necesitaba. Siento cómo los músculos, tensos desde la mañana, se relajan por primera vez en todo el día. Cierro los ojos y dejo que el agua se lleve el cansancio, el miedo, el peso de las últimas horas.

Cuando termino, me envuelvo en la bata suave y me pongo las pantuflas blancas que encuentro a un lado de la cama. Es como estar dentro de la vida de otra persona.

Voy de regreso a la habitación, secándome el cabello con las manos…

Y justo en ese momento, la puerta lateral —la que conecta con el dormitorio principal— se abre.

Adrián entra sin anunciarse, como si esta fuera también su habitación. Lleva un pijama oscuro. La camiseta sin mangas deja al descubierto sus brazos tonificados, definidos, con músculos que se marcan incluso en reposo. Por primera vez me detengo a mirarlo bien: cabello negro, cejas marcadas, ojos azules intensos que parecen atravesarte, un cuerpo trabajado que huele a disciplina y control.

Es guapo.

Guapo de una manera peligrosa.

—Muévete —ordena con total naturalidad—. El niño tiene hambre.

Aprieto la bata contra mi cuerpo, torpe por la sorpresa, y comienzo a buscar el pijama que Roger dejó listo.

—Voy en un minuto —respondo, tratando de parecer más segura de lo que estoy.

—Te quedan cincuenta segundos —replica, y se marcha sin esperar más.

Me muevo rápido. Me pongo el pijama, estrujo el cabello para sacar el exceso de agua y cruzo la puerta que conecta con su dormitorio. Entro con cuidado, como si pisara territorio sagrado donde no sé si siquiera está permitido respirar.

El niño llora desconsoladamente. Voy directo hacia él, lo levanto con delicadeza y preparo la mamadera tal como me enseñó Roger. Me siento en un sofá junto a la cuna y lo alimento con paciencia. Poco a poco su llanto se transforma en un quejido suave y luego desaparece.

Adrián está recostado en la cama, con el portátil sobre las piernas. Teclea con concentración, el ceño levemente fruncido. No me dirige la palabra. Ni una sola mirada de cortesía. Pero aun así se hace notar. Llena la habitación con su presencia. Con ese aire de control absoluto.

La habitación es tan amplia como la mía, pero más sobria: muebles oscuros, paredes en tonos fríos, decoración minimalista, líneas rectas. Es un lugar que encaja perfectamente con él: serio, rígido, ordenado.

Cuando el bebé termina de comer y se duerme nuevamente, lo acomodo en la cuna con cuidado. Salgo sin hacer ruido, cierro la puerta con suavidad y camino hacia mi habitación conteniendo la respiración, como si un sonido demasiado fuerte pudiera romper la calma de la casa entera.

Al fin entro a mi cuarto y cierro la puerta.

Solo entonces me permito respirar de verdad.

Es mi primer día.

Mi primera noche.

Y sé que este lugar será todo menos sencillo.

Pero, por primera vez en mucho tiempo… siento que, aunque me asusta, estoy exactamente donde debo estar.

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