Capítulo 9. El arte de la obediencia
La casa estaba en silencio. El reloj del pasillo marcaba la medianoche con su tic-tac monótono, un sonido que antes me tranquilizaba, pero que ahora se sentía como un anuncio del tiempo que se me escapaba.
Sabía que debía dormir, que mañana tendría clases temprano, pero mi mente solo podía pensar en él. En sus manos, en su voz, en la forma en que me miraba.
Mi cuerpo aún recordaba cada una de sus caricias y besos. Era un fantasma que no quería dejarme en paz.
Me levanté de la cama sin hacer ruido. Caminé descalza por el pasillo, sintiendo el frío del mármol bajo mis pies, un contraste con el calor que me consumía por dentro.
Me detuve frente al despacho de Alejandro. La puerta estaba entornada y dentro brillaba una tenue luz. Lo encontré allí, como siempre, rodeado de papeles, con una copa de whisky en la mano.
La camisa blanca ligeramente abierta en el pecho y las mangas arremangadas le daban un aire peligroso, prohibido, que me hacía arder por dentro. Ya no era el hombre de traje im