Mundo ficciónIniciar sesiónEn los confines del Imperio Piedraferoz yace Dravena, un reino pequeño marcado por la guerra y la ruina. Su linaje real fue destruido, y en medio del vacío, el trono recayó sobre un joven inesperado: Kael de la Piedra Rota, bastardo no reconocido, proclamado rey por una corte dividida y sostenido por la astucia de su consejera, Amelia Veynar. Con apenas veinte años, Kael debe gobernar entre la presión de un Imperio que lo manipula, la ambición de sus casas vasallas y los ecos de un ejército que no todos obedecen. En un mundo donde cada juramento puede quebrarse y cada alianza tiene un precio, el joven rey aprenderá que la corona pesa más que el acero. Intrigas, traiciones y pactos ocultos trazarán el destino de Dravena. Y mientras el oro, la fe y la sangre se entrelazan, Kael descubrirá que no basta con reinar… hay que sobrevivir.
Leer másLibro I: Kael de la Piedra Rota
Una novela de Joe PazDravena fue siempre un reino pequeño.
Allí donde los vientos del norte golpean sin tregua las murallas de piedra, y los estandartes se destejen bajo la lluvia salada del mar, existía un reino delgado como el hilo de una espada: Dravena, vasallo de un imperio que todo lo devora.
Su destino había sido claro durante siglos: inclinarse, pagar tributo, no hacer ruido.
Pero incluso los reinos más obedientes sangran.
Todo comenzó a quebrarse en los tiempos del rey Tavarn III, un gobernante digno, pero antiguo, tan hecho de deber como de rutina. Su corona se sostuvo sobre sequías, deudas y fronteras en llamas. Luego vino la Guerra del Río Esmiel, y con ella, el desastre: el príncipe Arvian muerto, la reina caída en batalla, la princesa Lyeria desaparecida sin rastro.
Y en medio del caos, un secreto.
Un bastardo.
Nacido entre sombras, ocultado del trono y de los libros, Kael fue criado lejos de la corte por Amelia Veynar, hija del ex primer ministro del Imperio, caída en desgracia, pero jamás vencida. Ella no solo lo amamantó. Lo formó. Le enseñó a leer el corazón de los hombres, a fingir obediencia, a pensar más allá del poder. A no confiar en nadie. Ni siquiera en sí mismo.
Años más tarde, con la dinastía real extinguida y los nobles divididos entre codicia y nostalgia, surgió una apuesta desesperada. Las ruinas de la vieja corte, junto con los restos leales del pueblo, buscaron un símbolo. Y lo encontraron en Kael. No por su sangre. Sino porque no quedaba nada más.
Con apenas veinte años, el joven fue traído de vuelta a Véldamar, capital del reino, y alzado como Guardián de Dravena. El Imperio no protestó. No lo temían. Un bastardo coronado era tan útil como un perro amaestrado.
Pero Kael no mordía la mano. Observaba. Esperaba. Y aprendía.
A su alrededor, las Casas Vasallas seguían respirando el humo del pasado.
Theremir, con sus montañas viejas y su honor herido.
Velgaard, rica y ambigua, siempre negociando.
Drusk, sedienta de guerra.
Noreval, rezando a dioses que ya no responden.
Morvend, frágil como sus velas en la costa.
Y Varstel, escondida en sus pantanos, tan antigua que hasta el tiempo le debe reverencia.
Kael sabía que no podía gobernar solo. Por eso construyó algo nuevo:
Un Consejo Real que no vivía del apellido, sino del mérito.
Amelia, su sombra y escudo, fue su Mano.
Hildar Murne, el viejo general, su lanza.
Seris Talen, la contadora de monedas, su aguijón.
Ilen Ostar, el sabio campesino, su raíz.
Naeryn, la espía sin rostro, su oído en todas partes.
Y el padre Ebron, voz de los dioses, su silencio necesario.
Ellos no fueron amigos.
Fueron útiles.
Y en Dravena, lo útil vale más que lo noble.
Pero ningún trono se sostiene con consejos.
Ni con plegarias.
Kael lo sabe: su corona es una cuerda fina, y cada casa tira de un extremo.
El Imperio sonríe, esperando el derrumbe.
Los nobles murmuran, recordando linajes perdidos.
Y él, bastardo sin herencia, carga un reino que no pidió… pero que ya no puede soltar.
Porque alguien tiene que levantarse.
Alguien tiene que sostener las ruinas.
Alguien tiene que decir que Dravena, aunque rota, aún respira.
Y ese alguien… es Kael de la Piedra Rota.
Año 1, Día 12 – VéldamarLa nieve del invierno se derretía ya en los caminos, y con ella parecía deshacerse la penuria que había marcado los últimos meses. Las bodegas de Véldamar, alguna vez casi vacías, volvían a oler a grano y pescado seco. Los mercados abrían al alba, y en Puerto Estrella los muelles resonaban con martillazos de carpinteros y velas nuevas ondeando al viento.La mina de Akaroth había comenzado a producir discretamente. No eran aún lingotes ni tesoros, sino sacos de mineral que llegaban de noche, escoltados y ocultos entre caravanas de leña. Amelia se encargaba de que nada faltara: había convencido a los gremios locales de apoyar el proyecto, había traído escribas para vigilar las cuentas y había distribuido grano a las aldeas más golpeadas por el hambre. Dravena, al fin, respiraba.—El oro empieza a calentar nuestras manos —le dijo Seris Talen a Amelia en una de sus reuniones nocturnas—. Pero recordad: el oro también quema.Amelia solo respondió con una media sonri
Año 0, Día 89 – Salón del Consejo, VéldamarEl salón estaba frío, pese al fuego encendido en la chimenea. Los consejeros llegaron uno a uno con semblantes tensos. Sobre la mesa central, extendido como una herida abierta, estaba el informe de los exploradores: oro, hierro y plata en abundancia, ocultos en las sierras de Akaroth.Kael permanecía de pie al inicio de la mesa, con la carta aún en sus manos. No habló. Dejó que fueran ellos quienes empezaran.Hildar Murne, siempre el primero en romper silencios, golpeó la mesa con su mano ancha.—Majestad, no hay que pensarlo dos veces. ¡Esa veta debe asegurarse de inmediato! Si no enviamos hombres, Tharavos o incluso el Imperio pondrán su bandera allí antes de que podamos reaccionar.Seris Talen entrelazó los dedos, con una calma casi insultante.—¿Y con qué dinero, Hildar? Apenas tenemos para pagar a las tropas que ya están en el Paso de Lira. Si enviamos un destacamento, ¿qué comerán? ¿piedras de oro crudo?—¡El ejército no se alimenta de
Año 0, Día 85 – Véldamar, Palacio del Cuervo de PiedraLa caravana entró en Véldamar al caer la tarde. La lluvia había dejado el empedrado brillante como un espejo roto. Entre los estandartes de Dravena ondeaba ahora uno ajeno: el halcón negro de Karvelia. A su sombra cabalgaba el príncipe Kaedric, rígido como una lanza, acompañado por una guardia de aceros bruñidos.El pueblo lo miraba en silencio. Algunos cuchicheaban al ver a un “hijo del Zorro Plateado” caminar por la plaza central. No lo aplaudían, tampoco lo vitoreaban: lo observaban como quien ve entrar una tormenta que no pidió.Kael esperaba en el patio alto, escoltado por Hildar Murne y una docena de hombres armados. No se movió cuando Kaedric desmontó. Su voz fue formal, seca:—Príncipe Kaedric de Karvelia. Sed bienvenido a la corte de Dravena. Aquí aprenderéis lo que significa gobernar en tiempos de hierro y hambre.Kaedric inclinó la cabeza apenas lo justo. El gesto decía tanto como una arenga: obedecería las formas, pero
Año 0, Día 68 – Véldamar, Palacio del Cuervo de PiedraLa carta de Amelia descansaba sobre la mesa de roble, abierta y marcada por la huella de su dedo. Kael había leído cada línea hasta grabarla en la memoria: rutas ofrecidas, banquete lleno de intrigas, y la propuesta descarada de Altharion de entregar a su hija como precio de la alianza.El rey mandó tocar la campana de consejo. Cuando los ministros entraron al salón, ninguno alzó la voz. Se inclinaron, esperaron a que Su Majestad se sentara en la silla alta, y solo entonces ocuparon sus lugares.Kael no habló enseguida. Dejó que el silencio pesara sobre todos, mientras el viento hacía crujir las ventanas. Luego, con la carta en mano, miró a Seris Talen.—Ministra—dijo con tono grave—, leed.Ella se levantó, tomó el pergamino con cuidado y lo repasó en voz alta. Los demás escucharon sin interrumpir, con las manos cruzadas sobre la mesa. Cuando terminó, guardó silencio, esperando permiso.—¿Qué opináis? —preguntó Kael.Seris se hume
El puerto de Sarnavel hervía de vida cuando la galera de Dravena echó el ancla. Desde la cubierta, Amelia Veynar observaba la ciudad como quien mide el pulso de un rival. Sarnavel no era un simple puerto: era una bestia de piedra y humo, con torres almenadas que se reflejaban en el agua como cuchillas, y con calles que olían a especias, sudor y ambición.Amelia bajó la pasarela con paso firme. No era la primera vez que negociaba en tierras extranjeras, pero sí la primera en la que su sombra representaba algo más que a ella misma. Cada mirada clavada en ella veía no a la nodriza de un bastardo, sino a la voz del rey de Dravena.Era hermosa, sí, pero no de esa hermosura fugaz de juventud, sino de la que inspira respeto: ojos grises que parecían leer más de lo que miraban, labios que rara vez decían lo obvio, y una elegancia natural que hacía que incluso el bullicio del puerto se volviera un murmullo a su alrededor.Un emisario del gremio la recibió con sonrisas calculadas y palabras sua
Año 0, Día 62 – Véldamar, Palacio del Cuervo de PiedraLa última caravana había partido hacia Véldamar con sacos de grano sellados por escribas de la corona. Las ruedas aún crujían en la distancia cuando, esa noche, el campamento del Paso de Liria por primera vez en semanas olió a pan caliente. Sus hombres dormían con la boca menos seca; las caras se suavizaban. Kael lo supo antes de que el alboroto llegara: eran pequeñas victorias que no se cuentan en himnos, pero que saldan promesas.Rhenar le dio un informe corto y sin flores: los mercaderes confirmaron carruajes en ruta; las partidas de alimentos que Gaeron había permitido —bajo las condiciones pactadas— habían cruzado los pasos secundarios; las guarniciones tendrían raciones hasta la próxima cosecha si las rutas no volvían a cerrarse. Era, dijo el comandante, "aire para unos meses". No la paz, pero al menos respiración.Kael escuchó. Agradeció con una palabra áspera. En el fondo sabía que lo real aún pendía de una hebra: ¿cómo lo
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