Mundo ficciónIniciar sesiónAño 0 del Reinado de Kael
Véldamar, capital del Reino de DravenaLa ceniza aún flotaba en el gran salón cuando abrieron las puertas. No era del fuego; era del polvo viejo de los tapices sacudidos, del mármol agrietado, del tiempo encima de una corona que ya no pesaba por oro sino por memoria. Kael cruzó el umbral con la capa prestada —no de rey, de hijo de nadie— y el murmullo de la corte se levantó como un enjambre tímido.
A su lado, Amelia Veynar caminó sin ruido. No anunciaba nada; su presencia bastaba. Los ojos de Kael —grises, cansados para veinte inviernos— tocaron el trono de Véldamar como quien se acerca a un altar ajeno. El cuervo del estandarte, pintado sobre mármol agrietado, parecía mirarlo también.
—Respira —dijo Amelia, apenas un hilo de voz—. Te miran para adivinar si tiemblas.
Kael respiró. Se sentó. El eco del salón, al fin, le perteneció.
Año 0, día 1 — Audiencia de proclamación
Entraron los representantes de las casas, cada paso una declaración.
Lord Edvar Theremir, todo hueso y montaña, inclinó la cabeza con dignidad. Detrás de él, su hijo Cedric no miró al rey: midió las columnas, las salidas, el futuro.
Lady Miren Velgaard llegó como una tarde sin viento; nada en su rostro traicionó pensamiento. Sus manos olían a tinta, no a hierro.
Lord Gaeron Drusk, la Espina de Hierro hecha hombre, no disimuló el gesto. Ni su desprecio. Sus botas empolvaron la alfombra con la misma calma con que sus soldados empolvarían una aldea.
Sor Anneric Noreval entró a paso lento, apoyado en un bastón, los ojos velados por la edad y la miel de los salmos. Olía a cera y a pergamino.
Lady Alessa Morvend era casi una niña con corona. Traía el mar pegado al cabello y un miedo grande escondido bajo el pecho.
Y Lady Corvenia Varstel… no llegó. En su lugar, un mensajero con botas de barro dejó una vasija de agua negra y un saludo de la niebla. Nadie dijo nada. Nadie preguntó.
El maestro de ceremonias anunció lo inevitable, y el salón, por primera vez en cinco años, tuvo rey. No hubo fanfarrias. Hubo silencio. El Imperio, al norte, también guardó silencio. El silencio, en política, es un permiso.
Año 0, día 3 — Consejo convocado de urgencia
El consejo se reunió cuando la ciudad aún olía a pan del amanecer. Kael llegó el primero. No por afán: por ansiedad. Le pesaban más las cuentas que la espada.
—Hablemos claro —dijo Seris Talen sin saludo—. La tesorería es un cántaro roto. Si seguimos sangrando tributos al Imperio y diezmos al clero, en dos lunas no queda grano ni para el invierno.
—Las murallas primero —gruñó Hildar Murne, con voz de piedra—. Drusk mueve tropas en el Paso de Liria. Si nos prueban y caemos, no habrá tesoro que alcance.
—Sin pan no hay muralla que se sostenga —cortó Ilen Ostar, con ese descaro de hombre del campo—. El Esmiel está obstruido aguas arriba. Si abrimos zanjas y reparamos canales, los campos responden. Obra pública, trabajo pagado con grano. Gente ocupada, menos motines.
Naeryn no habló de pie ni sentada. Nadie notó cuándo estaba. Dejó sobre la mesa tres pliegos anónimos: Velgaard negociaba con emisarios del Imperio a puerta cerrada; Drusk había comprado lanzas nuevas; en Puerto Estrella circulaban monedas extranjeras.
—Padre Ebron —dijo Kael—. La gente pide bendición. El trono… también.
El sacerdote lo miró con ternura y sospecha.
—Los dioses no se mueven por decreto, hijo. La unción exige consenso de la Iglesia y paz en las calles. Te hará bien la bendición, pero no te la puedo prometer al filo de una daga.
Amelia, al final, cerró el círculo:
—Kael, decide. No podemos con todo a la vez. Si eliges hierro, perderás pan. Si eliges pan, tentarás a los halcones. Pero el orden de la mano importa.
Kael pensó en la aldea donde aprendió a leer con dedos entumidos. Pensó en su madre sin tumba. Pensó en el agua negra que Varstel había enviado en silencio.
—Primero el pan —dijo—. Luego el hierro. Y mientras tanto, ojos en todas partes.
Año 0, día 5 — Edictos de emergencia
El pregonero de Véldamar gritó en la plaza, y el viento se llevó las palabras a los patios.
Primer edicto: apertura de graneros públicos y racionamiento con trabajo remunerado en obras del Esmiel. Canalización prioritaria, reparación de caminos, limpieza de puentes. Nadie pasa hambre a cambio de nada, nadie trabaja sin pan.
Segundo edicto: auditoría de tributos, suspensión temporal de exenciones a nobles que no presenten cuentas en diez días. Seris Talen firmó con una sonrisa que cortaba.
Tercer edicto: conscripción limitada de milicia local para reforzar puestos críticos, sin levantar lanzas contra las casas leales. Hildar Murne asentía sin satisfacción, pero sin rabia.
Cuarto edicto: convocatoria a asamblea de vasallos dentro de treinta días en Véldamar para renovar juramentos y revisar fueros. Amelia Veynar escribió el texto como quien arma una trampa elegante.
Naeryn, esa noche, envió palomas hacia Morvel, Narel, Liria, Vidria, Lienar y Yren. En cada mensaje, la misma frase oculta entre líneas: no buscamos guerra, pero no temblamos.
Año 0, día 9 — Audiencias menores
La gente llegó con las manos vacías y la verdad en la cara. Una mujer pidió trigo para su hijo; un herrero ofreció clavos para los puentes; un viejo devolvió una moneda imperial con asco. Kael escuchó. No prometió milagros. Aprendió que gobernar es, muchas veces, decir no con cuidado.
Entre suplicantes, un mensajero de Morvel: Lord Edvar juraba lealtad renovada y enviaba cinco ingenieros de montaña. Detrás de ese papel, la sombra de Cedric: “el invierno será largo, y la paciencia corta”.
Una carta de Lady Miren, perfumada y neutra: “celebro tus reformas; ofrezco crédito a interés blando si cedes a mi casa ciertos derechos de paso en las Llanuras de Narel”. Seris Talen apretó la mandíbula. Kael leyó dos veces. No respondió ese día.
Desde Liria, la misiva de Drusk fue un puñal plano: “mis lanzas no marchan por hambre ajena. Reconóceme como Mariscal de Dravena, y tendrás mi obediencia”. Hildar Murne soltó un carraspeo que sonó a tormenta.
El correo de Vidria venía bendecido: Sor Anneric ofrecía cantores y médicos, y un consejo suave: “no tardes en buscar la unción; el pueblo cree mejor cuando la fe pone la mano”. Padre Ebron inclinó la cabeza, sin promesas.
Lienar mandó sal: Lady Alessa, con letra temblorosa, pedía escolta para las rutas costeras. “Nos roban hasta las redes”; al final de la hoja, una gota que parecía sal… o lágrima.
De Yren no llegó carta. Llegó un cuenco nuevo, con agua más clara. Dentro, un junco.
—Acepta su neutralidad, por ahora —dijo Amelia—. Pídeles madera de pantano para estacas. Que pagan con silencio, nosotros con respeto.
Año 0, día 12 — Mesa corta del rey
El consejo se reunió sin títulos, sin largos preámbulos. Kael cambió la mesa larga por una mesa corta, menos eco, más ojos.
—Velgaard quiere comprar el reino a pagos —dijo Seris.
—Drusk quiere tomarlo con botas —dijo Hildar.
—Ilen, ¿cuánto tardan los canales?
—Si la gente trabaja, tres semanas para ver agua moverse. Tres lunas para que los campos agradezcan.
—Naeryn, ¿qué mira el Imperio?
—Sonríe. No mueve fichas. Apuesta a que te caes solo.
Kael miró sus propias manos. Tenían grietas pequeñas, recuerdos de madera y heladas. No eran manos de marfil. Nunca lo serían.
—Entonces haremos ruido antes de caer —dijo—. Y si no caemos, que se acostumbren a escucharnos.
Dictó dos decisiones que no estaban en los papeles:
Una, aceptar el crédito de Velgaard a condición de que el interés sea grano, no oro, y que la casa financie, con contadores de la corona, el puente sobre el Esmiel. Si querían comprar influencia, que la compraran trabajando.
Dos, nombrar a Lord Edvar Theremir Protector de los Caminos del Norte por un año, con mando limitado sobre milicias de paso; a cambio, su hijo Cedric debía quedar en Véldamar como “huésped de honor”. Hildar sonrió por primera vez. Era una sonrisa dura.
—¿Y Drusk? —preguntó Amelia.
—No le doy un título para que me asfixie. Le ofrezco objetivo —respondió Kael—. Le escribiremos: exijo su ayuda para limpiar el Paso de Liria de bandidos. Si obedece, trabaja para el reino. Si desobedece, se delata.
Padre Ebron, desde su rincón, habló al fin:
—Hijo, cuando todo es cálculo, el corazón se seca. Busca también un gesto. Algo que la gente entienda.
Kael asintió. De noche, mandó a quitar los tapices más rotos del salón y a colgar, en su lugar, mantas tejidas por los gremios de Véldamar. No eran finas. Eran honestas. Al amanecer, los artesanos llenaron la plaza sin que nadie los llamara.
Año 0, día 15 — Noche sin lámparas
En toda la ciudad se apagaron las luces por una hora. La Llama Silente, rito de duelo por los caídos, había sido olvidada por orgullo o por miedo. Kael lo restituyó sin discurso. La gente, en la penumbra, cantó bajo.
Amelia lo encontró solo en el salón, mirando el trono como si fuera una herida.
—Sigues temblando —susurró.
—Sí —admitió él—. Pero ya aprendí a temblar sin soltar.
La ceniza volvió a flotar, leve, como la primera vez.
Año 0, día 20 — Carta al norte
Salió la carta para el Imperio. Era breve, de respeto antiguo y filo nuevo: Dravena cumplirá sus tributos conforme a los pactos, solicita mediadores técnicos para obras del río, rechaza tropas “en calidad de ayuda”, y confirma la convocatoria de vasallos para renovar juramentos. Amelia la leyó tres veces; Naeryn añadió tinta invisible; Seris cerró el sello con una moneda vieja de Tavarn III, fundida y rehecha.
Año 0, día 30 — Llamado a las casas
Las puertas del salón abrieron otra vez. No había tanta ceniza. Había voces.
Theremir llegó con dos ingenieros y un nieto que sabía sonreír. Velgaard trajo cuentas y un arquitecto. Drusk, a regañadientes, envió capitanes. Noreval, cantores. Morvend, un mapa de corrientes. Varstel, nada… salvo una anciana en la última fila que, por un segundo, parecía Corvenia.
Kael se puso de pie. No pidió silencio. Se lo ganó.
—Soy Kael —dijo—. No por sangre. Por terquedad. A ustedes les debo la vida, a Dravena le debo el resto. No prometo grandeza. Prometo orden. Pan antes de hierro, hierro cuando haga falta, fe sin imposición, cuentas claras, caminos abiertos. Si alguno de ustedes busca mi caída, que me ayude a levantar esto primero: será más digno derrotarme cuando el reino esté en pie.
Nadie aplaudió. Pero nadie se movió. En política, a veces, ese es el comienzo.
Al salir, Amelia le rozó el brazo.
—Hoy sonaste a rey.
Kael no sonrió. Afuera llovía.
—No sé si lo soy —dijo—. Pero Dravena no puede esperar a que aprenda en paz.
Y caminó bajo la lluvia, mientras, a lo lejos, el Esmiel empezaba a moverse.