Mundo ficciónIniciar sesión(Año 0, día 37 del Reinado de Kael – distintas localizaciones)
La niebla bajaba espesa sobre Véldamar como un manto de susurros. Desde las almenas del Palacio de la Piedra Rota, las torres apenas se distinguían, envueltas en un gris pálido que parecía tragarse las formas y los hombres por igual. Era temprano, pero ya todo estaba dispuesto.
Kael aguardaba.
Vestía la capa ceremonial de los Dravaren, aunque no era príncipe. El broche con el blasón del lobo quebrado le pesaba más que la corona aún sin forjar. A su lado, Amelia Veynar ajustaba con gesto seco los pliegues de su atuendo, como si acomodar la tela fuera suficiente para enderezar el destino de un reino.
—Respira, muchacho —le dijo sin mirarlo—. Hoy es teatro. Nada más.
Kael tragó saliva.
—Teatro con garras, si ese hombre vino con intenciones oscuras.
—Todos los hombres del Imperio tienen intenciones oscuras —respondió ella—. Pero no todos se atreven a mancharse las manos.
A lo lejos, el retumbar de los cascos se abrió paso entre la niebla. El emisario había llegado. Un cortejo de jinetes imperiales cruzó la puerta norte con paso marcial. Plateados, fríos, perfectos. Portaban el estandarte del León de Piedra, el mismo que ondeó sobre Dravena cuando Tavarn III aún vivía... cuando el reino aún tenía un rey legítimo.
Pero esta vez no venían a exigir.
Venían a reconocer.
El hombre que descendió del caballo era alto, delgado como una lanza y con un rostro más esculpido que vivo. Su armadura era ceremonial, pero llevaba filo. Tenía la mirada de alguien que había visto morir a imperios y aún no se decidía si burlarse o llorar.
—Lord Embajador Orvius Vel-Drenar del Imperio de Piedraferoz —anunció un soldado.
El embajador caminó hasta detenerse ante Kael. Por un instante, el silencio fue absoluto. Solo el crujido del estandarte imperial rompiendo la bruma.
—Guardián de Dravena —dijo con voz grave, lenta, sin acento—. En nombre del Consejo de Piedraferoz, traigo saludos imperiales, el reconocimiento de tu trono… y el cobro del tributo correspondiente.
Kael no respondió de inmediato. Una parte de él quería maldecir, otra escupirle a los pies. Pero en su mente resonaban las palabras de Amelia: "Hoy es teatro".
Se inclinó levemente. No demasiado. Solo lo justo.
—Dravena honra la paz. Y paga su deuda. —Su voz fue firme, aunque por dentro temblaba.
Orvius lo observó como quien calibra una muralla. Luego, alzó una pequeña caja de madera negra. La abrió frente al joven rey. Dentro, reposaba un sello dorado con el emblema del León de Piedra flanqueado por ramas de olivo: el símbolo del reconocimiento oficial.
—El Imperio reconoce a Kael Dravaren como soberano legítimo del Reino de Dravena —declaró el embajador.
Las palabras fueron como un golpe. En la sala, algunos nobles bajaron la cabeza. Otros se miraron entre sí, tensos. Amelia sonrió sin mostrar dientes. Padre Ebron murmuró una plegaria en voz baja.
Kael sintió que por primera vez el trono no era solo un asiento vacío.
Era suyo.
—Acepto la legitimidad que se me otorga. Y juro mantener la paz bajo las leyes de nuestra tierra… y bajo la sombra del Imperio —dijo.
Orvius asintió, satisfecho.
—Entonces que las sombras te sean ligeras, Rey Kael. Porque donde hay sombra… hay luz que la proyecta.
Y con eso, el ritual terminó. El tributo fue entregado en cofres de hierro. El sello imperial fue inscrito en los registros del reino. Y Kael, bastardo alzado entre cenizas, fue rey no solo por necesidad… sino por voluntad política de un imperio que lo consideraba manipulable.
Pero en su interior, él sabía algo que el Imperio ignoraba:
No todos los títeres permanecen colgados.
La sala del trono quedó en silencio tras la ceremonia. El eco de los cascos se desvaneció en los pasillos húmedos del palacio, y los estandartes regresaron a su letargo. Kael se retiró acompañado por Padre Ebron y Hildar Murne, mientras los siervos comenzaban a recoger los restos del acto.
Pero Amelia no se marchó.
Sus pasos firmes la llevaron por un pasadizo oculto tras la galería norte. Una lámpara de aceite en mano y el rostro sin expresión. Conocía cada rincón de ese palacio desde antes que Kael tuviera nombre. Llegó a la sala de los tapices viejos —una antesala sin custodios ni ventanas— donde el embajador ya la esperaba. Él también conocía el juego.
—Vuestra excelencia —dijo ella al entrar—. Gracias por aceptar mi invitación.
Orvius no se giró de inmediato. Observaba un tapiz raído que mostraba a Tavarn III cabalgando sobre un río de sangre.
—No suelo asistir a encuentros clandestinos con mujeres que podrían matarme antes de servir el té.
—Entonces es bueno que no sirvo té. Solo palabras.
Se sentó frente a él, sin miedo. El silencio pesó unos segundos.
—Sabes que Kael no es un títere. —Lo dijo sin rodeos—. No se quedará quieto mucho tiempo. Quiere reconstruir este reino… y más allá.
—¿Más allá? —El embajador alzó una ceja, apenas—. ¿Está hablando de expansión? ¿Un bastardo, al que medio reino apenas tolera?
—No lo dice en voz alta. Pero lo sueña —susurró Amelia—. Lo he visto mirar los mapas de Liria como quien mira una herida sin cicatrizar.
Orvius rió, apenas un soplo de aire.
—La Espina de Hierro no se cae por mirar mapas, señora Veynar. Lord Drusk no cede ni una piedra, ni aunque se la ofrezcan fundida en oro.
—No buscamos permiso. Solo queríamos saber… cómo lo vería el Imperio.
El embajador la miró por fin. Sus ojos eran pozos de acero envejecido.
—¿Y si te dijera que al Imperio… le conviene un Kael que necesite conquistar? Un rey en guerra depende más del León que uno en paz.
—Entonces me dirías la verdad. —Amelia cruzó las manos—. Pero no eres hombre de verdades gratis.
—No lo soy.
El embajador caminó lento por la sala. Sus dedos rozaban los bordes del tapiz, las costuras torcidas por los años.
—Dravena es útil como amortiguador. Si Kael toma Liria, desestabiliza a Drusk. Si fracasa, lo veremos sangrar… y se volverá más obediente. De una u otra forma, el trono se inclina hacia Piedraferoz.
—Y si gana… ¿lo reconocería el Imperio como señor de nuevas tierras?
Orvius no respondió de inmediato. Solo caminó hasta un viejo atril, donde una figura tallada en marfil mostraba al primer emperador sosteniendo un mundo dividido en tres.
—Reconocer… no es lo mismo que permitir. Pero, digamos, podríamos mirar hacia otro lado… durante un tiempo prudente.
—¿Qué pides a cambio?
—Lo de siempre —dijo él—. El tributo a tiempo. El silencio ante nuestras campañas al este. Y un matrimonio político en el año siguiente. Con sangre imperial, si es posible.
Amelia asintió, sin pestañear.
—Lo consideraré.
—No lo consideres mucho, consejera. La niebla cambia de dirección en cuestión de días.
Antes de marcharse, Orvius se detuvo en la puerta. Miró una última vez a Amelia, como si intentara descifrar un enigma que se le escapaba desde hacía años.
—Eres la única razón por la que Kael sigue respirando. No lo arruines creyendo que también puede volar.
Y se fue.
Cuando el eco de sus botas se perdió en los corredores, Amelia quedó sola. Miró el mapa que colgaba en la pared, con las marcas de tinta aún frescas sobre Liria, Vidria y Yren. Su mano tembló, solo un segundo.
—No quiero que vuele —murmuró para sí—. Quiero que arda… lo suficiente para que nadie se atreva a apagarlo.