Mundo ficciónIniciar sesiónAño 0, Día 62 – Véldamar, Palacio del Cuervo de Piedra
La última caravana había partido hacia Véldamar con sacos de grano sellados por escribas de la corona. Las ruedas aún crujían en la distancia cuando, esa noche, el campamento del Paso de Liria por primera vez en semanas olió a pan caliente. Sus hombres dormían con la boca menos seca; las caras se suavizaban. Kael lo supo antes de que el alboroto llegara: eran pequeñas victorias que no se cuentan en himnos, pero que saldan promesas.
Rhenar le dio un informe corto y sin flores: los mercaderes confirmaron carruajes en ruta; las partidas de alimentos que Gaeron había permitido —bajo las condiciones pactadas— habían cruzado los pasos secundarios; las guarniciones tendrían raciones hasta la próxima cosecha si las rutas no volvían a cerrarse. Era, dijo el comandante, "aire para unos meses". No la paz, pero al menos respiración.
Kael escuchó. Agradeció con una palabra áspera. En el fondo sabía que lo real aún pendía de una hebra: ¿cómo lograr la lealtad absoluta de Gaeron? El juramento público era un parche; la obediencia del corazón, otra cosa. Necesitaba un plan que uniera honor y cálculo, un gesto que transformara la obligación en respeto.
Lo delineó en la oscuridad de su tienda: rondas conjuntas entre tropas Drusk y reales; repartos públicos de grano en plazas donde los campesinos vieran a los capitanes compartir la comida; una comitiva de reconocimiento con oficiales de Drusk bajo estandarte regio, para que la gente viera que Gaeron actuaba en nombre de Dravena; un matrimonio político a discutir, quizás, si los tiempos lo permitían… ideas que no eran magia, sino trabajo paciente.
Cuando al fin cerró los mapas y dejó la tinta, necesitó aire que no llevara olor a metal ni relato de bajas. Subió a la azotea de sus aposentos improvisados: un saliente de piedra con vistas al valle, a las tiendas que ardían como luciérnagas, al Paso envuelto en una niebla baja que parecía acunar la tierra. La noche olía a humo, pan y tierra húmeda. Se sentó, los dedos sobre la empuñadura aún fría, y por un rato dejó que la mente se desbarrancara en preguntas que ningún consejo podría responder por él.
Y entonces la vio.
No fue un asalto súbito ni una escena pensada; fue un instante que cortó la costura del cansancio: en el patio común, bajo una lámpara solar que colgaba de una viga, una joven se lavaba en la pila. El agua corría clara, y su cuerpo parecía una figura tallada por la vida rural: brazos ágiles, espalda ancha por la labor, piel oscura que brillaba con gotas. Llevaba el cabello recogido, y entre sus manos flotaba una máscara de madera con restos de pigmento —uno de esos objetos que conocía por los cuentos de las tribus Yharun—. Cuando la joven levantó la vista y sus ojos toparon con los del rey en la azotea, no hubo sorpresa servil, ni reverencia forzada: solo curiosidad contenida.
Kael contuvo la respiración. Por un latido se recordó niño, saltando entre humos del palacio, curioso y sin deberes. Por otro, se volvió rey, con la mochila de condenas y decisiones.
Bajó sin gran ceremonia. No ordenó guardias ni gestos pomposos. Caminó a paso lento por la escalera de servicio, porque lo que quería era un diálogo y no una escena. Al llegar al patio, vio cómo la joven se incorporaba, secándose con un paño áspero. No huyó. Eso no era sumisión; era dignidad.
—Buenas noches —dijo él, y su voz, aunque baja, llegó con la claridad de quien no necesita ser escuchado por trompetas—. ¿No te incomoda que te vean así?
Ella lo miró como quien mira una sombra y decide si apartarla. Luego sonrió, no de gracia, sino de reconocimiento: alguien que no actuaba con el silencio del que manda.
—No me acuerdo de haber pedido permiso para la noche, mi señor —respondió, y no dijo “mi rey”, porque no sabía todavía si ese nombre cabía en su vida—. Solo pido agua caliente para hervir mañana los granos.
Kael pestañeó. Había en sus palabras una mezcla de humor y amargura que lo alcanzó como una pregunta.
—¿Quién eres? —preguntó, sin protocolo, con una honestidad que le pesaba.
—Me llamo Rina —contestó—. Trabajo para el depósito de la orilla. Lavo, arreglo redes, cuento sacos. Vivo donde los carros duermen. No tengo familia más que el pueblo.
Rina, pensó Kael: un nombre simple, sin linajes, sin historia en los libros. Era el tipo de rostro que no saldría en las crónicas, pero que sostenía el reino con manos ásperas.
—¿Eres de Morvend? —se atrevió a preguntar, porque la mente atada al trato con Lady Alessa buscaba señales.
—Aquí y allá —dijo ella—. Vivo donde hay trabajo, que no es lo mismo que vivir donde se quiere. Pero conozco el mar, Majestad. Sé cuándo la marea trae peces y cuándo trae huesos.
La frase lo golpeó con la verdad: la gente no vivía por historias de honor; vivía por la marea y por el pan. Kael vio en sus ojos una calma que no era inocencia, sino la claridad de quien sabe lo que hay que hacer para no morir.
—¿Te molestó lo que viste antes? —inquirió entonces, refiriéndose a los Yharun que había liberado.
Ella tensó el labio. Un segundo de dureza cruzó su rostro.
—Me molestó que alguien crea que puede comprar la vida de otro y dormir tranquilo. Me molestó que la gente que nos debería proteger tenga manos manchadas de dinero viejo. Pero… también me preocupó que esos niños no tengan hoy un pan. Y lo supe antes que muchos.
Kael tragó. Sus manos se apretaron en los bolsillos.
—¿Y qué harás si te dicen que el rey no puede dar pan a todos?
—Lo que cualquiera hace: trabajar para que el pan venga. Y después, si es necesario, arrancar la lengua a quien diga que la gente debe morir de a poco para sostener orgullo.
Un destello de ironía, y una sombra de peligro: Rina no era dócil, ni dulce, ni simple. Era real. Y esa realidad era exactamente lo que él necesitaba ver: el rostro de los que no aparecen en los mapas.
Kael sonrió sin querer, una sonrisa rota de cansancio.
—¿Y qué te pide la vida, Rina? —preguntó—. ¿Pan? ¿Silencio? ¿Venganza?
Ella lo miró largo, midiendo si hablar con el rey era un gesto de locura o de esperanza.
—Que no me conviertan en historia —dijo—. Que cuando les den la mano, no miren a otro lado. Que me recuerden cuando guardan el pan en sus mesas. Y, si puedo, que mis hijos tengan menos miedo que yo.
La honestidad le caló más que muchas plegarias del padre Ebron. Kael se quedó en silencio un minuto largo, pensando en los mapas, en las comitivas, en los juramentos sueltos y en la fragilidad de la lealtad que había comprado.
—Vendré al depósito mañana —dijo él al fin—. Quiero ver cómo se mueve el comercio, cómo la gente carga y descarga. Y te pido que me guíes.
Ella arqueó una ceja, medio divertida, medio incrédula.
—¿El rey, en las bolsas de los cargadores?
—El rey que quiere entender —corrigió Kael—. No el que quiere ocupar una mesa y firmar pergaminos que no lee.
Rina dejó escapar una risa breve, un sonido pelado por costumbres de puerto.
—Si vienes, trayéndote botas limpias... te haré cargar tres sacos. Y si no vuelves al día siguiente con las manos vacías, te creeré.
La conversación no fue un romance que prendiera a primera vista. Fue un cruce de verdades; un rey que buscaba anclaje, una joven que no tenía nada que perder o mucho que salvar. Cuando Kael regresó a su aposento esa noche, subió a la azotea con los pasos más ligeros que había tenido en días. No porque se enamorará —todavía no— sino porque había hallado en la fragilidad de una mujer que lavaba en la pila una llave que abría otra forma de comprender su reino.
Se quedó un rato más mirando la línea de tiendas, pensando en planes: cómo ganar el corazón de Gaeron sin romper al reino; cómo repartir pan sin perder la guerra; cómo, finalmente, no traicionar a Rina ni a la gente que ella representaba cuando tomara decisiones duras.
La noche cerró con viento frío y una certeza que no encontró consuelo: gobernar era también aprender a mirar. Y en ese mirar recién nacido, el rey encontró un paso más para andar.
El sol caía sobre Véldamar con un brillo cansado. El pueblo recibió a Kael como a un hombre que volvía de entre la bruma: no lo vitorearon con cantos, pero lo siguieron con la mirada como si hubieran visto a un pastor que recuperaba el rebaño perdido. Detrás de él, los carros cargados de registros, sacos de grano y cuentas de las rutas abiertas eran prueba de que al menos por ahora, el reino respiraba.
En el salón del consejo, los documentos se desplegaron sobre la mesa como alas abiertas: notas de capitanes, cartas de Gaeron selladas con su blasón, inventarios de alimentos y caravanas que habían logrado cruzar. Los consejeros los revisaron con gesto incrédulo.
Seris Talen fue la primera en hablar, con los dedos manchados de tinta.
—Los números no mienten. Si mantenemos este flujo, el hambre retrocederá. Pero no basta con racionar. Si Gaeron decide cerrar otra vez, volveremos a la misma jaula.Kael asintió, con cansancio en los hombros pero firmeza en la voz.
—Por eso necesitamos nuevas rutas. No dependemos más solo de Liria. Dravena tiene que abrirse al mundo.
Hildar Murne gruñó.
—El Imperio no verá con buenos ojos que un vasallo se mueva por su cuenta.
—Que lo vea como quiera —replicó Kael—. Si no lo hacemos, moriremos sin que el Imperio gaste una espada.
Amelia, hasta entonces callada, lo miraba con ojos entre orgullo y sospecha. Ella sabía leer en Kael algo más que cifras: leía la decisión de un rey que dejaba de ser un niño.
Kael giró hacia ella.
—Necesito que seas tú quien vaya a Karvelia.
Un murmullo recorrió la sala. Karvelia era un reino vecino, conocido por sus mercados de sal, por sus minas de hierro y por el puerto de Sarnavel, donde confluían rutas que escapaban al ojo imperial. Nunca había sido un aliado cercano; más bien, un vecino distante, cauteloso, acostumbrado a negociar con todos y confiar en nadie.
Amelia arqueó las cejas.
—¿Yo?
Kael dio un paso al frente. —Eres hija de un primer ministro del Imperio. Conoces su lenguaje, sus trampas y sus promesas. Si alguien puede sentarse frente a los emisarios de Karvelia y hacerles ver que Dravena no es un mendigo sino un socio… eres tú.
Padre Ebron tosió. —¿Enviar a tu consejera suprema lejos del trono? ¡Es una temeridad!
Kael lo miró sin paciencia. —El trono no se sostiene solo con rezos. Se sostiene con pan y caminos. Si Ebron puede mantener la fe, Hildar la defensa y Seris las cuentas, Amelia puede traer el aire fresco que necesitamos.
Ella lo miró largo rato, como si buscara medir si aquello era una orden, un ruego o una trampa del destino.
—¿Y qué esperas que les diga a los karvelianos? —preguntó, cruzando los brazos.
Kael se acercó aún más, bajando la voz para que resonara como confesión y mandato al mismo tiempo.
—Diles que Dravena no quiere guerra, pero no aceptará cadenas. Diles que si comercian con nosotros, tendrán un puerto seguro, soldados que protejan sus caravanas y un reino dispuesto a pagar con honor, no con servidumbre. Y diles… —su voz se quebró apenas— diles que aún hay reyes dispuestos a cumplir su palabra.
Un silencio lleno de peso cubrió la mesa.
Amelia lo sostuvo con la mirada, y por primera vez, no lo vio como al niño que había amamantado ni como al pupilo que había instruido en los pasillos oscuros del poder. Lo vio como un hombre que había decidido.
Finalmente, asintió. —Entonces iré. Pero entiende algo, Kael: Karvelia no es un mercado abierto. Son zorros con piel de comerciantes. Te venderán sal con la mano derecha mientras esconden cuchillos en la izquierda.
Kael no apartó la vista.
—Lo sé. Por eso vas tú, Amelia. Porque no quiero un trato fácil. Quiero un trato que dure.
La reunión del consejo terminó cuando las antorchas ya titilaban cansadas. Kael se levantó, murmuró órdenes finales, y subió por los pasillos hasta sus aposentos. No pidió escolta, ni luz extra. Quería estar solo.
Al cerrar la puerta, el silencio se volvió casi insoportable. La habitación olía a cera y cuero húmedo. La espada aún colgaba de su cintura; no se la quitó de inmediato. Caminó hasta la ventana y apoyó la frente contra la piedra fría.
Pensaba en Amelia, que pronto partiría hacia Karvelia. Pensaba en Rhenar, aún en el Paso de Liria, conteniendo a Drusk. Pensaba en un reino que apenas respiraba con el pan justo. Pero, por primera vez en mucho tiempo, su mente dio un salto hacia atrás.
Hacia ella.
Lyeria Dravaren.
Su hermana. La última hija legítima de Tavarn III. La princesa que todos habían dado por muerta veinte años atrás.
Kael cerró los ojos y dejó que las memorias se filtraran: una niña de cabellos oscuros corriendo por los jardines del palacio viejo; su risa mezclándose con los cantos de las nodrizas; la promesa infantil de que algún día, juntos, verían las montañas del norte. Y luego, el vacío. La desaparición durante la guerra. El silencio que nunca fue explicado.
—¿Qué sería de ti, Lyeria? —susurró al aire, como quien habla con un fantasma—. ¿Mueres en algún rincón olvidado? ¿O vives… recordando que este reino aún te debe un lugar?
Se apartó de la ventana y se dejó caer en el sillón de roble. La cabeza le pesaba como yunque, pero no era sueño lo que lo vencía: era la duda.
Porque en lo profundo, temía algo más terrible que la muerte de su hermana: que estuviera viva, y que un día regresara. Viva, pero no como la niña de los jardines, sino como una mujer con derecho a reclamar lo que él apenas empezaba a sostener.
La corona.
Kael frotó su rostro con ambas manos, casi con furia. No quería pensar en ello, y sin embargo, lo hacía. ¿Qué ocurriría si un día un estandarte aparecía en la frontera proclamando a Lyeria como heredera legítima? ¿Lo vería el pueblo como un bastardo usurpador? ¿Se derrumbaría lo poco que había logrado?
El silencio lo atravesó como una daga.
En ese momento, recordó las palabras de Amelia, años atrás, cuando aún era un muchacho inseguro: “Los fantasmas del linaje no te gobernarán, Kael. Si el destino quiere traerlos de vuelta, que lo haga. Tú debes ser más que un apellido. Tú eres Dravena mientras respires.”
La frase le dio algo de calor, pero no borró la sombra.
Kael se recostó al fin, aún vestido, mirando el techo como si allí pudiera ver los caminos del futuro. En sus labios quedó un murmullo que nadie oyó:
—Si vives, hermana… ¿serás mi sangre o mi enemigo?
El sueño lo alcanzó tarde, y no fue un descanso. Fue una caída áspera, cargada de visiones donde el trono no era más que ceniza.