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Capítulo VII: Ecos de un nuevo camino

Año 0, Día 68 – Véldamar, Palacio del Cuervo de Piedra

La carta de Amelia descansaba sobre la mesa de roble, abierta y marcada por la huella de su dedo. Kael había leído cada línea hasta grabarla en la memoria: rutas ofrecidas, banquete lleno de intrigas, y la propuesta descarada de Altharion de entregar a su hija como precio de la alianza.

El rey mandó tocar la campana de consejo. Cuando los ministros entraron al salón, ninguno alzó la voz. Se inclinaron, esperaron a que Su Majestad se sentara en la silla alta, y solo entonces ocuparon sus lugares.

Kael no habló enseguida. Dejó que el silencio pesara sobre todos, mientras el viento hacía crujir las ventanas. Luego, con la carta en mano, miró a Seris Talen.

—Ministra—dijo con tono grave—, leed.

Ella se levantó, tomó el pergamino con cuidado y lo repasó en voz alta. Los demás escucharon sin interrumpir, con las manos cruzadas sobre la mesa. Cuando terminó, guardó silencio, esperando permiso.

—¿Qué opináis? —preguntó Kael.

Seris se humedeció los labios. Su voz sonaba práctica, cortante.

—Majestad, si Karvelia cumple lo dicho, entrarán barcos con trigo, hierro y sal en menos de un mes. Con eso se estabilizan los precios en Véldamar y las aldeas podrán resistir el invierno. Pero nada será gratis. Los gremios exigirán privilegios en puertos y balanzas. Y el rey… exige más que eso.

Hildar Murne, rígido en su silla, soltó un resoplido. No pidió la palabra, pero Kael lo miró.

—Decid, Hildar.

El viejo guerrero se inclinó apenas.

—Majestad… el oro llena estómagos, pero vacía espadas. Si nos atan demasiado, Dravena perderá fuerza. —Guardó silencio, inclinando la cabeza en señal de respeto—. Eso es todo.

Padre Ebron se aclaró la garganta, pero no se atrevió a hablar hasta que el rey lo señaló con la mirada.

—Majestad… un enlace con sangre extranjera puede daros brillo ante otros reinos. Pero si el pueblo lo percibe como sometimiento, no habrá sermón que lo calme.

Kael asintió lentamente y volvió la mirada a Seris. —¿Qué proponéis, ministra?

Ella respiró hondo.

—Un acuerdo provisional de seis meses, Majestad. Permitid que entren caravanas y barcos, pero bajo vigilancia de nuestros escribas. Ninguna concesión perpetua. Así probaremos su palabra antes de entregar la nuestra.

El rey guardó silencio. El crujir del brasero llenó la sala. Finalmente, Kael se levantó, apoyando la palma sobre la mesa.

—Así será. Se firmará un tratado corto. Karvelia nos dará pan y sal; nosotros daremos paso y balanza justa. En seis meses, veremos si merecen confianza.

Nadie discutió. Nadie alzó la voz. Los ministros inclinaron la cabeza al unísono.

—Y sobre el matrimonio —añadió Kael, su mirada fija en el fuego—, decidle a Karvelia que Dravena no entrega su corona por una sonrisa. Aún no.

El eco de su voz quedó flotando en la sala. El consejo se disolvió en silencio, obediente

Año 0, Día 74 – Castillo Altharys, Sarnavel

El mensajero llegó cubierto de escarcha, temblando, pero con el sello intacto. Amelia rompió la cera en privado, junto a la ventana de sus aposentos. La respuesta de Kael era clara: Dravena aceptaba seis meses de comercio vigilado, con balanzas conjuntas, sin comprometerse a ningún matrimonio.

Amelia sonrió para sí misma. “Bien hecho, muchacho… aprendiste a responder sin doblar la rodilla.”

Horas después, el salón de Altharion se llenó de ecos. El viejo rey, con voz más fuerte de lo esperado, anunció: —Aceptamos este tratado provisional. Y para sellar nuestra buena fe, mi hijo mayor, el príncipe Kaedric, partirá a Dravena. Servirá en la corte de vuestro rey, aprenderá la guerra y la política bajo su mirada.

Hubo aplausos y murmullos. Amelia inclinó la cabeza con respeto, aunque en su interior sabía lo que era aquello: un “regalo” con veneno. Un pupilo que sería ojos y oídos del Zorro Plateado en la corte de Véldamar.

Pero ese no era el único obstáculo. Los gremios aún no estaban unidos, y sin ellos, ningún barco zarparía. El más difícil era Maelor Drelmont, señor de la sal. Su voto valía más que mil discursos.

Esa noche Amelia fue a verlo. Entró en su cámara privada, aún cargada con el olor penetrante de las brasas y el sudor del día. Drelmont la esperaba con vino servido y sonrisa ladina.

—Mi lady… —dijo, recostado en el diván—. Las palabras son bonitas, pero la sal no viaja con discursos. Necesito algo que pese más.

Amelia lo miró en silencio. Sabía perfectamente qué pedía. Y en política, a veces el cuerpo era la única moneda que sellaba fidelidades. Se acercó despacio, dejó la capa caer al suelo y lo enfrentó con una frialdad que lo desarmó.

—Escuchad bien, Maelor —susurró al inclinarse sobre él—. Esta noche me tenéis. Pero desde mañana, vuestra flota es de Dravena. Un solo retraso, una sola trampa… y os juro que no habrá cama ni vino que os salve.

El hombre apenas asintió antes de rendirse al deseo. El acto fue crudo, sin ternura, un intercambio de poder disfrazado de placer. Amelia soportó la presión de sus manos, los jadeos torpes, el peso de un cuerpo que no deseaba. No cerró los ojos ni un segundo: los mantuvo abiertos, como quien firma un contrato con sangre.

Cuando todo terminó, Drelmont dormía, ebrio y satisfecho. Amelia se levantó, ajustó su vestido, limpió sus manos y miró la marca de sal en el sello del gremio sobre la mesa. Lo había conseguido. Dravena tendría barcos, aunque el precio la acompañara como una mancha invisible.

De regreso en sus aposentos, escribió una carta breve para Kael:

“El rey envía a su hijo. Los gremios han jurado enviar barcos. He dado más de lo que hubiera querido, pero Dravena lo necesitaba. No olvidéis que en Karvelia todo tiene precio, y yo ya lo he pagado.”

Selló el pergamino con su halcón y lo entregó a Naeryn, que partió en silencio.

Poco después que Amelia enviara el mensaje, llegó la invitación. Una doncella de mirada baja y voz apurada la condujo a través de pasillos oscuros hasta una cámara iluminada con lámparas de cristal. Allí, sentada junto a un ventanal, esperaba la princesa Aelyne Karvel.

La cámara de la princesa Aelyne estaba perfumada con flores secas y resina de pino. Afuera, las campanas del puerto repicaban a lo lejos, recordando que Karvelia nunca dormía del todo. Amelia entró escoltada por una doncella y se encontró con la joven sentada junto al ventanal, con un libro abierto pero olvidado sobre el regazo.

Aelyne se levantó al verla, con esa gracia natural que parecía más propia de una reina que de una princesa aún bajo la sombra de su padre.

—Lady Amelia —dijo inclinando levemente la cabeza—, os agradezco que hayáis venido a estas horas. No confío en los pasillos de día, demasiado llenos de oídos.

Amelia se inclinó apenas.

—Alteza. ¿Qué asunto requiere tanto sigilo?

Aelyne la guió hacia una mesa pequeña. Se sentaron frente a frente. La princesa habló sin rodeos, con un tono que no encajaba con su juventud.

—Karvelia está enferma, Lady Amelia. Los gremios dominan más que la corona. Mi padre aparenta controlar, pero sin ellos ni una caravana se mueve, ni un barco zarpa. La economía está en sus manos, y la monarquía… se marchita.

Amelia la escuchó con atención, sin interrumpir.

—Mi hermano, Kaedric, cree que la solución es entregar el reino al Imperio. Se inclina hacia ellos como un niño que busca protección en brazos ajenos. No lo dice en público, pero yo lo sé: ha hablado con emisarios imperiales. Él no salvará Karvelia, lo venderá pieza por pieza.

Sus ojos se encendieron con rabia contenida.

—Yo no pienso permitirlo. Quiero el trono, Lady Amelia. No para mí sola, sino para salvar este reino de la ruina.

Amelia apoyó las manos entrelazadas sobre la mesa.

—Decís palabras peligrosas, alteza. ¿Y cómo pretendéis lograrlo?

Aelyne sonrió con amargura.

—Tengo aliados. No soy tan ingenua como parezco en los banquetes. Hay nobles jóvenes, miembros de la Iglesia que desconfían de Kaedric, y un hombre en especial… el duque Varengar. Durante años me cortejó, y aunque mi padre lo descubrió y lo envió lejos, a la frontera, él sigue siendo leal a mí. Controla buena parte de la milicia de Karvelia. Si lo llamo, acudirá.

Amelia arqueó una ceja.

—¿Un duque como aliado secreto? Eso es más que un susurro de alcoba.

—Es mi carta más fuerte —admitió Aelyne—. Pero no basta. Necesito más que espadas escondidas en la frontera. Necesito un socio que me dé lo que Karvelia ya no tiene: dirección. Dravena aún responde al Imperio, sí, pero si unimos nuestras coronas… juntos podríamos resistir la presión imperial, incluso manipularla.

Amelia se recostó en la silla, evaluando cada palabra. La muchacha no hablaba como una princesa soñadora, sino como alguien que había meditado años su jugada.

—Decís que queréis ofreceros como puente —murmuró Amelia—. ¿Qué significa exactamente?

Aelyne la miró fijamente, sin bajar los ojos.

—Significa que me rindo como tributo. No al Imperio, no a mi hermano, sino a Dravena. Si vuestro rey me acepta como esposa, tendrá no solo a Karvelia, sino también a mis aliados y, con ellos, a la milicia del duque Varengar. Yo obtengo el trono, Kael obtiene un reino unido y fuerte, y juntos nos sacudimos el yugo de ser simples vasallos.

El silencio se extendió un instante, roto solo por el crujido de la madera en la chimenea. Amelia estudió a la joven: su firmeza, su voz sin titubeos, la convicción de alguien que había decidido jugar su destino entero.

—Alteza —dijo por fin—, sois más peligrosa que vuestro padre y más lista que vuestro hermano. Pero sabéis bien que lo que proponéis es un riesgo mortal.

—Todo poder lo es —respondió Aelyne sin vacilar—. Prefiero morir intentando salvar mi reino… que vivir como adorno en el Imperio.

Amelia se levantó despacio. La princesa también. Por un instante, ambas mujeres se observaron como iguales, aunque una aún no portaba corona.

—Transmitiré vuestras palabras a Su Majestad —dijo Amelia con voz baja—. Y creedme: no olvidaré esta noche.

Cuando salió de la cámara, Amelia comprendió que lo que había nacido allí no era solo una propuesta de matrimonio, sino un complot que podía cambiar todo el mapa de la región.

Año 0, Día 78 – Costas de Lienar, Puerto Estrella

El mar batía contra los muros de Puerto Estrella como un tambor de bienvenida. La caravana real había tardado dos días en llegar desde Véldamar, y aún antes de entrar, Kael percibía la fragilidad del lugar: redes remendadas, astilleros medio vacíos, casas que se inclinaban hacia la arena como ancianos cansados.

Lady Alessa Morvend lo recibió en la escalinata del puerto. Vestía un manto azul marino bordado en plata, demasiado lujoso para la pobreza que la rodeaba, pero necesario: un estandarte en forma humana. Se inclinó con la elegancia que aún estaba aprendiendo.

—Bienvenido a mis tierras, Su Majestad. Puerto Estrella es humilde, pero le pertenece, como yo misma.

Kael asintió, manteniendo la compostura real que aún le costaba sostener. —Gracias, Lady Alessa. Aprecio vuestra hospitalidad.

El banquete se celebró en el salón de piedra blanca que daba al mar. No hubo abundancia, pero sí ingenio: pescados recién sacados de las redes, panes oscuros y vino traído de Vidria. El consejo de Kael había insistido en escoltarlo con cincuenta guardias; la presencia de armaduras en las paredes recordaba a todos que el rey no se aventuraba sin protección.

Durante la comida, Alessa habló de sus costas, de la dureza de la peste que había segado a su familia, y de cómo Puerto Estrella se mantenía en pie gracias al comercio furtivo. Sus ojos se iluminaban cuando describía los barcos que alguna vez llenaron el puerto, y se nublaban al hablar de impuestos y redes vacías.

Cuando la música cesó y los invitados se retiraron, ella pidió una audiencia privada. Guiada por antorchas, condujo a Kael hasta una torre que daba al mar. El sonido de las olas rompía el silencio como un recordatorio de que la tierra misma dependía de aquel vaivén.

—Majestad… —dijo ella al cerrar las puertas—. No olvido el día en que intercedisteis por los Yharun. Me avergonzó que en mis dominios se comerciara con cadenas. Desde entonces, he pensado mucho en qué significa la lealtad y en cómo debo mostrarla.

Kael la observó con seriedad, recordando los gritos de aquellos jóvenes, la furia que lo había consumido, y cómo Alessa había bajado la cabeza en vergüenza.

—Mostrasteis obediencia entonces, y la agradezco. Pero sé que aún lucháis contra deudas y tentaciones imperiales.

Ella se acercó un paso, con las manos entrelazadas al frente. —Justamente por eso os he llamado. Mi casa está arruinada, mi pueblo hambriento, y mi puerto en ruinas. Sola no resistiré ni al Imperio ni a las redes de los gremios que me tientan. Necesito una fuerza mayor que me proteja.

El silencio se prolongó. La joven lo miraba con una mezcla de orgullo y súplica.

—Su Majestad… —su voz bajó, temblorosa, pero no sin intención—. Tomadme como esposa. Haced de mi casa parte de la corona, no solo por juramento, sino por sangre. Yo ofrezco mi puerto, mi lealtad, mi vida. Y a cambio, Puerto Estrella será vuestra fortaleza en el mar.

Kael no respondió enseguida. Caminó hacia el ventanal, dejando que el aire salado despejara su mente. El matrimonio con Lady Alessa le daría un puerto seguro, unidad interna, y reforzaría la imagen de un rey que cuida a sus vasallos. Pero también sabía que al aceptar, cerraría la puerta a alianzas mayores, como la que Amelia tanteaba en Karvelia.

La joven lo siguió con la mirada. Había un brillo de lágrimas contenidas en sus ojos, pero también la firmeza de quien juega su última carta.

—No os lo pido por ambición, Majestad —dijo finalmente—. Lo pido por sobrevivir. Y si sobrevivimos juntos, quizás algún día… también prosperemos.

Kael se volvió hacia ella. No prometió nada, pero tampoco la rechazó.

—Lady Alessa, vuestras palabras serán consideradas con el peso que merecen. No toméis mi silencio como desprecio, sino como prudencia. Lo que me pedís es más que un pacto, es un destino.

Ella inclinó la cabeza, aceptando la ambigüedad. La noche cayó sobre Puerto Estrella con el rumor de un mar que no entendía de coronas ni de promesas.

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