Mundo ficciónIniciar sesiónEl puerto de Sarnavel hervía de vida cuando la galera de Dravena echó el ancla. Desde la cubierta, Amelia Veynar observaba la ciudad como quien mide el pulso de un rival. Sarnavel no era un simple puerto: era una bestia de piedra y humo, con torres almenadas que se reflejaban en el agua como cuchillas, y con calles que olían a especias, sudor y ambición.
Amelia bajó la pasarela con paso firme. No era la primera vez que negociaba en tierras extranjeras, pero sí la primera en la que su sombra representaba algo más que a ella misma. Cada mirada clavada en ella veía no a la nodriza de un bastardo, sino a la voz del rey de Dravena.
Era hermosa, sí, pero no de esa hermosura fugaz de juventud, sino de la que inspira respeto: ojos grises que parecían leer más de lo que miraban, labios que rara vez decían lo obvio, y una elegancia natural que hacía que incluso el bullicio del puerto se volviera un murmullo a su alrededor.
Un emisario del gremio la recibió con sonrisas calculadas y palabras suaves, pero pronto la escolta cambió de rumbo: no la llevaron al salón de los gremios, sino directamente hacia la colina donde se alzaba Castillo Altharys, residencia del rey. Amelia no se sorprendió. Si Karvelia jugaba con cartas, el primer movimiento estaba claro: el rey quería verla antes que nadie.
Las puertas de hierro se abrieron y el aire cambió: dentro del palacio, el bullicio del puerto quedó atrás. En la sala principal, entre tapices de batallas navales y lámparas de cristal, la esperaba Altharion II Karvel, el Zorro Plateado.
El rey no se levantó al verla entrar. Se limitó a clavar sus ojos cansados pero astutos en la mujer que se acercaba, con una media sonrisa que era saludo y advertencia al mismo tiempo.
—Así que esta es la famosa Amelia Veynar —dijo con voz grave, apoyado en su bastón de plata—. La mujer que crio a un rey y que, según dicen, gobierna en su nombre.
Amelia inclinó la cabeza apenas, como si la provocación no la hubiera tocado.
—He venido en nombre de Dravena, majestad. Y en nombre de su rey.
Altharion soltó una carcajada seca.
—¿De su rey? O de su hijo… —susurró, dejando la frase en el aire, sabiendo que cada palabra era un anzuelo.
Amelia mantuvo la calma, aunque sus dedos se crisparon un instante sobre la tela de su capa.
—Dravena no vino a mendigar rutas, señor. Vino a ofrecer alianzas.
El rey la miró en silencio, midiendo su tono, su porte, incluso la tensión en su mandíbula. Y entonces asintió, como quien reconoce a un adversario digno en un tablero.
—Entonces bailemos, dama Veynar. Aquí todo pacto es una danza. Y en Karvelia, los que no saben bailar… se hunden.
Amelia sonrió, y por un momento, la sala pareció más fría.
—Dravena está hambrienta —dijo el monarca, rompiendo el silencio con voz rasposa—. Y Karvelia tiene pan, sal y hierro. Vosotros tenéis juventud en el trono, pero poca sangre azul en las venas de vuestro rey. Decidme, dama Veynar: ¿qué puede ofrecerme un bastardo que se llama a sí mismo rey?
Amelia lo sostuvo con la mirada. Había esperado esa frase; sabía que el Zorro Plateado no daba vueltas.
—Un bastardo que reina con el apoyo de su pueblo vale más que un príncipe débil encerrado en la tradición —replicó, sin parpadear—. Dravena ofrece rutas. Ofrece hombres dispuestos a luchar por mantenerlas abiertas. Y ofrece un aliado que prefiere mirar hacia el este… antes que arrodillarse para siempre ante el Imperio.
El rey enarcó una ceja.
—¿Aliado, decís? —ladeó la cabeza, como un zorro que huele el aire—. Quizá. Pero todo aliado tiene un precio. Y en Karvelia, nada es gratis.
Se inclinó hacia adelante, sus dedos tamborileando sobre el brazo del trono.
—Dígame, dama Veynar… ¿hasta dónde está dispuesto a pagar Dravena por mi amistad? ¿Con oro, con rutas… o con sangre real?
Amelia entendió al instante el mensaje escondido en esa última frase. No se hablaba solo de comercio: hablaba de bodas, de herederos, de atar la sangre de Karvelia a la de Dravena.
Por un instante, en el silencio de la sala, el peso del futuro cayó sobre sus hombros como una losa.
El rey dejó que el silencio se extendiera como una trampa tendida. Luego, con una calma que helaba la sangre, dijo:
—Mi hija, la princesa Aelyne, ha escuchado mucho sobre Dravena. Dicen que es culta, hermosa, y lo es. Y dicen que vuestro joven rey busca todavía un lugar entre los grandes.
Amelia entrecerró los ojos. Ahí estaba la jugada: no solo comercio, sino sangre.
—¿Estáis sugiriendo…? —preguntó con voz baja, aunque sabía la respuesta.
—Sugiero que el bastardo de la Piedra Rota se case con una flor de Karvelia —replicó Altharion con un destello de burla en los labios—. Una alianza de este tipo aseguraría que vuestro reino respire, que vuestros graneros se llenen, y que ningún gremio se atreva a cerraros el paso.
Amelia sostuvo la mirada sin pestañear. Por dentro, una tormenta de cálculos se arremolinaba: un matrimonio con Aelyne daría legitimidad externa, pero encadenaría a Kael a Karvelia. La princesa era querida por el pueblo, sí, pero también significaba entregar a Dravena a los designios del Zorro Plateado.
—Un matrimonio no es un simple pacto —respondió Amelia con voz firme—. Es un riesgo, una cadena… y también un arma.
Altharion rió, golpeando el suelo con su bastón.
—Ah, me gusta cómo pensáis, dama Veynar. Sois más peligrosa de lo que me dijeron.
Se levantó lentamente, apoyándose en el bastón, y se acercó a ella hasta quedar a poca distancia. Amelia percibió el olor a especias en su túnica y la frialdad de sus ojos.
—Decid a vuestro rey que en Karvelia no se negocian migajas. Quiere rutas, quiere pan, quiere hierro… que ponga sobre la mesa lo que tiene más valor: su propio linaje.
Amelia no respondió de inmediato. Guardó silencio, bajó apenas la cabeza como quien anota una amenaza y la guarda para el momento adecuado. Sabía que en ese salón no había ganado nada, pero tampoco había perdido. Había recibido la carta oculta del rey, y ahora debía regresar con ella a Dravena.
Altharion, satisfecho, dio media vuelta y regresó a su trono.
—El banquete será esta noche. Allí hablaremos con más voces, con los gremios y con mi consejo. Hasta entonces, descansad… y pensad bien qué vale más: la independencia de un bastardo, o el nombre de Karvelia en vuestra sangre.
Los guardias la escoltaron hacia sus aposentos de huéspedes. Amelia caminó erguida, pero dentro de ella hervía un conflicto: ¿era aquello una oportunidad de oro para asegurar el futuro de Dravena, o una trampa para atar el reino de Kael al zorro más astuto del este?
Los aposentos que le asignaron estaban decorados con telas azul profundo y cortinas que olían a incienso de resina vieja. El mobiliario era elegante pero sobrio: ni ostentoso ni humilde, una muestra del equilibrio calculado de Karvelia.
Amelia se sentó junto a la ventana, sin desvestirse aún, y aflojó apenas los nudos del corpiño. Afuera, el cielo tomaba tonos ocres, y las torres de piedra del castillo de Marveniel proyectaban sombras largas sobre los tejados de la ciudad. Una ciudad viva, rebosante, que no conocía la escasez como Véldamar.
Llamaron a la puerta con tres golpecitos secos. No los de un criado, ni los de un guardia. Ella no respondió, pero la puerta se abrió.
—No quería importunaros, mi lady —dijo la voz del hombre que entraba—, pero pensé que después de una reunión con Altharion... uno necesita algo más que vino para digerirla.
Amelia giró apenas el rostro.
—Consejero Halven.
El hombre, de barba pulida y ojos como carbones hundidos, vestía una túnica de cuello alto, con el sello del Consejo Gremial bordado en hilo gris. Se acercó sin pedir permiso y se sentó frente a ella, cruzando las piernas.
—He visto reinas doblarse ante ese viejo zorro. Vos… no lo hicisteis.
Amelia alzó una ceja.
—Tampoco lo desafíe. Solo dejé claro que no soy un cordero enviado al matadero.
Halven sonrió.
—Eso lo vimos todos. Y por eso os buscan, incluso antes de vuestra llegada. Vuestro nombre circula en los pasillos del gremio. “La mujer tras la piedra rota”, dicen. “La voz que susurra en los oídos del rey bastardo”.
Ella no respondió. Le gustaba escuchar cómo la veían los otros. Siempre decía más de ellos que de sí misma.
—¿Y qué quieren de mí, Halven?
—No todos en Karvelia están contentos con que Altharion lo apueste todo en un solo matrimonio. Algunos creemos que las rutas comerciales deben abrirse por interés mutuo, no por alianzas de sangre.
—¿Y qué proponéis?
—Un acuerdo directo con vos —dijo él, inclinándose un poco hacia adelante—. Vos tenéis el oído del rey, sabéis lo que Dravena necesita. Yo tengo votos dentro del gremio, influencia en los puertos de Norhvan y Faarm. Si firmamos con vos, no necesitáis aún el favor del trono.
Amelia lo miró en silencio, evaluando cada palabra.
—¿Queréis hacer tratos con la regente en la sombra, sin el conocimiento de vuestro propio rey?
—Altharion no necesita saberlo todo. Vos volvéis a Dravena con rutas firmadas. Él gana prestigio. Nosotros ganamos clientes. Y vos… bueno, ganáis algo más valioso: una posición imposible de reemplazar.
Ella se levantó lentamente y caminó hacia la chimenea, donde unas brasas ardían suavemente.
—¿Y si Kael decidiera no casarse con Aelyne?
—Entonces necesitará más que promesas para mantener a raya la presión. Y ahí, mi lady, es donde vos os convertís en indispensable.
Halven se puso de pie.
—Piénsalo esta noche. El gremio no actúa por lealtad, sino por conveniencia. Pero en vos vemos algo más: visión.
Se inclinó con elegancia y salió sin esperar respuesta.
Amelia se quedó de pie frente al fuego, mordiéndose el labio. No sabía aún si aquello era una traición, una oportunidad… o el inicio de una guerra silenciosa.
Amelia se quedó mucho rato de pie junto al fuego, después de que Halven se marchara. Finalmente, pidió pergamino, tinta y pluma.
“Majestad,” escribió, “he visto el rostro del este, y no sonríe por amistad, sino por cálculo. Altharion habla de pan, hierro y sal, pero lo que en verdad desea es sangre. Propone que vuestra corona se una a la suya por medio de su hija. No he respondido aún. No podía. Debéis ser vos quien decida. Entretanto, los gremios se acercan en la sombra, ofreciéndome rutas si actúo sin el rey. No sé si esto es traición o una oportunidad. Mañana, en el banquete, sabré si estamos invitados a la mesa o si ya somos parte del plato.”
Firmó con su sello personal —un halcón sobre un círculo roto— y entregó la carta a Naeryn, que viajaba en secreto con ella.
—Hazla llegar. Kael debe saber qué está en juego antes de que yo dé el siguiente paso.
La espía asintió y desapareció en la noche.
Amelia apagó la vela. La esperaba el banquete de Karvelia, un escenario donde cada sonrisa sería un filo y cada brindis, un veneno posible.
El salón del banquete en Castillo Altharys ardía con luces de antorchas y lámparas de aceite perfumado. Largas mesas rebosaban de pescado fresco, panes dorados y copas de cristal llenas de vino rojo traído de Veydran. La música de laúdes y flautas llenaba el aire, pero el verdadero ruido eran los murmullos: los gremios, los nobles y los emisarios cuchicheaban, midiendo a cada invitado como si fuera mercancía en subasta.
Amelia entró con una elegancia calculada. Vestía un vestido de terciopelo oscuro, sencillo en apariencia, pero con bordes de hilo de plata que atrapaban la luz. Los ojos se volvieron hacia ella, no porque fuera una extranjera, sino porque parecía caminar como si hubiera nacido dueña de ese salón.
El rey Altharion la esperaba en el estrado, flanqueado por su heredero Kaedric a la derecha, rígido como una estatua, y por su hija Aelyne a la izquierda, sonriente y amable como un amanecer.
—¡Brindemos! —proclamó el rey levantando su copa—. Hoy Karvelia recibe a Dravena, tierra joven y necesitada, pero también orgullosa. Que esta mesa sea puente y no muro.
Las copas chocaron y la música se elevó. Amelia tomó asiento en el lugar de honor, rodeada por los líderes de los gremios: Maelor Drelmont del comercio de la sal, Lady Veydran de los granos, y Lord Lorimar de los astilleros. Todos hablaban, pero cada palabra era una trampa.
—Mi lady —dijo Drelmont, con sonrisa aceitosa—, nuestros barcos podrían llenar los puertos de Véldamar con trigo y sal. Pero claro, todo comercio necesita garantías.
—Garantías, sí… —intervino Lorimar, con voz ronca—. Y protección. Los mares no siempre son seguros. Tal vez Dravena deba comprometer más que monedas.
Amelia dejó la copa sobre la mesa y los miró uno a uno, con esa calma que a veces es más peligrosa que un grito.
—Dravena ya se ha comprometido —dijo—. Con su gente, que no morirá de hambre. Con su rey, que no será un títere. Y con sus aliados, que aprenderán que un socio leal es más rentable que un vasallo en ruinas.
Hubo un silencio breve, roto por la risa suave de la princesa Aelyne.
—Mi padre admira esa fuerza —dijo ella, con voz dulce—. Y yo también. Quizá Dravena y Karvelia tengan más en común de lo que parece.
Altharion la observó de reojo, como quien mide si el anzuelo está siendo tragado.
—Y quizá ese común destino pueda sellarse de la manera más antigua y efectiva —añadió, dejando que la frase flotara.
Todos entendieron: el matrimonio estaba sobre la mesa.
Amelia sonrió, inclinándose apenas hacia adelante.
—Una danza de pactos, sí. Pero no olvidemos, majestad, que en toda danza hay quien marca el compás… y quien sigue el paso.
Altharion entrecerró los ojos. Los gremios guardaron silencio. Y en ese instante, Amelia supo que había conseguido lo más difícil: que la vieran no como emisaria de un reino pequeño, sino como una igual en la mesa de lobos.