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Capítulo IV – El Precio del Acero

Año 0, Día 52 – Salón del Cuervo de Piedra, Véldamar

El salón estaba helado, aunque las antorchas ardían como lenguas inquietas. Kael no se sentaba en su trono; caminaba de un lado a otro, con pasos cortos, con las manos crispadas detrás de la espalda. Desde el banquete con los comandantes y la disputa con Alessa Morvend, un nudo lo consumía. El reino respiraba a medias, como un enfermo que se debate entre la vida y la tumba.

Los miembros del Consejo Real lo observaban en silencio. Seris Talen, con su pluma y sus cuentas. Hildar Murne, rígido como una lanza vieja. Ilen Ostar jugueteando con una ramita seca que nadie entendía cómo había traído. Naeryn, invisible entre las sombras. Padre Ebron, con los dedos entrelazados como si rezara en secreto. Y Amelia, inmóvil a un costado del trono, con su mirada que todo lo medía.

De pronto, Kael golpeó la mesa de roble. El estruendo sacudió los cálices.

—¡Ya basta de esperar como cobardes! —la voz le salió más fuerte de lo que pensaba—. Mientras nosotros debatimos tributos, Gaeron Drusk sigue en Liria, guardando silencio como un buitre. No me ha enviado juramento, ni tributo, ni siquiera una excusa. ¡Y todos sabemos que mueve tropas en la sombra!

Hildar Murne se irguió. —Majestad, lo que insinúa es grave. Gaeron fue general de Dravena. Si se alza contra usted, no será un motín, será guerra civil.

Kael lo encaró, con los ojos encendidos. —¿Y qué propones, Hildar? ¿Que espere a que marche sobre Véldamar con sus lanzas? ¿Qué me esconda tras estos muros mientras decide cuándo arrancar mi corona?

El veterano no respondió.

Kael inspiró profundo, pero la rabia seguía allí, latiendo como un tambor.

—¡No! Dravena no puede avanzar con un cadáver de general respirando en su cuello. Si Gaeron no quiere jurar, será obligado. Si no quiere arrodillarse, será quebrado.

El silencio fue absoluto. Hasta que Amelia habló, suave, pero cortante: —¿Qué pretendes hacer, hijo?

Kael se giró hacia ella. No titubeó. —Reuniré a mil hombres. Marcharé al Paso de Lira. Yo mismo comandaré nuestras fuerzas. Y pondré fin a la frialdad de Gaeron.

Padre Ebron abrió la boca, horrorizado. —Majestad, un rey que abandona su trono para empuñar la espada… ¡es tentar a los dioses!

—¡Es tentar al futuro! —replicó Kael—. Dravena no necesita un rey que tiemble en su silla. Necesita uno que marche al frente.

Seris Talen golpeó la mesa con su pluma.

—Mil hombres son todos los que podemos sostener sin dejar indefensas las ciudades. Si fallas, no quedará nada.

—Entonces no fallaré.

El eco de esas palabras se quedó flotando, como un juramento de hierro.

Amelia lo miró largo rato. Luego, avanzó y le tomó el brazo. Sus ojos se suavizaron un instante.

—Kael… si partes, yo cuidaré el trono. Pero recuerda: un rey en campaña es fuerte, un trono vacío es débil. No confíes demasiado en los muros de Véldamar.

—Confío en ti, madre —respondió él con voz baja, casi íntima—. Y con eso basta.

Ella asintió, aunque en su mirada brillaba la duda que nunca diría en voz alta.

Kael se giró hacia el consejo entero. —Transmitidlo a todas las casas: el Guardián de Dravena marcha al Paso de Lira. Quien me siga será parte del futuro. Quien no, será contado entre los muertos que aún caminan.

La decisión estaba tomada. El hierro ya no era promesa. Era precio.

La columna avanzó como un latido: primero los estandartes de Véldamar, luego las lanzas de los vasallos, detrás el contingente del Bastión con Rhenar Valmor al frente. El rumor de la marcha se extendió por las riberas y pueblos; la gente salió a los pasos para mirar a ese rey que había decidido no quedarse sentado. Eran mil hombres reunidos por los señores; detrás, cincuenta estandartes del Bastión ondeaban con otros quinientos. En total: mil quinientos almas con armadura y barro, obligadas a creer que aquello podía ser más que una campaña —que podía ser el principio de algo.

Kael cabalgó en el centro, Rhenar a su diestra. El comandante parecía una roca: sereno, con la mirada dura por la costumbre de ver morir a los suyos. En los carros, ruedas y fardos olían a leña y a hierro; en los rostros, a miedo y esperanza mezclados.

Entraron al Paso de Liria con la parsimonia de quien no desea provocar, pero está dispuesto a todo. El campamento que habían levantado, a dos jornadas de La Espina de Hierro, fue una ciudad de tiendas y brasas: hogueras, herreros, brazos que afinaban armaduras, niños que miraban como si aquella fuera una fiesta peligrosa.

Esa primera noche, Kael reunió a los suyos. Habló sin pompa, con la voz quebrada por la fatiga, pero clara como la piedra del trono.

—No estoy aquí por orgullo —dijo—. No he venido para saquear. Vine porque las rutas están cerradas y mi gente muere; vine para que la comida vuelva a los caminos; vine para que los niños de Lienar y Vidria no sean moneda de cambio. He venido para que un hombre con el poder de un general deje de actuar como si Dravena fuera su botín.

Rhenar lo miró, y luego se dirigió a los capitanes:

—Somos mil quinientos. No vamos a asaltar con sangre innecesaria. Vamos a exigir una elección. Que Gaeron diga si jura o no. Si jura: volvemos a casa con rutas abiertas y menos muertos. Si no jura: lo apartamos del mando y lo llevamos ante el juicio del reino.

Hubo murmullos. Algunos hablaban de honor, otros de supervivencia; todos sabían que aquello podía ser la salvación o el principio de la guerra.

Al amanecer siguiente, escoltados por misiones de reconocimiento, avanzaron hasta las puertas de La Espina de Hierro. Los vigías de Drusk los miraron con cautela. En la coraza del comandante de la fortaleza, el escudo no ocultaba la firmeza de quien ha visto cuarenta inviernos.

Cuando la campana marcó la hora, Kael cruzó el patio ante una hilera de capitanes de Drusk. No hubo trompetas. Solo los pasos controlados de los hombres y el crujir de las lanzas al nombrar su presencia. Lord Gaeron Drusk esperó en la puerta principal: su figura grande, la barba recortada, el ojo que miraba sin indulgencia. A su lado, algunos de sus capitanes y mercenarios; la fría autoridad de quien no necesita proclamas para ser temido.

Ambos se miraron. Allí convergían las decisiones de todo Dravena.

—Lord Gaeron —comenzó Kael, sin ceremonia falsa—. Vengo en representación de este reino. Te pido tu juramento de lealtad, para que las rutas vuelvan a abrirse y la paz se asiente en los caminos.

Gaeron sonrió apenas, como si alguien hubiese contado una broma vieja.

—¿Juramento? ¿De parte de quién, muchacho? ¿Del rey que fue puesto por los conspiradores? —su voz arrastró desprecio—. ¿O del rey que cree que una corona basta para mandar?

Rhenar se adelantó un paso, la tensión subió en el aire. Kael no se dejó arrastrar por la provocación.

—No vine a humillarte —dijo—. Vine a darte una elección.

Gaeron clavó sus ojos en Kael. Sus palabras cayeron como hierro templado.

—Piloto joven: la elección es siempre de un solo tipo en esta tierra. O me seguís, o me apartas. ¿Crees que mil quinientos hombres bastan para arrancar lo que la guerra forjó en cuarenta años?

Kael hizo una pausa. Sus manos apretaron la brida hasta que los nudillos palidecieron.

—No vine con sed de sangre —repitió con voz rota—. Vine con una petición: jura lealtad al trono de Dravena, reabre las rutas, somete a tus escuadrones a la corona. Hazlo ahora y reabriremos los caminos, y yo reconoceré tu servicio. Serás guardián del norte bajo la ley del reino.

Gaeron ladeó la cabeza. Sus labios se curvaron en una mueca que no era exactamente risa.

—Si digo que sí, ¿es que tú crees que mi gente te obedecerá por tu palabra y no por mi espada? ¿Si digo que no, derramas mi sangre aquí y después vendrán otros iguales? ¿Es esa la alternativa?

Kael respiró hondo, y entonces, con voz tan fría como la quejar de la piedra, formuló aquello que había preparado y que nadie había de interpretar como simple fanfarronada:

—Decide. Jura lealtad, frente a todos, y yo te nombro protector del Paso con respaldo del trono. No lo hagas, y te arrancaré la cabeza como ejemplo para que nadie más confunda su ambición con la supervivencia de Dravena.

Hubo un silencio absoluto, tan pesado que algunos soldados contuvieron la respiración. La amenaza era clara: un joven rey le ofrecía la vida y la honra, o la pérdida de la cabeza. Muchos habrían esperado vacilación. No hubo.

Gaeron escupió al suelo, y por un segundo la furia pareció morder su mirada.

—¿Tú crees que temo a la muerte? —gruñó—. He visto ejércitos caer y emperadores reconciliarse con la tierra. Pero tampoco te subestimes: si me buscas muerto, encontrarás a muchos que te seguirán al abismo.

El general plegó los dedos alrededor del pomo de su espada. Luego, con un gesto calculado, desenvainó su arma ante todos y la alzó a la altura del pecho, música de metal que habló en vez de palabras. Los capitanes de Drusk gruñeron; algunos bajaron la vista. Gaeron miró a la tropa de Kael, a Rhenar, a los vasallos.

—Mi respuesta —dijo por fin—: irrevocable. No juro por el miedo de una amenaza, ni por la promesa de un favor fácil. Juro si veo que el reino actúa como tal. Traed primero a bienes, soldados que respondan a la ley del reino y pruebas que mi gente pueda creer. Dadme las rutas abiertas y veré si la corona es un apoyo real o una flor hueca.

La declaración no era un "sí". No era un "no". Era un desafío envuelto en condiciones.

Rhenar apretó los labios. Kael sintió que su decisión debía ser firme, pero sabia.

—Acordado —dijo Kael—. Doy tres días. Envía a tus heraldos para coordinar los pasos y que nuestras comitivas convengan puntos de paso y resguardo. En esos tres días, las rutas tendrán prioridad real para el grano y las carretas. Si al final de ese plazo no hay consenso, no habrá otra alternativa que la fuerza.

Gaeron inclinó la cabeza con una sombra de respeto y una enorme corriente de amenaza no pronunciada. No había jurado por el rey, pero había aceptado tiempo y condiciones.

Cuando Kael se retiró del patio, la columna se apresuró con el peso de la incertidumbre; Rhenar a su lado, sin halagos, pero seguro en su lealtad. Aquel día, Kael logró arrancar de un hombre duro una promesa ambigua: ni sumisión ni guerra abierta, sino un plazo. Había conseguido, por ahora, lo que vino a buscar.

Pero mientras el sol se desangraba en el horizonte, Kael comprendió que gobernar era aprender a contar no solo con la espada, sino con la paciencia de quien aguarda que la carne y la lealtad cicatricen. Y que aun cuando uno no quiera matar, a veces debe mostrarse dispuesto a hacerlo para salvar lo que ama.

La noche que siguió al acuerdo quedó corta de sueño. Las hogueras en el campamento del Paso de Liria lanzaban sombras largas; hombres bostezaban apoyados en picas y jarras, repasando mapas con dedos tiznados. El aire olía a hierro y a humo de estopa, y en cada respiración se colaba la pregunta que ya ardía entre los capitanes: ¿ahora qué?

Kael no quería que fuesen voces de mando las que le indicaran el camino. Pero la corona pesa con demandas concretas: comida, seguridad, rutas abiertas. Y la carne del reino no perdona indecisiones.

Rhenar Valmor lo llamó a la tienda de mando. Adentro, el comandante encendió una lámpara de aceite y dejó que la luz pegara en el rostro del rey como quien desenfunda la verdad.

—Majestad —dijo Rhenar sin preludios—. Le damos tres días y condiciones. Eso es lo que buscaste. Pero entiendes tan bien como yo que la palabra de Gaeron no es ley para sus capitanes. No basta que él ejercite cautela. Si no hay acción rápida, la ambición se reproduce.

Vessira Noreval, la capitana de la caballería se apoyó en la entrada. Vestía aún polvo de marchas, y su mirada era filo puro.

—Tenemos hombres listos para cortar los pasos de aprovisionamiento de La Espina —propuso—. Un golpe en los depósitos, y sus hombres tendrán que retroceder para alimentarse. Sin comida, su moral se quiebra.

—¿Bombear fuego entre familias? —preguntó Harl Varek con voz ronca—. ¿A eso llamas salvar el reino? Vamos a crear desplazados. Los que tú llamas capitanes levantarán pueblos contra nosotros.

—Prefiero una marcha limpia a una sangría lenta —replicó Brannor Keld, más joven, más ardiente—. Si Gaeron se atreve, lo frenamos ahora. Pocas bajas, claridad. O lo dejamos pensar y nos come la duda.

Kael los miró a todos. Sintió el peso del campamento entero en la espalda, como si cada tienda fuera un ojo que lo observaba.

—¿Qué propone el rey? —preguntó Rhenar con suavidad de roca. No era desafío. Era una exigencia humilde: decisión.

La verdad le ardía en la lengua. Recordó la cara del niño Yharun, esa mezcla de furia y esperanza cuando murmuró “rey de la piedra rota”. Recordó a Amelia, vigilando Véldamar como un faro intranquilo. Recordó las aldeas que sufrían porque los carros no llegaban. Sentía, también, el latido de los soldados: hambre de propósito, miedo a la indecisión.

—No quiero derramamiento inútil —declaró Kael—. Pero tampoco quiero que nos roben tiempo cuando la gente muere en las rutas. Acepté tres días para ofrecerle a Gaeron la elección. No renuncio a que sus condiciones se cumplan. Pero esos tres días… los convertimos en medidas. Si Gaeron no demuestra cambios concretos, entro yo.

Rhenar inclinó la cabeza. Esperó la resolución.

—Propongo lo siguiente —continuó Kael, moderando la voz, encontrando en la tristeza su hierro—: dividan la fuerza. Quinientos irán a asegurar los pasos menores que alimentan a La Espina —carreteras secundarias, depósitos en granjas—; quinientos se quedarán en control de nuestras líneas de comunicación para proteger los convoyes; quinientos conmigo en asalto de precisión si se demuestra obstinación. Ningún fuego general. Ninguna quema de aldeas. Retener el pan no es guerra; es presión legítima.

Un murmullo recorrió la tienda. Rhenar se frotó la barbilla, evaluando.

—Medio término —murmuró—. Si las rutas se abren, demostramos que la corona protege y no saquea. Si Gaeron se niega, entonces tu asalto no será una venganza sino una respuesta necesaria. Yo comandaré el ala que va contigo. Pero hijo… no me pidas heroísmo sin cálculo.

Kael asintió. Algo en su pecho se tensó y, al mismo tiempo, se alivió. Había trazado un camino que contenía su moral y su necesidad: acción con límites, fuerza con margen para la razón. No era perfecto, pero era suyo.

—Enviaré a Naeryn con dos escuadrones ligeros para cortar comunicaciones y buscar pruebas de las rutas bloqueadas —ordenó Kael—. Que no maten; que tomen testigos. Rhenar, tú lideras el contingente defensivo y me acompañas al frente con Brannor y Vessira. Harl y Vessira coordinarán las patrullas nocturnas.

—¿Y si Gaeron ataca antes de que podamos movernos? —preguntó Harl, la inquietud en la voz.

—Entonces pelearemos —contestó Kael—. Pero no será por ira; será para que nadie recuerde que fuimos débiles cuando había tiempo para ser firmes.

Rhenar lo miró con algo parecido a orgullo y preocupación. Puso la mano sobre el hombro del joven rey.

—Caminaré contigo hasta donde haga falta, Majestad. Y si cae el rey en la batalla, que caiga con honor. Pero yo quiero que vuelvas. El reino te necesita en la silla y en el campo. No olvides a quien dejaste en Véldamar.

Esa última mención fue un llamado a la prudencia. Kael cerró los ojos un segundo y vio la figura de Amelia vigilando el trono vacío. La imagen lo sostuvo.

—Volveré —prometió—. Si no vuelvo, que alguien busque mi tumba y cuente la historia. Pero volveré.

Las dagas de la madrugada aún no rasgaban el cielo cuando Rhenar salió a ordenar las formaciones. Los hombres se afanaban; el latido del paso se volvió marcha. En las bolsas de la ropa, junto a pan rancio, las manos de muchos encontraban una nueva certeza: su rey no era un orador de salón; había venido a decidir. Y en esa decisión, por cruda que fuera, hallaban una promesa de futuro.

Kael ajustó la capa. Vio pasar a los capitanes, a los estandartes, a los rostros marcados por la esperanza y el miedo. Pensó en los Yharun, en Alessa, en la lluvia que ensuciaba los campos de Lienar. Pensó en la cama vacía del trono que Amelia guardaba.

Y alzó la vista: la línea de colinas hacia La Espina de Hierro estaba distante, pero clara. Iba a ser el precio del acero, y también de la paciencia. Iba, y lo haría con la certeza de que no había ya otra forma de forjar unidad que midiera la voluntad con la misma medida del peligro.

Día 55 – Paso de Liria, La Espina de Hierro

El amanecer del tercer día llegó envuelto en bruma. El campamento de Kael despertó como un animal cansado: hombres afilando espadas con manos entumecidas, capitanes repasando planes por enésima vez, los caballos resoplando ante la humedad del aire. El tiempo se había cumplido.

Rhenar Valmor entró en la tienda del rey sin anunciarse.

—Majestad —dijo con voz grave—. Los emisarios regresaron. No hay juramento.

Kael no respondió. Solo se levantó, ajustó la espada al cinto y salió hacia la explanada. Una multitud de soldados se reunió a su alrededor: algunos con rostros tensos, otros con la expresión resignada del que sabe que está a punto de escribir historia con sangre.

—Hoy veremos si Dravena respira como un reino —dijo Kael, y su voz se proyectó sobre la tropa—. Si Gaeron decide unirse, habrá paz. Si no… habrá justicia.

Los hombres respondieron con un rugido que sacudió las colinas.

Frente a La Espina de Hierro, Gaeron Drusk salió acompañado de sus capitanes. Llevaba armadura negra, sin adornos, como si su sola presencia fuese insignia suficiente. Sus pasos pesaban como martillos contra la piedra.

Kael y él se encontraron en medio del campo, cada uno con escoltas reducidas. El silencio era denso, apenas roto por el golpeteo lejano de los estandartes al viento.

—Tres días pasaron —dijo Kael, firme, la mano sobre el pomo de la espada—. Tres días en que tus hombres pudieron ver que el reino está unido. Tres días en que las rutas debieron abrirse. Y nada ha cambiado.

Gaeron lo miró con un ojo frío, casi paternal, como quien contempla a un hijo testarudo.

—Abrir rutas no cambia la historia. El reino está roto, Kael. No lo remiendas con palabras ni con banderas nuevas.

—Entonces dilo claro: ¿me reconoces como rey o no? —la voz de Kael se alzó, con filo de amenaza.

Gaeron guardó silencio un instante, observando la línea de mil quinientos hombres tras Kael. Luego habló, lento: —Reconozco que llevas corona. Reconozco que tienes tropas. Pero el respeto… ese se gana.

Kael desenvainó su espada. El metal brilló bajo la bruma. —Si no juras ahora, lo ganaré con tu cabeza.

Los capitanes de Drusk tensaron sus armas, y los hombres de Kael dieron un paso al frente. Bastaba una chispa para incendiar todo el Paso de Liria.

Gaeron levantó una mano, conteniendo a los suyos. Dio un paso hacia Kael, lo bastante cerca para que solo él oyera sus palabras: —Tu furia me recuerda a Tavarn. Él murió creyendo que podía vencer solo con acero. No cometas su error.

Kael no parpadeó. —No soy Tavarn. Soy Kael de la Piedra Rota. Y este reino no soporta más generales que creen mandar por derecho propio.

El silencio duró un latido eterno. Finalmente, Gaeron arrojó su espada al suelo, el estrépito del metal rebotó como un trueno. Se arrodilló.

—Si la corona necesita mi juramento para respirar, que así sea. —Su voz no sonó rendida, sino calculada—. Jura Drusk ante Dravena. Pero no olvides, muchacho: un juramento hecho por obligación siempre busca su momento para quebrarse.

Kael alzó la espada hacia el cielo, y la voz de los soldados retumbó como ola al estrellarse. La tensión se rompió en un rugido de victoria.

Pero dentro de sí, el joven rey no sonrió. Sabía que Gaeron no había sido doblegado, sino contenido. Y que la verdadera batalla aún no había comenzado.

Kael había ganado un juramento y abierto las rutas, sí. Pero en su corazón entendía que solo había comprado tiempo. Tiempo para un reino que todavía sangraba. Tiempo para un rey que debía aprender que gobernar no era vencer, sino sostenerse en pie mientras todos esperaban su caída.

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