Mundo ficciónIniciar sesiónAño 0, Día 42 del ascenso de Kael Dravaren
Camino a las murallas
La mañana aún no había partido del todo cuando Kael cabalgaba hacia las afueras de Véldamar, hacia el bastión militar donde descansaban los estandartes reales, las espadas del reino, y los hombres que no le conocían. El aire olía a tierra golpeada por cascos y a cuero viejo. Un cuervo cruzó el cielo plomizo, solitario, como un mal augurio que no se atrevía a posarse.
Amelia Veynar, a su lado, cabalgaba con el porte de una reina sin corona. Vestía de negro, como siempre que se avecinaban momentos que marcarían un quiebre.
—¿Qué esperas encontrar entre esos muros? —le preguntó con voz seca.
Kael no respondió de inmediato. Sus manos sujetaban las riendas con más fuerza de la necesaria.
—Lo que aún me falta —dijo por fin—. Un rey sin ejército no es más que un mendigo con corona.
Amelia asintió. No con orgullo, sino con gravedad.
—Que no te dominen los nombres ni los uniformes, Kael. Muchos de esos hombres juraron lealtad a Tavarn. Otros… a Gaeron Drusk.
—Entonces tendrán que decidir si marchan conmigo… o contra mí —respondió, sin apartar la vista del horizonte.
La fortaleza del Acero
La guarnición de Véldamar no era una fortaleza en el sentido clásico. Más bien, era un cúmulo de barracones de piedra gris, con una explanada central rodeada de torres de vigía. Allí ondeaba el estandarte de Dravena: un campo dividido en negro y plata, con la silueta de una torre rota.
Cuando Kael cruzó la puerta principal, el silencio cayó como una cortina. Más de quinientos hombres formados en línea. Algunos veteranos con cicatrices que hablaban de guerras anteriores. Otros, reclutas jóvenes que apenas sabían blandir la lanza. Todos lo observaron. Algunos con respeto. Otros, con duda. Uno que otro con un desdén difícil de ocultar.
A un lado, de pie como una piedra tallada por los vientos de Morvel, estaba Rhenar Valmor, comandante supremo del ejército draveno. Su armadura no relucía: era oscura, funcional, sin adornos. Como su dueño.
—Majestad —saludó con la cabeza, sin arrodillarse—. Bienvenido a la columna vertebral de su reino.
Kael bajó del caballo. Caminó hacia él. Frente a frente.
—Comandante Valmor… me alegra al fin conocer al hombre que sostiene nuestras murallas.
Rhenar no sonrió, pero tampoco mostró hostilidad.
—Las murallas sostienen al que las merece, Majestad. Y yo aún no sé si usted lo merece.
Un murmullo atravesó la formación como un soplo de viento. Kael no parpadeó.
—Por eso estoy aquí. No vine a pedirles lealtad. Vine a ganármela.
Entonces se giró hacia la tropa. Su voz no fue de rey, sino de bastardo. Pero sonó fuerte, clara, humana:
—Yo no soy hijo del oro ni de la gloria. Mi sangre no fue cantada en salones. Fui criado por el barro y el miedo. Pero si estoy aquí, no es por capricho. Es porque cuando la vieja corte cayó… nadie más quiso cargar el peso del reino. Yo sí.
Silencio.
—No les ofrezco promesas. Les ofrezco verdad. Y si algunO duda… mejor lo diga hoy. Antes de que marchemos juntos hacia batallas que no esperan coronas, sino juramentos.
Una pausa larga. Pesada. Hasta que el comandante Valmor, con tono de trueno en el pecho, se adelantó un paso.
—En ese caso, Majestad… juraremos.
Juramentos de Hierro
Uno a uno, los capitanes de escuadra se acercaron. No besaron la mano. No arrodillaron sus cabezas. Colocaron sus espadas sobre la piedra y pronunciaron el antiguo juramento de hierro:
—“Por la torre rota, por la tierra que me vio sangrar, juro espada y vida al guardián del reino.”
El eco de esas palabras retumbó entre las columnas. Algunos lo dijeron con convicción. Otros, con resignación. Pero todos lo dijeron.
Amelia, desde lo alto del mirador interior, observaba con ojos húmedos y dedos entrelazados. No era orgullo lo que sentía. Era temor. Porque sabía que ese día Kael se convertía, por fin, en algo más que un símbolo. Se convertía en un blanco.
La mesa de los leales
Las antorchas titilaban en el salón de la armería principal, mientras el crepitar del fuego apenas amortiguaba el sonido de las jarras llenándose y las cucharas golpeando platos de madera.
Kael se sentó en el centro de la mesa larga, flanqueado por Rhenar Valmor, Capitana Vessira Noreval —de la caballería de montaña—, Teniente Harl Varek —comandante del ala oeste— y varios otros oficiales de alto rango.
Amelia no se sentó con ellos. Se mantuvo de pie, tras la silla de Kael, en silencio, observando como una sombra elegante. Su presencia sola bastaba para recordar a todos que el trono de Dravena no estaba solo. Que el muchacho era sangre… pero ella era piedra.
—Majestad —dijo el Teniente Varek, un hombre grueso, de mandíbula cuadrada y cejas fruncidas por defecto—. Es admirable que haya querido conocer al ejército. Pero le hablaré con franqueza… —se inclinó un poco hacia adelante—, para muchos aquí, aún es… incierto.
Kael no levantó la voz.
—¿Incierto?
—Un joven sin batallas, sin linaje claro, sin cicatrices que puedan contarse. ¿Cómo espera que soldados curtidos le sigan a muerte?
Un silencio incómodo recorrió la mesa.
Rhenar Valmor dejó su jarra en la madera con un golpe seco.
—Varek, este no es el momento ni el lugar.
—No, comandante —intervino Kael, con voz calmada pero firme—. Que hable. Prefiero una verdad áspera que una mentira bien vestida.
Harl Varek entrecerró los ojos.
—Entonces hablemos claro, Majestad. Mientras usted da discursos y se sienta en consejos, Lord Gaeron Drusk aún conserva casi un tercio de la caballería del norte. Y no ha declarado ni lealtad ni traición. ¿Qué hará si Gaeron marcha sobre Véldamar?
La tensión se espesó como humo de leña verde.
Kael no respondió de inmediato. Solo se giró levemente hacia Amelia. Ella no dijo nada… aún.
Pero la Capitana Vessira, mujer de ojos afilados como su voz, tomó la palabra.
—Gaeron es un lobo que espera ver si la jauría se divide. Si huele miedo… atacará.
Amelia entonces se acercó. Sus pasos no hacían ruido, pero su mirada pesaba como un yelmo sobre cada comandante.
—Gaeron ha reinado en Dravena en las sombras por años. Sin corona. Sin ley. Sin rostro. Y ahora… que el trono tiene nombre y cuerpo… lo desafía.
Miró a Varek directo a los ojos.
—Si usted se considera aún un hombre del reino, su lealtad no debería depender de las cicatrices del rey, sino de su deber.
Varek bajó ligeramente la mirada. Kael aprovechó el silencio para hablar con la claridad de quien ha comprendido algo importante:
—No vine a mendigar su respeto. Vine a mostrar que este trono no se hereda solo por sangre, sino por decisión. Y yo he decidido cargarlo.
Se levantó.
—A cada uno de ustedes les digo esto: si Gaeron quiere volver con ejércitos, que venga. Yo no tendré que gritar para que mi espada hable por mí.
Rhenar asintió, complacido. Vessira sonrió levemente. Varek apretó la mandíbula… pero no respondió.
Amelia colocó suavemente una mano sobre el hombro de Kael.
—El hierro no se dobla con palabras, hijo. Pero hoy, muchos aquí… han sentido su peso.
Encuentro en el camino – Los Yharun
El viento soplaba con sal desde el este, arrastrando el aroma lejano del mar de Lienar mientras el séquito real avanzaba a paso constante por el sendero de grava que cruzaba las Tierras Bajas de Ryn. Kael iba montado en su corcel negro, la capa ondeando como un estandarte de sombra bajo el sol pálido. Acababan de dejar atrás el campamento de Beldarun, donde los comandantes del ejército le ofrecieron lealtades envueltas en lenguaje tenso, como espadas cubiertas en terciopelo.
Pero ahora, el silencio de los bosques cercanos lo rodeaba con otra clase de amenaza: la que no se grita, sino que se intuye.
Fue cerca del desvío hacia la aldea de Vernaleth, en los límites de las provincias del sur, ya en territorio controlado por la Casa Morvend, donde Kael detuvo su caballo.
Un sonido seco. Un quejido. Luego, el crujir de una vara al chocar contra carne y hueso.
—Alto —ordenó con voz grave. Los guardias apenas alcanzaron a frenar cuando él ya descendía de la montura.Entre los árboles, no lejos del camino principal, se alzaba una vieja estructura de almacén convertida en improvisado campo de trabajo. Tres jóvenes —de complexión ágil, piel oscura como madera quemada y ropajes rotos— estaban de rodillas, las manos atadas con soga de cáñamo. Sus rostros estaban cubiertos con máscaras de hueso y madera, partidas, como si alguien hubiese intentado despojarlos también de su dignidad.
—¡¿Qué demonios es esto?! —exclamó Kael, avanzando sin pedir permiso, sin protocolo alguno.
Un capataz, grueso, con barba sucia y actitud desafiante, se giró con un látigo aún húmedo.
—Con el debido respeto, mi señor... son Yharun. Gente salvaje. Llevaban días sin rendir tributo a la hacienda. Son propiedad de la finca.Kael se detuvo en seco.
—¿Propiedad? ¿Desde cuándo en Dravena se permite esclavizar pueblos libres?
—Desde siempre, si no pueden pagar por su tierra o por el alimento que se les da. Son carga. Boca sin pan.
El joven rey miró a los tres chicos. Uno tenía sangre seca en la ceja; otro temblaba sin levantar la vista. Y el tercero, el más pequeño, sostenía la mirada con una furia muda detrás de la máscara partida.
Amelia llegó segundos después, alertada por el súbito desvío. Su mirada cayó en la escena como un cuchillo.
—¿Qué ha pasado aquí?
Kael apretó los puños.
—Esto... esto es lo que ocurre en nuestras rutas. En nuestras aldeas. En nuestras tierras. En nombre de quién.
—De Lady Morvend —susurró uno de los guardias.
Kael respiró hondo.
—Envía un cuervo a Puerto Estrella. Quiero a Lady Alessa Morvend en Véldamar antes del anochecer del tercer día. —Se giró hacia Amelia—. ¿Sabías esto?
—No... —respondió ella, aunque sin sorpresa en los ojos—. Pero no me asombra.
—¿Por qué?
—Porque el reino está muriendo de hambre, Kael. Hay zonas donde el trigo no crece, donde la peste dejó campos vacíos, y donde la única moneda es la carne de quienes no pueden defenderse. Alessa no es malvada... pero tampoco es fuerte.
Kael bajó la mirada hacia los Yharun.
—¿Y los llamamos salvajes?
Tomó un cuchillo de su cinto y, sin ceremonia, cortó las cuerdas de los prisioneros.
—Id. Volved a vuestro bosque.Uno de ellos titubeó, y el más pequeño habló por todos:
—Gracias... rey de la piedra rota.
Kael alzó la vista.
—Que vuestros espíritus caminen libres. Si alguien os vuelve a atar... será un enemigo de mi corona.
Esa noche, en la sala del consejo menor, Amelia lo encontró solo, con el ceño hundido y el mapa del sur desplegado.
—¿Y si pierde la lealtad de Puerto Estrella? —preguntó ella suavemente.
Kael no respondió enseguida. Finalmente dijo:
—Entonces quizá nunca la tuvo.
—Alessa hizo lo que pudo. Lo que creyó necesario. Puedes condenarla, o puedes guiarla.
—La convocaré... pero esta vez no como su rey. Como su juez.
—¿Y qué harás si se niega?
Kael la miró a los ojos.
—Que los vientos de Lienar traigan su respuesta. Pero Dravena ya no se construirá sobre cadenas.
La lluvia golpeaba los ventanales como si quisiera arrancarlos. El eco del trueno llenaba los pasillos de piedra del palacio. Cuando las puertas del salón se abrieron, un viento frío se coló con la figura esbelta de Lady Alessa Morvend, envuelta en un manto azul marino, empapado por el viaje desde las costas de Lienar.
Tenía apenas veintidós años, pero en su mirada se adivinaba el peso de una carga demasiado grande para su edad. Caminó con paso digno, aunque sus botas chorreaban barro en el suelo del salón. No pidió disculpas. No sonrió. Se detuvo ante el trono.
—Majestad. —Hizo una inclinación breve—. Respondí a su llamado con la urgencia que exigía su mensaje.
Kael no le devolvió cortesía alguna. Su voz, seca, cortó el aire: —En tus tierras vi cadenas. En tus tierras vi látigos. Y en tus tierras, Lady Alessa, vi niños Yharun golpeados como bestias.
Un murmullo recorrió a los miembros del consejo presentes: Seris Talen, Ilen Ostar, Hildar Murne, y el inevitable silencio de Naeryn, en las sombras.
Amelia permanecía a un lado, observando, como el filo que aún no se ha desenvainado.
Alessa alzó la barbilla. Sus ojos brillaron, pero no de orgullo. De rabia contenida.
—¿Y qué esperaba encontrar en Lienar, Majestad? ¿Banquetes de abundancia? ¡Mis gentes mueren de hambre! El mar ya no da lo suficiente, las tormentas han destrozado las rutas comerciales, y el Imperio sigue cobrando tributo como si nuestras bodegas rebosaran trigo.—¡Eso no justifica la esclavitud! —gruñó Kael, golpeando el brazo de su trono con la palma.
—¡No los esclavicé! —replicó Alessa, con un hilo de voz que de pronto se quebró en grito—. Los compré. Los alimenté. Sin eso, ya estarían muertos, tirados en las zanjas. ¡No los vi como animales, sino como fuerza para mantener vivo a mi pueblo!
Kael se levantó. Sus pasos resonaron en el salón vacío. Se acercó a ella con la furia en los ojos.
—¿Fuerza? ¿Pan comprado con cadenas? ¿Ese es tu legado, Alessa? ¿Sobrevivir, aunque sea pisoteando lo poco que queda de digno en Dravena?La joven dama lo sostuvo con una mirada temblorosa, pero firme. —¡Mi legado es que mi gente aún respira! Usted tiene un trono y discursos. Yo tengo barcos vacíos y niños llorando. Venga a mi puerto, Majestad, ¡y dígales a las madres que el pan se compra con discursos!
El silencio cayó como cuchillo. Los truenos afuera parecían responder al choque de voces.
Fue Amelia quien habló entonces. Su tono fue suave, pero su filo era nítido:
—Alessa Morvend… entiendes que el rey no puede tolerar que en sus tierras haya cadenas, aunque fueran puestas por desesperación. Si lo permite, perderá no solo a los Yharun, sino también el alma de Dravena.—¿Y si no lo permite? —preguntó Alessa con la voz rota, girando hacia Amelia como si buscara misericordia.
—Entonces perderás a tu pueblo. —La mirada de Amelia no titubeó—. Y cargarás tú sola con su odio.
Alessa tembló. Por un instante, parecía una niña desbordada por un océano demasiado grande. Pero luego, con un esfuerzo visible, enderezó la espalda.
—Entonces… dígame, Majestad. ¿Qué ordenará? ¿Qué debe hacer mi casa?
Kael la observó, la respiración agitada, los ojos aún en llamas. Recordó los rostros de los tres jóvenes Yharun, la mirada desafiante del niño que lo llamó "rey de la piedra rota". Recordó también el hambre en los ojos de los campesinos que había visto semanas atrás.
Y en ese instante comprendió el peso de la corona: no bastaba con señalar culpables. Había que dar respuestas.
—Ordenaré… que el comercio de cuerpos termine. Que ningún Yharun, ni hombre ni mujer de otra tierra, vuelva a ser atado en Dravena. —Su voz retumbó en las paredes, firme como el hierro recién forjado—.
Alessa cerró los ojos, como si la sentencia la atravesara.
—A cambio… —continuó Kael, ahora con tono más grave—, la corona enviará ayuda desde Véldamar: grano, leña, lo poco que tengamos. Pero tu puerto se abrirá. Ningún barco zarpará sin pagar justo impuesto. Y ningún hombre de Morvend volverá a enriquecerse vendiendo hambre disfrazada de cadenas.
Lady Alessa se inclinó, lentamente. Lágrimas se deslizaron, aunque nunca bajó la cabeza en derrota.
—Obedezco, Majestad. Pero que Dravena entienda… que con justicia sola no se alimenta un pueblo.
Kael no respondió. Solo regresó a su trono, con el corazón latiendo como un tambor de guerra.
Amelia, desde el fondo, pensó: Hoy no ganamos. Hoy tampoco perdimos. Hoy simplemente sobrevivimos un día más.