Mundo ficciónIniciar sesiónNunca imaginé que mi virginidad valdría exactamente ciento cincuenta mil coronas de oro, hasta que el martillo golpeó y mi vida dejó de pertenecerme. Adriana Valdés fue subastada como mercancía y comprada por el Rey Inmortal de Valdoria, un hombre que lleva doscientos años consumiendo la vida de sus esposas para sobrevivir a una maldición ancestral. Cuarenta y siete novias antes que ella murieron drenadas hasta convertirse en cáscaras vacías. Adriana debería ser la cuarenta y ocho. Pero ella es diferente. Porta la marca de las brujas Valdés, las únicas capaces de devorar maldiciones. Y en lugar de debilitarse cuando el Rey bebe de ella, Adriana comienza a drenar su poder. Ahora él depende de ella tanto como ella de él, en un peligroso juego de supervivencia donde la línea entre depredador y presa se desdibuja con cada beso robado. Atrapada entre el Rey que debe consumirla y su hijo Damián que jura salvarla, Adriana tiene un mes para decidir: ¿romper la maldición y liberar al monstruo del hombre que podría amar, o convertirse en la reina más poderosa y oscura que Valdoria haya conocido? Algunas maldiciones se rompen. Otras te transforman.
Leer másNunca imaginé que mi virginidad valdría exactamente ciento cincuenta mil coronas de oro, hasta que el martillo golpeó y mi vida dejó de pertenecerme.
El sótano del Mercado Negro de Krílov olía a desesperación y moho, a sangre seca que se había filtrado entre las grietas de las piedras durante décadas. La humedad calaba hasta los huesos de Adriana Valdés mientras permanecía encadenada sobre el estrado de madera carcomida, sus muñecas sangrando donde los grilletes oxidados mordían su carne pálida. Las antorchas proyectaban sombras danzantes sobre las paredes de piedra, convirtiendo los rostros de los compradores en máscaras grotescas de avaricia y lujuria.
Mantenía su espalda erguida a pesar del terror que le estrujaba las entrañas. El orgullo era lo único que le quedaba, y Adriana se aferraba a él como un náufrago a un madero podrido en medio del océano. Su vestido blanco, que alguna vez había sido el de su madre, colgaba desgarrado de su hombro derecho, revelando la marca de nacimiento que llevaba en el omóplato: una luna negra perfecta que parecía latir con vida propia bajo la luz mortecina de las antorchas.
—¡Siguiente lote! —la voz de Gregor "El Carnicero" retumbó en el espacio cerrado como un trueno. El subastador era un hombre obeso cuyo aliento apestaba a tabaco barato y whisky más barato aún. Sus dientes podridos brillaban amarillentos cuando sonreía—. ¡Mercancía premium, señores! Virgen certificada, sangre pura, sin marcas ni enfermedades. ¡Veinticuatro años de edad en su mejor momento!
Los ojos color ámbar de Adriana recorrieron la multitud de compradores enmascarados. Reconoció algunas voces, nobles que habían visitado la casa de su padre en tiempos mejores. Antes de que el bastardo apostara su fortuna en una noche de cartas con el Duque. Antes de que dijera esas palabras que la habían condenado: "Pagaré mi deuda, Duque. Con mi hija."
Su hermano Javier había intentado detenerlo. Le partieron la mandíbula por su valentía.
—¡Diez mil coronas! —gritó un hombre enmascarado desde el fondo. Su voz delataba su linaje noble.
—¡Veinticinco mil! —una mujer envuelta en una capa roja contrarrestó. Adriana conocía ese tono: una madame de burdel de las caras. Su destino sería servir a veinte hombres por noche hasta que su cuerpo se rompiera.
—¡Cincuenta mil! —otra voz, esta vez de una figura encapuchada que permanecía en las sombras.
Las ofertas subían y Adriana sentía cómo su valor como mercancía aumentaba con cada número gritado. Su corazón latía tan fuerte que estaba segura de que todos podían escucharlo. Las lágrimas amenazaban con escapar, pero se mordió el labio inferior hasta que el sabor metálico de su propia sangre inundó su boca. No lloraría. No les daría esa satisfacción.
Entonces, el silencio cayó como una guillotina.
Una voz emergió desde las sombras más profundas del sótano. Profunda, antigua, casi inhumana en su resonancia: —Ciento cincuenta mil coronas de oro.
El aire mismo pareció congelarse. Todas las cabezas se giraron hacia el fondo de la sala, donde una silueta permanecía inmóvil entre las tinieblas. Incluso las antorchas parecieron dejar de crepitar, como si el fuego mismo contuviera el aliento ante esa presencia.
El martillo de Gregor se elevó, tembloroso. Su rostro había perdido todo color.
El primer golpe resonó como una sentencia de muerte. Adriana sintió que su corazón se detenía.
El segundo golpe trajo el rostro de su madre muerta a su memoria, sus labios azules, sus ojos vacíos mirándola desde el ataúd.
El tercer golpe selló su destino: —¡VENDIDA!
Las piernas de Adriana amenazaron con ceder, pero el orgullo la mantuvo de pie. Gregor se acercó, arrastrando su cuerpo obeso por el estrado. Su aliento fétido le golpeó el rostro cuando se inclinó para susurrarle al oído:
—Felicidades, perra. El Rey en persona te ha comprado.
El mundo de Adriana se inclinó en su eje.
El Rey Valentín Drakov. El Inmortal. El Bebedor de Almas. El Rey Sin Piedad. Las historias sobre él eran leyendas susurradas en las tabernas, cuentos con los que se asustaba a los niños. Llevaba doscientos años en el trono de Valdoria, y sus esposas... sus esposas desaparecían misteriosamente cada década.
—Es la cuadragésima octava... —escuchó murmurar a alguien en la audiencia.
—Ninguna dura más de tres meses —respondió otra voz.
—Dicen que bebe su juventud hasta dejarlas secas como pergamino.
Cada palabra era un clavo en su ataúd.
Gregor le arrancó los grilletes con violencia innecesaria. Antes de soltarla completamente, tomó un mechón de su cabello negro azabache y tiró con fuerza, arrancándolo de raíz. Adriana apretó los dientes hasta que su mandíbula dolió, pero no gritó. No le daría ese placer.
—Un recuerdo —dijo Gregor con una sonrisa podrida—. No hagas que te arrastre, perra real.
La sacó a empujones del estrado. Adriana tropezó con otras quince mujeres que también habían sido subastadas esa noche. Una rubia de no más de diecinueve años lloraba desconsoladamente. Una morena de mirada desafiante la observó con algo parecido a la compasión. Una pelirroja rezaba en voz baja, sus labios moviéndose en súplicas silenciosas a dioses que claramente no estaban escuchando.
Todas habían sido compradas por diferentes nobles para diferentes propósitos. Pero solo Adriana iría al palacio.
Solo ella sería la novia número cuarenta y ocho.
Las escaleras de piedra que subían del sótano parecían interminables. Cada paso era una eternidad. Cuando finalmente emergió a la superficie, el aire frío de la madrugada le golpeó los pulmones como una bofetada. La plaza estaba desierta, envuelta en una niebla tan espesa que apenas podía ver sus propias manos. Y entonces lo vio.
El carruaje.
Negro azabache con relieves de plata que brillaban bajo la luz tenue de la luna. El sello real grabado en la puerta: un dragón con una corona de espinas. Las cortinas eran de terciopelo rojo sangre, y cuatro caballos negros con ojos que brillaban de un rojo imposible aguardaban inmóviles, sin siquiera relinchar.
Dos guardias flanqueaban el carruaje. Hombres de más de dos metros de altura enfundados en armaduras negras que no dejaban ver ni un centímetro de piel. No hablaban, no se movían como humanos. Sus gestos eran demasiado precisos, demasiado mecánicos.
Uno de ellos señaló el interior del carruaje con un movimiento que hizo que los vellos de la nuca de Adriana se erizaran.
El interior era lujoso pero inquietante. Los asientos de cuero exhalaban un aroma a sangre vieja que ninguna cantidad de perfume podía disimular. Sobre el asiento descansaba una copa de cristal llena hasta el borde con un líquido rojo que podía ser vino. O podía ser otra cosa.
Y junto a la copa, una nota.
Las manos de Adriana temblaban cuando la tomó. La letra era elegante, casi hermosa, escrita con tinta negra sobre pergamino color marfil:
Adriana Valdés,
Tu deuda ha sido pagada. Tu vida ahora me pertenece.
Llegarás al Palacio Real al amanecer. Serás bañada, vestida y presentada ante mí antes del mediodía.
No intentes huir. No supliques. No llores.
He esperado mucho tiempo por alguien como tú.
— V.D.
Estrujó el papel entre sus dedos, la furia reemplazando momentáneamente al miedo. "¿Alguien como tú?" ¿Qué demonios significaba eso? Miró por la ventana del carruaje hacia las calles vacías de Krílov. Consideró, por un instante de locura, lanzarse del carruaje en movimiento.
Pero entonces el carruaje comenzó a acelerar. Demasiado rápido. Antinatural. Adriana intentó abrir la puerta, pero estaba sellada como si nunca hubiera existido manija alguna. Golpeó la ventana con los puños, gritó hasta que su garganta quedó en carne viva. Los guardias no se giraron. Los caballos no aminoraron el paso.
Estaba atrapada.
Finalmente, cuando sus fuerzas la abandonaron, Adriana se derrumbó en el asiento de cuero que olía a muerte. Las lágrimas que había contenido durante toda la noche finalmente escaparon, calientes y amargas, deslizándose por sus mejillas como promesas rotas. Abrazó sus rodillas contra el pecho y se meció en la oscuridad del carruaje.
—Javier... perdóname por no ser más fuerte —susurró a la nada.
El paisaje cambió fuera de las ventanas. La ciudad quedó atrás, reemplazada por un bosque denso de árboles retorcidos que se elevaban como dedos esqueléticos hacia el cielo. La niebla se arrastraba entre las raíces como una criatura viva. Y la luna... la luna se había tornado de un rojo sangre que hacía que todo pareciera una pesadilla de la que no podía despertar.
Entonces lo vio.
El Palacio Real de Valdoria emergió de la niebla como una bestia dormida. Un castillo de piedra negra con torres puntiagudas que arañaban las nubes. Cientos de ventanas como ojos vacíos, todas oscuras. Todas excepto una en la torre más alta, donde pulsaba una luz roja como un corazón moribundo.
Y sobre las almenas, cientos de cuervos negros. Inmóviles. Silenciosos. Todos con sus ojos fijos en el carruaje que se acercaba. Cuando pasaron bajo ellos, Adriana vio con horror cómo todas esas cabezas se giraban al unísono, siguiendo su progreso con interés antinatural.
Los jardines que rodeaban el palacio estaban muertos. Las fuentes secas. Y las estatuas... Dios, las estatuas. Mujeres de mármol con expresiones de agonía congeladas en sus rostros. ¿Las novias anteriores? Una de ellas tenía su mismo rostro, sus mismos ojos. Era imposible, pero Adriana habría jurado que sus labios de piedra se movieron en una advertencia silenciosa.
El carruaje se detuvo frente a las puertas principales. Hierro negro de diez metros de altura que se abrieron lentamente con un chirrido que sonaba como almas en agonía. El interior era oscuridad absoluta, una boca hambrienta esperando para tragarla.
La puerta del carruaje se abrió sola.
Adriana no vio a nadie afuera, solo sombras que se retorcían y susurraban. Entonces, una voz femenina emergió de esas tinieblas. Dulce como miel envenenada:
—Bienvenida a tu nuevo hogar, novia cuarenta y ocho.
Adriana descendió del carruaje con piernas que apenas la sostenían. Sus pies descalzos tocaron piedra helada. La niebla se disipó brevemente, revelando a una mujer de unos sesenta años vestida completamente de negro. Su cabello gris estaba recogido en un moño tan apretado que estiraba la piel de su rostro. Sus ojos eran chips de hielo, y su sonrisa no llegaba más allá de sus labios delgados.
—Madame Corvina, a tu servicio. Yo preparé a las otras cuarenta y siete.
Y mientras las puertas del palacio se cerraban detrás de ella con un golpe que resonó como campana fúnebre, Adriana supo con certeza absoluta que acababa de entrar en su propia tumba.
Adriana había imaginado muchas formas de perder su virginidad, pero nunca mientras una daga de plata quemaba contra su muslo y el vínculo de sangre transmitía cada latido hambriento del corazón del hombre que debía matarla.Las puertas de los aposentos del Rey se cerraron tras ellos con un susurro que sonó como el último suspiro de las cuarenta y siete novias que habían cruzado ese umbral antes que ella. La habitación estaba iluminada por cientos de velas rojas que proyectaban sombras danzantes sobre las paredes de piedra negra, creando la ilusión de que el lugar respiraba con vida propia. La cama inmensa dominaba el centro de la habitación, su dosel de terciopelo negro cayendo como cortinas de medianoche, las sábanas de seda tan oscuras que parecían absorber la luz. Pétalos de rosa negra cubrían el suelo de mármol como gotas de sangre seca, crujiendo bajo los pies descalzos de Adriana con cada paso que daba.El aire estaba cargado con el aroma a sándalo y vino especiado, pero debajo
El vestido de novia pesaba como un sudario, y Adriana sabía que muy probablemente lo era.La habitación circular estaba forrada de espejos que multiplicaban su reflejo hasta el infinito: cientos de Adrianas vestidas de blanco, todas condenadas, todas caminando hacia su muerte. El vestido era una reliquia antigua, con encaje que había amarilleado con el tiempo y bordados de plata que alguna vez debieron brillar pero ahora parecían hebras de telaraña. La tela olía a naftalina y algo más oscuro, más orgánico. Muerte preservada.Las sirvientas trabajaban en silencio sepulcral, sus manos frías y eficientes mientras trenzaban el cabello negro de Adriana con perlas negras que parecían lágrimas solidificadas. Liora estaba entre ellas, sus ojos verdes brillantes de tristeza contenida mientras pintaba los labios de Adriana de rojo sangre. El color era demasiado vívido, demasiado parecido a las manchas que Adriana había notado en el dobladillo del vestido.Madame Corvina supervisaba desde su tro
Despertó en una habitación diferente. Más grande. Más oscura. Decorada completamente en negro y rojo, con una cama tan inmensa que podría haber sido un altar. Las sábanas de seda brillaban bajo la luz de cientos de velas rojas, y el aire olía a sándalo y algo más oscuro.Estaba en los aposentos del Rey.—Despierta, Adriana —su voz era terciopelo y acero.Ella abrió los ojos y lo encontró sentado en el borde de la cama, observándola con expresión indescifrable. Su túnica negra estaba parcialmente desabrochada, revelando piel pálida y musculatura definida marcada con cicatrices antiguas.—¿Te besó? —preguntó sin preámbulos.Adriana no respondió. No confiaba en su voz.Los dedos del Rey atraparon su mentón, firmes pero no dolorosos, obligándola a mirarlo a los ojos.—Puedo oler su saliva en tu boca —sus ojos rojos ardieron con celos tan antiguos que dolían verlos—. Mi propio hijo intentó robarte de mí.—No soy tuya para ser robada —Adriana encontró su voz.—¿No? —una sonrisa cruel curvó
Adriana despertó en una cama que no era suya, en un palacio que sería su tumba, con el sabor de dos hombres diferentes todavía ardiendo en sus labios.La luz del amanecer se filtraba a través de cortinas de terciopelo rojo, pintando la habitación circular con tonos carmesí que le recordaron demasiado a la sangre. La cama con dosel en la que había dormido era tan grande que podría haber contenido a cuatro personas, y las sábanas de seda susurraban contra su piel cada vez que se movía. Desde la ventana se veían los jardines del palacio: estatuas de mujeres congeladas en agonía eterna, fuentes secas, rosales muertos que se aferraban a la vida como garras esqueléticas.Su cuerpo dolía de maneras extrañas. No era dolor físico exactamente, sino algo más profundo, como si cada célula de su ser hubiera sido reordenada durante la noche. Se incorporó lentamente, y el movimiento hizo que el camisón blanco que alguien le había puesto resbalara de su hombro, revelando piel pálida marcada por dos p
Madame Corvina tenía los ojos más fríos que Adriana había visto jamás, y eso incluía al subastador que había vendido su virginidad como si fuera ganado.El vestíbulo del palacio se extendía como las fauces de una bestia hambrienta. Candelabros de hierro sostenían velas negras que proyectaban sombras danzantes sobre el mármol negro con vetas rojas. Adriana siguió a Corvina por pasillos interminables, sus pies descalzos helándose contra la piedra mientras docenas de retratos la observaban desde las paredes.Mujeres hermosas vestidas de novia. Todas muertas.—Las cuarenta y siete que vinieron antes que tú —dijo Corvina sin voltear, como si pudiera leer sus pensamientos—. Ninguna vivió más de catorce meses. La mayoría no llegó a los seis.Adriana se detuvo frente a un retrato. La mujer era idéntica a ella: mismo cabello negro, mismos ojos ámbar. La placa dorada decía: Helena Valdés, 1825-1825.Tres meses. Solo había durado tres meses.—¿Valdés? —susurró Adriana.—Tu ancestro, probablement
Nunca imaginé que mi virginidad valdría exactamente ciento cincuenta mil coronas de oro, hasta que el martillo golpeó y mi vida dejó de pertenecerme.El sótano del Mercado Negro de Krílov olía a desesperación y moho, a sangre seca que se había filtrado entre las grietas de las piedras durante décadas. La humedad calaba hasta los huesos de Adriana Valdés mientras permanecía encadenada sobre el estrado de madera carcomida, sus muñecas sangrando donde los grilletes oxidados mordían su carne pálida. Las antorchas proyectaban sombras danzantes sobre las paredes de piedra, convirtiendo los rostros de los compradores en máscaras grotescas de avaricia y lujuria.Mantenía su espalda erguida a pesar del terror que le estrujaba las entrañas. El orgullo era lo único que le quedaba, y Adriana se aferraba a él como un náufrago a un madero podrido en medio del océano. Su vestido blanco, que alguna vez había sido el de su madre, colgaba desgarrado de su hombro derecho, revelando la marca de nacimient
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