4

Despertó en una habitación diferente. Más grande. Más oscura. Decorada completamente en negro y rojo, con una cama tan inmensa que podría haber sido un altar. Las sábanas de seda brillaban bajo la luz de cientos de velas rojas, y el aire olía a sándalo y algo más oscuro.

Estaba en los aposentos del Rey.

—Despierta, Adriana —su voz era terciopelo y acero.

Ella abrió los ojos y lo encontró sentado en el borde de la cama, observándola con expresión indescifrable. Su túnica negra estaba parcialmente desabrochada, revelando piel pálida y musculatura definida marcada con cicatrices antiguas.

—¿Te besó? —preguntó sin preámbulos.

Adriana no respondió. No confiaba en su voz.

Los dedos del Rey atraparon su mentón, firmes pero no dolorosos, obligándola a mirarlo a los ojos.

—Puedo oler su saliva en tu boca —sus ojos rojos ardieron con celos tan antiguos que dolían verlos—. Mi propio hijo intentó robarte de mí.

—No soy tuya para ser robada —Adriana encontró su voz.

—¿No? —una sonrisa cruel curvó sus labios perfectos—. ¿Y si lo hizo? ¿Qué importa? De todas formas me matarás.

El Rey la acorraló contra el cabecero de la cama con un movimiento fluido, sus manos a ambos lados de su cabeza, creando una jaula de carne y poder.

—No voy a matarte —su voz bajó hasta convertirse en ronroneo peligroso—. Voy a hacerte mía eternamente. Vas a llevar mi marca no solo en tu cuello, sino en cada centímetro de tu alma.

Adriana debería haber sentido terror. Pero lo que sintió fue algo mucho más complicado. Porque cuando el Rey la miraba así, con esa intensidad que prometía consumir el mundo entero, ella veía más allá del monstruo.

Veía al hombre que había sido. Al hombre que aún luchaba por existir bajo doscientos años de maldición.

—En doscientos años —susurró él, su frente casi tocando la de ella—, ninguna me ha resistido como tú. Ninguna me ha debilitado como tú.

Su voz se quebró ligeramente en la última palabra.

—Y ninguna me ha hecho sentir... vivo.

Rozó su frente con la de Adriana en un gesto tan tierno que le robó el aliento. Era tan diferente del monstruo que había esperado encontrar. Tan devastadoramente humano en su vulnerabilidad.

—No quiero consumirte, Adriana —confesó—. Pero la maldición no me da opción. Cada diez años, debo tomar esposa y drenarla o me desintegraré en agonía que haría que el infierno pareciera misericordia.

—¿Alguna vez intentaste romperla? —preguntó Adriana en voz baja.

—Durante los primeros cien años no hice otra cosa —una risa amarga escapó de sus labios—. Busqué brujas, hechiceros, chamanes. Intenté suicidarme de mil formas diferentes. La maldición me trajo de vuelta cada vez. Después del año ciento cincuenta... me rendí.

Adriana vio entonces lo que nadie más había visto en doscientos años. Vio el cansancio. La desesperación. La soledad tan vasta que no tenía fondo. Este hombre había visto imperios caer, había sobrevivido a generaciones enteras, había perdido todo excepto su maldición.

Y algo en su pecho se quebró.

—Valentín —susurró su nombre por primera vez, sin título, sin formalidad.

Sus ojos rojos se clavaron en los de ella, sorprendidos de escuchar su nombre pronunciado con algo parecido a la ternura.

Y entonces él la besó.

No fue como el beso desesperado de Damián. No fue hambre o reclamo territorial. Fue súplica. Una pregunta silenciosa envuelta en contacto de labios: ¿Puedes ver al hombre que fui? ¿Puedes amarme a pesar del monstruo en que me he convertido?

Y Adriana, contra toda lógica, contra toda razón, respondió.

Sus manos se hundieron en el cabello negro del Rey, sus dedos enredándose en hebras de seda oscura mientras profundizaba el beso. Él gimió contra su boca, un sonido tan lleno de alivio y anhelo que hizo que algo se retorciera en el pecho de Adriana.

Las puertas se abrieron de golpe.

Damián estaba parado en el umbral, con armadura de combate y espada desenvainada. Pero fue su expresión lo que destrozó a Adriana. Traición. Dolor tan profundo que parecía físico.

—Así que elegiste —su voz era hielo.

—Damián, espera— —Adriana empujó al Rey, intentó levantarse.

Pero Damián ya se había ido, desapareciendo en las sombras del pasillo.

Adriana empujó al Rey con fuerza y corrió hacia la puerta.

—¡No elegí nada!

Pero antes de que pudiera cruzar el umbral, cadenas invisibles la atraparon. Magia pura solidificada en ataduras que la arrastraron de vuelta a los brazos del Rey.

—Déjame ir —luchó contra las cadenas.

—La ceremonia es en tres horas —dijo el Rey, y su voz había perdido toda calidez anterior—. Después de eso, no importará a quién beses. Serás mía ante los ojos de Valdoria y los dioses.

Como conjurada por sus palabras, Madame Corvina apareció en la puerta con su séquito de sirvientas de ojos vacíos.

—Es hora de preparar a la novia, Majestad.

Adriana luchó, pero las cadenas mágicas eran inquebrantables. El Rey la soltó, permitiendo que las sirvientas la arrastraran.

—Perdóname, Adriana —dijo mientras la alejaban—. Por lo que estoy a punto de hacerte.

Y mientras las sirvientas la llevaban hacia su destino, Adriana sintió la marca en su espalda pulsar con advertencia tan violenta que dolió. En tres horas sería la esposa del Rey Inmortal. Y en algún momento de esa noche, una de dos cosas sucedería: él la consumiría hasta matarla, o ella lo devoraría hasta liberarlo.

No había tercera opción.

Excepto que, mientras las puertas de los aposentos del Rey se cerraban tras ella, Adriana juró que encontraría una.

Aunque le costara su alma encontrarla.

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