Mundo ficciónIniciar sesiónMadame Corvina tenía los ojos más fríos que Adriana había visto jamás, y eso incluía al subastador que había vendido su virginidad como si fuera ganado.
El vestíbulo del palacio se extendía como las fauces de una bestia hambrienta. Candelabros de hierro sostenían velas negras que proyectaban sombras danzantes sobre el mármol negro con vetas rojas. Adriana siguió a Corvina por pasillos interminables, sus pies descalzos helándose contra la piedra mientras docenas de retratos la observaban desde las paredes.
Mujeres hermosas vestidas de novia. Todas muertas.
—Las cuarenta y siete que vinieron antes que tú —dijo Corvina sin voltear, como si pudiera leer sus pensamientos—. Ninguna vivió más de catorce meses. La mayoría no llegó a los seis.
Adriana se detuvo frente a un retrato. La mujer era idéntica a ella: mismo cabello negro, mismos ojos ámbar. La placa dorada decía: Helena Valdés, 1825-1825.
Tres meses. Solo había durado tres meses.
—¿Valdés? —susurró Adriana.
—Tu ancestro, probablemente —Corvina continuó caminando—. El Rey tiene debilidad por cierta sangre. Siempre regresa a la misma fuente.
Llegaron a una sala circular donde una bañera de mármol negro humeaba con agua que olía a rosas muertas y cobre. Sangre. Cuatro sirvientas de ojos vacíos aparecieron de las sombras y, antes de que Adriana pudiera protestar, le arrancaron el vestido desgarrado.
La humillación ardió en sus mejillas mientras Corvina la inspeccionaba como ganado.
—Piel sin marcas. Caderas anchas. Ojos extraordinarios —murmuró, hasta que sus dedos rozaron la marca de luna en el omóplato de Adriana—. ¿Qué es esto?
—Una marca de nacimiento —Adriana intentó sonar firme.
Corvina llamó a una sirvienta anciana que palideció al verla.
—Luna Negra de Sangre —susurró la anciana en un idioma gutural—. Solo las brujas Valdés...
—Imposible —cortó Corvina—. Esa línea fue exterminada.
Pero el miedo en sus ojos decía otra cosa.
La sumergieron en el agua hirviente mezclada con sangre. Adriana gritó, luchó, pero era inútil. Bajo la superficie escuchó voces que susurraban: "Únete a nosotras... cuarenta y ocho... únete a nosotras..."
Cuando la sacaron, tosiendo y escupiendo líquido rojizo, su reflejo en el espejo parecía diferente. Sus ojos brillaban con una intensidad que no había estado ahí antes.
Corvina recitó las reglas mientras la vestían con un traje de novia antiguo que raspaba su piel: nunca huir, nunca gritar, nunca negarse, nunca preguntar, nunca confiar. Cuando Adriana preguntó sobre la maldición, la bofetada de Corvina le partió el labio.
—Esa pregunta te acaba de costar —siseó la anciana.
Un grito desgarrador resonó desde la torre este. Adriana se congeló.
—¿Qué fue eso?
—Hay cuarenta y siete alguienes ahí arriba —dijo Corvina, agarrándola dolorosamente del brazo—. Y pronto serán cuarenta y ocho.
Entonces, las puertas se abrieron.
Y el mundo de Adriana se detuvo.
El hombre que entró no caminaba. Se deslizaba, como si la gravedad misma se inclinara ante él. Alto, quizás de metro noventa, con una presencia que llenaba la habitación hasta hacer que el aire se volviera denso, irrespirable. Vestía completamente de negro: una túnica de terciopelo con bordados de plata que parecían moverse bajo la luz de las velas como serpientes vivas.
Pero era su rostro lo que robó el aliento de Adriana.
Devastadoramente hermoso de una forma que no debería ser posible. Rasgos cincelados como si hubieran sido esculpidos por un artista obsesionado con la perfección: pómulos altos, mandíbula marcada, labios sensuales que ahora se curvaban en algo que no era exactamente una sonrisa. Su cabello era negro como ala de cuervo, largo hasta los hombros, y caía sobre su rostro en ondas que pedían ser tocadas.
Pero eran sus ojos lo que la aterrorizó.
Rojos. No marrones rojizos o avellana con tintes. Rojos como rubíes, como sangre fresca, como fuego del infierno. Y cuando se posaron sobre Adriana, ella sintió que la atravesaban, que leían cada secreto grabado en su alma.
—Así que tú eres la cuarenta y ocho —su voz era terciopelo oscuro deslizándose sobre piel desnuda, profunda y resonante de una manera que hizo vibrar algo en el pecho de Adriana—. Adriana Valdés.
La forma en que dijo su nombre hizo que su cuerpo reaccionara de maneras que su mente rechazaba. Un calor líquido se extendió por su bajo vientre, y Adriana tuvo que apretar los muslos para contenerlo.
No, gritó su mente. Esto está mal. Es un monstruo.
Pero su cuerpo no escuchaba.
Corvina cayó en una reverencia tan profunda que su frente casi tocó el suelo.
—Majestad. Está lista para usted.
—Déjanos —ordenó el Rey sin apartar la mirada de Adriana.
Las sirvientas desaparecieron como humo. Corvina vaciló un segundo antes de salir, cerrando las puertas tras ella con un eco que sonó como el sello de una tumba.
Estaban solos.
El Rey se movió hacia ella con pasos lentos, deliberados, como depredador saboreando la caza. Adriana retrocedió instintivamente hasta que su espalda chocó con la pared fría. No había escapatoria.
—No tengas miedo —murmuró él, aunque la sonrisa en sus labios sugería que disfrutaba exactamente de su miedo—. Todavía no.
Se detuvo a centímetros de ella. Era tan alto que Adriana tenía que inclinar la cabeza hacia atrás para mirarlo. El calor que emanaba de su cuerpo era antinatural, como si un fuego ardiera bajo su piel. Olía a sándalo, a humo y a algo metálico que ella reconoció como sangre.
—Ciento cincuenta mil coronas de oro —dijo, levantando una mano para rozar su mejilla con el dorso de sus dedos—. Pagué más por ti que por cualquier otra. ¿Sabes por qué?
Adriana no podía hablar. Su garganta se había cerrado completamente.
—Por esto —sus dedos bajaron por su cuello, su hombro, hasta trazar la marca de luna en su espalda expuesta. Su toque era fuego y hielo a la vez, quemando su piel de maneras que no debería sentirse bien pero sí lo hacía—. Luna Negra de Sangre. No he visto una en doscientos años.
—No sé de qué hablas —logró decir Adriana, su voz apenas un susurro.
El Rey se inclinó hasta que sus labios rozaron su oreja.
—Mientes —susurró, y su aliento cálido envió escalofríos por toda su columna—. Puedo saborear la magia dormida en tu sangre. Dulce. Antigua. Poderosa.
Su lengua rozó el lóbulo de su oreja y Adriana jadeó involuntariamente. El sonido pareció complacerlo porque sintió su sonrisa contra su piel.
—Las otras cuarenta y siete fueron... aperitivos —continuó, su voz bajando una octava hasta convertirse en un ronroneo oscuro—. Pero tú, Adriana Valdés, tú serás un festín.
Sus labios bajaron por su cuello, dejando un rastro de besos que quemaban. Adriana sabía que debía empujarlo, resistirse, pero su cuerpo se había convertido en traidor. Sus manos, que deberían estar luchando, se aferraron a la tela de su túnica. Sus rodillas amenazaban con ceder.
—Mírame —ordenó.
Y Adriana obedeció.
Sus ojos rojos brillaban con algo más oscuro que el deseo. Hambre. Hambre primordial y antigua que había consumido cuarenta y siete vidas antes que la suya.
—Voy a consumirte —dijo con brutal honestidad—. Lenta, deliciosamente. Beberé tu juventud, tu fuerza, tu esencia hasta que no quede nada. Pero antes...
Su pulgar rozó el labio inferior de Adriana, partido y sangrando todavía por la bofetada de Corvina.
—Antes, vas a amarme. Tan profundamente que rogarás por darme todo. Incluso tu vida.
—Nunca —Adriana encontró su voz, su orgullo herido despertando algo de resistencia—. Nunca te amaré.
La sonrisa del Rey se ensanchó, revelando dientes que eran ligeramente más afilados de lo normal.
—Eso dijeron todas —se apartó, dejando el cuerpo de Adriana frío y confundido por su ausencia—. Y todas mintieron. La maldición se asegura de ello.
Caminó hacia la ventana, sus movimientos gráciles como los de un felino.
—En tres días serás mía oficialmente. Habrá una ceremonia. El reino entero vendrá a celebrar nuestra unión —su voz goteaba ironía—. Y esa noche, en mi cama, comenzará tu descenso.
Se giró para mirarla, y Adriana vio algo en sus ojos que la heló. No solo hambre. Soledad. Una soledad tan vasta y antigua que no tenía nombre.
—Pero esta noche —continuó—, esta noche solo quiero... probarte.
Antes de que Adriana pudiera procesar sus palabras, él estaba frente a ella nuevamente. Su mano agarró su nuca con firmeza posesiva, inclinando su cabeza hacia atrás. Sus labios descendieron sobre su cuello, justo donde su pulso latía salvajemente.
Y mordió.
No fue violento. Fue casi tierno. Pero Adriana sintió el pinchazo de algo afilado perforando su piel, y luego una succión que hizo que sus rodillas cedieran. El Rey la sostuvo contra él mientras bebía, y con cada trago, Adriana sintió algo más que sangre abandonar su cuerpo.
Sintió su fuerza vital, su energía, su esencia misma siendo drenada.
Pero lo más aterrador era que se sentía... bien. Eufórico. Como si cada célula de su cuerpo cantara en éxtasis mientras él la consumía.
Sus manos se aferraron a él, sin saber si empujarlo o acercarlo más.
Entonces, tan repentinamente como comenzó, el Rey se apartó.
Adriana cayó contra la pared, mareada, su visión borrosa. Vio que él se llevaba una mano a la boca, y cuando la apartó, sus labios estaban manchados de rojo.
Su sangre.
Pero había algo más. El Rey estaba pálido, casi gris. Se tambaleó ligeramente, agarrándose del borde de la bañera de mármol para mantener el equilibrio.
—Imposible —murmuró, mirándola con algo que parecía shock—. Tú... tú me estás drenando a mí.
Adriana no entendía qué estaba pasando. Solo sabía que cada vez que su visión se aclaraba, veía al Rey debilitarse. Como si ella hubiera tomado algo de él en lugar de al revés.
La marca en su espalda ardía como hierro candente.
—¿Qué eres? —susurró él, y por primera vez, Adriana escuchó algo parecido al miedo en su voz.
Antes de que cualquiera pudiera responder, las puertas se abrieron de golpe.
Un hombre joven entró como tormenta, con cabello negro y ojos grises furiosos. Vestía armadura de combate y una capa carmesí, y la espada en su cinturón brillaba con luz propia.
—Apártate de ella —su voz retumbó en la sala como trueno.
El Rey se enderezó, recuperando su compostura, pero Adriana notó que aún se aferraba al mármol.
—Damián —dijo con voz tensa—. Qué inapropiado.
—¿Inapropiado? —el recién llegado, Damián, se acercó con pasos furiosos—. ¿Como drenar a tu nueva novia antes de la ceremonia? ¿Como la drenaste a mi madre?
El silencio que siguió era tan denso que podía cortarse.
—Hijo mío —dijo el Rey con peligrosa calma—, estás interfiriendo en asuntos que no te conciernen.
—Me concierne cuando puedo sentir tu maldición pulsando a través del palacio —Damián se colocó entre Adriana y el Rey—. Estás débil. Ella te está debilitando.
Los ojos del Rey se estrecharon.
—Sal. Ahora.
—No —Damián se mantuvo firme—. No hasta que entiendas lo que tienes entre manos. Ella no es como las otras. Puede verte morir, padre. O puede salvarte.
El Rey rio, un sonido sin humor.
—¿Salvarme? Hijo, he estado muriendo durante doscientos años. Es un poco tarde para salvación.
—Entonces déjala ir —suplicó Damián, y Adriana vio dolor genuino en su rostro—. Si realmente hay algo de humanidad que quede en ti, déjala ir.
Por un momento, algo pasó por el rostro del Rey. Algo que podría haber sido arrepentimiento. Pero se desvaneció tan rápido como apareció.
—En tres días será mi esposa —dijo con finalidad—. Y nada cambiará eso.
Se giró hacia Adriana una última vez, y ella vio la complejidad en esos ojos rojos: hambre, fascinación, miedo, y algo más oscuro que no podía nombrar.
—Descansa, Adriana Valdés —dijo suavemente—. Porque en tres días, tu vida tal como la conoces terminará. Y comenzará algo... extraordinario.
Salió de la sala con pasos que ya no se tambaleaban, dejando solo el eco de su presencia.
Damián se giró hacia Adriana, y por primera vez ella vio su rostro completamente. Era devastadoramente hermoso, como su padre, pero con ojos grises en lugar de rojos. Ojos que la miraban con una mezcla de lástima y algo más.
—Tres días —susurró—. Tienes tres días para despertar tus poderes o morirás como mi madre.
—No sé de qué hablas —Adriana apenas podía mantenerse en pie.
Damián se acercó, atrapando su rostro entre sus manos con una ternura que contrastaba con la intensidad de su mirada.
—Entonces aprenderás —dijo—. Porque voy a asegurarme de que sobrevivas. Incluso si eso significa destruir a mi propio padre.
Y antes de que Adriana pudiera responder, la besó.
No fue como el mordisco del Rey. Fue desesperación y promesa, una súplica silenciosa envuelta en contacto de labios. Cuando se apartó, Adriana estaba temblando por razones completamente diferentes.
—Tres días —repitió Damián—. Y entonces elegirás: él o yo. Muerte o salvación.
Salió dejando a Adriana sola en la sala circular, con el sabor de dos hombres en sus labios y tres días hasta que su vida terminara.
O comenzara de verdad.







