Adriana despertó en una cama que no era suya, en un palacio que sería su tumba, con el sabor de dos hombres diferentes todavía ardiendo en sus labios.La luz del amanecer se filtraba a través de cortinas de terciopelo rojo, pintando la habitación circular con tonos carmesí que le recordaron demasiado a la sangre. La cama con dosel en la que había dormido era tan grande que podría haber contenido a cuatro personas, y las sábanas de seda susurraban contra su piel cada vez que se movía. Desde la ventana se veían los jardines del palacio: estatuas de mujeres congeladas en agonía eterna, fuentes secas, rosales muertos que se aferraban a la vida como garras esqueléticas.Su cuerpo dolía de maneras extrañas. No era dolor físico exactamente, sino algo más profundo, como si cada célula de su ser hubiera sido reordenada durante la noche. Se incorporó lentamente, y el movimiento hizo que el camisón blanco que alguien le había puesto resbalara de su hombro, revelando piel pálida marcada por dos p
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