Mundo ficciónIniciar sesiónAdriana había imaginado muchas formas de perder su virginidad, pero nunca mientras una daga de plata quemaba contra su muslo y el vínculo de sangre transmitía cada latido hambriento del corazón del hombre que debía matarla.
Las puertas de los aposentos del Rey se cerraron tras ellos con un susurro que sonó como el último suspiro de las cuarenta y siete novias que habían cruzado ese umbral antes que ella. La habitación estaba iluminada por cientos de velas rojas que proyectaban sombras danzantes sobre las paredes de piedra negra, creando la ilusión de que el lugar respiraba con vida propia. La cama inmensa dominaba el centro de la habitación, su dosel de terciopelo negro cayendo como cortinas de medianoche, las sábanas de seda tan oscuras que parecían absorber la luz. Pétalos de rosa negra cubrían el suelo de mármol como gotas de sangre seca, crujiendo bajo los pies descalzos de Adriana con cada paso que daba.
El aire estaba cargado con el aroma a sándalo y vino especiado, pero debajo de esos olores yacía algo más oscuro, más orgánico. Sangre. El olor metálico era tan sutil que Adriana no estaba segura de si era real o si su mente lo conjuraba, recordándole las cuarenta y siete muertes que habían ocurrido en esta misma habitación.
Las ventanas estaban abiertas de par en par, permitiendo que la brisa nocturna entrara con dedos helados. La luna llena colgaba en el cielo como una herida abierta, roja como rubí, bañando todo con luz carmesí que hacía que el mundo pareciera estar sumergido en sangre.
El Rey levantó su mano y trazó un símbolo en el aire. Runas brillantes aparecieron en el marco de la puerta, pulsando con luz azul pálido antes de desvanecerse. El sonido de una cerradura invisible haciendo clic resonó en el silencio.
—Nadie puede entrar —dijo con voz baja, casi un susurro—. Ni siquiera Damián.
Adriana sintió el peso de esas palabras asentarse sobre sus hombros como manto de plomo. Estaba completamente sola con él. Sin escape. Sin salvación.
Valentín se quitó la corona de espinas de plata con movimiento lento, casi reverente. Era la primera vez que Adriana lo veía sin ella, y la diferencia era devastadora. Sin la corona, parecía menos rey y más hombre, sus rasgos suavizándose de forma que hacía que su belleza antinatural fuera aún más peligrosa. Una cicatriz delgada cruzaba su frente, apenas visible, con el mismo tono plateado que las runas que acababa de trazar. La marca de la maldición original.
—En doscientos años —dijo, dejando la corona sobre una mesa de ébano—, nunca he temido una noche de bodas.
Se giró para mirarla, y sus ojos rojos capturaron la luz de las velas como brasas vivas.
—Hasta ahora.
Se acercó con pasos medidos, como depredador que no quería asustar a su presa antes de tiempo. Cada movimiento era gracia líquida, poder contenido bajo control absoluto. Adriana retrocedió instintivamente hasta que su espalda tocó uno de los postes de la cama. Su mano se deslizó bajo la falda de su vestido de novia manchado, los dedos rozando el metal frío de la daga escondida en su liga.
El Rey se detuvo a medio paso.
—Sé que llevas arma —dijo, y no había acusación en su voz, solo una tristeza profunda que hizo que algo se retorciera en el pecho de Adriana—. Puedo sentir tu decisión a través del vínculo. El peso de la elección. El filo de la hoja.
Dio otro paso, más cerca ahora, lo suficientemente cerca para que Adriana pudiera ver las motas doradas en sus iris rojos, ver cómo su pecho subía y bajaba con respiración que parecía costarle esfuerzo mantener controlada.
—Si vas a usarla, hazlo antes de que te toque —susurró—. Porque después... no estoy seguro de poder detenerme.
Entonces hizo algo que robó el aliento de Adriana por completo.
Se arrodilló.
El Rey Valentín Drakov, el Inmortal, el Bebedor de Almas, el monarca que había gobernado Valdoria durante doscientos años, se arrodilló ante ella como si fuera una diosa y él un simple mortal buscando absolución.
—He tomado a cuarenta y siete mujeres en esta cama —su voz se quebró ligeramente, y Adriana vio algo que nunca había imaginado ver: una lágrima, singular y brillante como diamante, rodando por su mejilla pálida—. Algunas con violencia porque la maldición me enloquecía de hambre. Otras con manipulación porque había aprendido que las palabras dulces dolían menos que las cadenas.
Levantó la mirada hacia ella, y Adriana vio siglos de dolor condensados en esos ojos que no deberían ser capaces de llorar.
—Todas murieron eventualmente. Algunas rápido, como misericordia. Otras lento, como tortura. Pero nunca, jamás, quise a ninguna como te quiero a ti.
Las palabras cayeron sobre Adriana como piedras, cada una más pesada que la anterior. Su mano tembló sobre la daga. Una parte de ella, la parte racional que había sobrevivido a la subasta y al primer mordisco, le gritaba que la usara ahora. Que lo matara mientras estaba vulnerable, mientras sus defensas estaban bajas.
Pero otra parte, la parte que había visto su humanidad enterrada bajo doscientos años de monstruosidad, la parte que había sentido su desesperación a través del vínculo de sangre, esa parte no podía moverse.
Adriana sacó la daga.
El Rey cerró los ojos, aceptando su destino. Su cuerpo se relajó como si la muerte fuera un alivio largamente esperado.
Ella levantó la hoja. La luz de las velas bailó sobre el metal de plata pura, proyectando destellos que parecían relámpagos congelados.
Y la clavó profundamente en el cabecero de madera de la cama, justo sobre su cabeza.
Los ojos del Rey se abrieron de golpe, rojos y sorprendidos.
—No esta noche —dijo Adriana, su voz más firme de lo que se sentía—. Pero si me lastimas, si me conviertes en lo que fueron las otras cuarenta y siete... la usaré.
Algo pasó por el rostro del Rey. Alivio. Gratitud. Y deseo tan intenso que hizo que el aire entre ellos se calentara como si estuvieran parados demasiado cerca de una hoguera.
Se puso de pie con fluidez sobrenatural y, antes de que Adriana pudiera prepararse, la tomó en sus brazos y la besó con una ferocidad que le robó todo pensamiento coherente. No fue el beso de súplica de la ceremonia. Fue reclamo. Fue promesa. Fue advertencia.
Sus manos encontraron los cordones del vestido de novia manchado, desatando cada uno con lentitud deliberada que se sentía como tortura. Con cada cinta que soltaba, murmuraba promesas contra su piel:
—No te lastimaré más de lo necesario.
Otro cordón.
—Dime si quieres que me detenga.
Otro más.
—Aunque me mate hacerlo.
El vestido cayó al suelo como nieve sucia, y Adriana quedó expuesta bajo la luz roja de la luna. El Rey se apartó lo suficiente para mirarla, sus ojos recorriendo cada centímetro de su cuerpo con hambre que era tanto apreciación como necesidad. Luego se quitó su propia túnica ceremonial, revelando un torso que hizo que Adriana jadeara.
Cicatrices. Cientos de ellas. Marcando su piel pálida como mapa de dolor: líneas delgadas de cortes precisos, marcas irregulares de quemaduras, hendiduras profundas de heridas de espada. Cada una contaba una historia de intento de suicidio fallido, de desesperación tan profunda que había buscado la muerte de mil formas diferentes solo para ser traído de vuelta por la maldición una y otra vez.
—Doscientos años intentando morir —dijo simplemente, viendo cómo ella estudiaba las marcas en su carne.
Adriana extendió la mano, sus dedos rozando una cicatriz particularmente fea sobre su corazón. Bajo su palma, sintió el latido imposible, el pulso que no debería existir después de tantos intentos de detenerlo.
—¿Cuándo dejaste de intentar? —susurró.
—Hace cien años —respondió él, cubriendo su mano con la suya—. Cuando entendí que la maldición no me dejaría ir hasta que hubiera pagado completamente por mi crimen.
La levantó con facilidad que hizo obvio su poder sobrenatural y la recostó sobre las sábanas de seda negra que se sentían como agua fría contra su piel caliente. Se colocó sobre ella, soportando su peso en sus antebrazos para no aplastarla, y comenzó un asalto sensorial que hizo que cada nervio de Adriana se encendiera.
Besó su cuello, evitando cuidadosamente las marcas de mordida que ya había dejado. Bajó por su clavícula, sus labios trazando el contorno de sus huesos con reverencia que contrastaba violentamente con el hambre que Adriana podía sentir pulsando a través del vínculo. Tomó uno de sus senos en su boca, su lengua jugando con el pezón hasta que Adriana arqueó la espalda, sin poder contener el gemido que escapó de sus labios.
Su mano descendió por su estómago, dedos trazando patrones en su piel que parecían arder con magia. Cuando alcanzó el centro de su feminidad, Adriana se tensó involuntariamente.
—Relájate —murmuró contra su piel—. Puedo sentir lo que sientes. Sé exactamente dónde tocarte.
Y era verdad. El vínculo de sangre amplificaba cada sensación, creando un ciclo de retroalimentación donde el placer de ella alimentaba el de él y viceversa. Cuando sus dedos encontraron su clítoris, acariciando con presión perfecta, Adriana gritó. No de dolor, sino de placer tan intenso que rayaba en agonía.
—Esto será... intenso —advirtió, sus ojos rojos brillando en la oscuridad como lámparas infernales.
La preparó con paciencia que contradecía el hambre que Adriana podía sentir rasgando sus entrañas a través del vínculo. Un dedo, luego dos, estirándola, abriendo su cuerpo para lo que vendría. El placer se construyó en ondas, cada una más alta que la anterior, hasta que Adriana pensó que se rompería con la intensidad.
Entonces se posicionó entre sus piernas, la punta de su miembro rozando su entrada. Por un momento, simplemente esperó, dándole una última oportunidad de negarse.
Adriana envolvió sus piernas alrededor de su cintura, atrayéndolo más cerca.
—Hazlo —susurró.
Él empujó.
El dolor fue agudo, un desgarro que hizo que Adriana jadeara y clavara sus uñas en la espalda del Rey con fuerza suficiente para sacar sangre. Pero el vínculo transmitía no solo su dolor sino también el placer de él, mezclando las sensaciones hasta que no podía distinguir dónde terminaba una y comenzaba la otra.
Se detuvo completamente inmóvil una vez que estuvo completamente dentro de ella, temblando con el esfuerzo de contenerse.
—Respira conmigo —ordenó, y su voz era mitad súplica, mitad comando.
Adriana obedeció, inhalando cuando él inhalaba, exhalando cuando él exhalaba, hasta que sus respiraciones se sincronizaron y el dolor comenzó a disiparse, reemplazado por algo más oscuro y más adictivo.
Comenzó a moverse. Lento al principio, retiros poco profundos seguidos de empujes medidos que hacían que todo el cuerpo de Adriana se estremeciera. Pero a medida que ella se ajustaba, a medida que el placer comenzaba a superar al dolor, su ritmo aumentó. Más rápido. Más profundo. Más duro.
Y entonces sucedió.
Durante el clímax, cuando ambos gritaron al unísono, sus cuerpos comenzaron a brillar. Energía negra como medianoche fluía del Rey hacia Adriana, visible como humo sólido enrollándose alrededor de su piel. Pero al mismo tiempo, energía plateada como luz de luna brotaba de la marca en la espalda de Adriana, fluyendo hacia él en corriente que parecía arder con fuego frío.
No era drenaje unilateral. Era intercambio.
El poder explotó desde ellos en onda de choque que destrozó todas las ventanas, volcó muebles, apagó velas con viento imposible. La cama se sacudió violentamente, el cabecero astillándose donde Adriana había clavado la daga.
Cuando finalmente terminó, el Rey colapsó sobre ella, su cuerpo pesado y sin fuerza. Adriana, en contraste, se sentía más viva que nunca. Sus ojos brillaban en la oscuridad con luz propia, y la marca de Luna Negra en su espalda ardía tan intensamente que iluminaba la habitación destrozada con resplandor plateado.
—¿Qué acabas de hacerme? —susurró el Rey, su voz ronca y débil.
Pero antes de que Adriana pudiera responder, antes de que cualquiera de ellos pudiera procesar lo que había sucedido, golpes violentos sacudieron la puerta.
—¡PADRE! —la voz de Damián atravesó la madera como cuchillo—. ¡Puedo sentir su poder desde aquí! ¡¿QUÉ LE HICISTE?!
Y mientras la sangre del Rey aún goteaba entre sus muslos y el poder oscuro pulsaba bajo su piel como segundo corazón, Adriana entendió la terrible verdad: la primera noche no había sido su consumación.
Había sido su transformación.
Y las cuarenta y siete hermanas muertas que ahora clamaban por ella desde la torre, sus voces susurrando en su cabeza como coro fantasmal, no venían a advertirle.
Venían a reclamarla como su reina.







