5

El vestido de novia pesaba como un sudario, y Adriana sabía que muy probablemente lo era.

La habitación circular estaba forrada de espejos que multiplicaban su reflejo hasta el infinito: cientos de Adrianas vestidas de blanco, todas condenadas, todas caminando hacia su muerte. El vestido era una reliquia antigua, con encaje que había amarilleado con el tiempo y bordados de plata que alguna vez debieron brillar pero ahora parecían hebras de telaraña. La tela olía a naftalina y algo más oscuro, más orgánico. Muerte preservada.

Las sirvientas trabajaban en silencio sepulcral, sus manos frías y eficientes mientras trenzaban el cabello negro de Adriana con perlas negras que parecían lágrimas solidificadas. Liora estaba entre ellas, sus ojos verdes brillantes de tristeza contenida mientras pintaba los labios de Adriana de rojo sangre. El color era demasiado vívido, demasiado parecido a las manchas que Adriana había notado en el dobladillo del vestido.

Madame Corvina supervisaba desde su trono de terciopelo negro, con esa sonrisa que nunca alcanzaba sus ojos helados.

—Cada novia ha usado este vestido —anunció con tono ceremonial, como si estuviera recitando una liturgia sagrada—. Es tradición. Continuidad. Las cuarenta y siete antes que tú vistieron exactamente esta misma tela.

Se acercó para ajustar el velo sobre el rostro de Adriana, y sus dedos enguantados rozaron las manchas oscuras que salpicaban la falda.

—Algunas manchas nunca salen, sin importar cuántas veces se lave —su sonrisa se ensanchó—. Esta de aquí, por ejemplo, es de Helena Valdés. Tu ancestro. Sangró hermosamente en su noche de bodas.

Adriana sintió que el estómago se le retorcía, pero mantuvo su expresión neutra. No les daría la satisfacción de verla quebrarse.

Liora aprovechó un momento en que Corvina se había girado para ajustar algo en el altar improvisado. Se inclinó para arreglar la liga de Adriana, y con un movimiento tan rápido que apenas fue visible, deslizó algo frío y duro contra su muslo.

Una daga.

—Del Príncipe Damián —susurró Liora, tan bajo que Adriana apenas la escuchó—. Plata pura. El único metal que puede matar al Rey.

Sus dedos temblaron mientras aseguraban el arma bajo la liga de encaje blanco.

—O puede usarla en usted misma —añadió Liora, y sus ojos verdes estaban llenos de una tristeza antigua—. Su elección, señora.

Adriana tocó la daga a través de la tela del vestido. El metal estaba helado contra su piel. ¿Matar al Rey? ¿Matarse a sí misma? ¿O caminar hacia su destino sin armas, confiando en un poder que apenas podía controlar?

Las opciones se arremolinaban en su mente como cuervos hambrientos.

—Es hora —anunció Corvina, y su voz cortó el aire como cuchillo.

La procesión hacia el Salón del Trono fue una marcha fúnebre disfrazada de celebración.

Adriana caminaba sola por pasillos que parecían estrecharse con cada paso, sin padre que la entregara, sin familia que la acompañara. Solo guardias con armaduras negras que flanqueaban su camino como estatuas vivientes, sus rostros ocultos tras yelmos que no reflejaban luz. Una alfombra roja se extendía bajo sus pies descalzos (tradición, le habían dicho, las novias del Rey no usaban zapatos), y el terciopelo era tan suave que se sentía como caminar sobre piel humana.

Las antorchas proyectaban sombras que bailaban en las paredes como demonios celebrando. Pero no eran las sombras lo que hizo que Adriana se detuviera en seco.

Eran las figuras translúcidas que emergían de las piedras.

Las cuarenta y siete novias anteriores se manifestaban como niebla solidificada, sus formas etéreas vestidas con el mismo vestido blanco que Adriana llevaba ahora. Algunas lloraban sin lágrimas, sus bocas abiertas en gritos silenciosos. Otras simplemente observaban con ojos vacíos como pozos sin fondo. Y una, idéntica a Adriana en todo excepto en la desesperación grabada en su rostro espectral, se materializó directamente frente a ella.

Helena Valdés.

Sus labios se movieron sin producir sonido: Corre.

Pero antes de que Adriana pudiera siquiera procesar la advertencia, los guardias la empujaron para continuar. Los fantasmas se disolvieron en las paredes como humo aspirado, dejando solo el eco de su presencia.

Pasaron frente a una puerta entreabierta, y Adriana vio el interior de la habitación. Damián estaba allí, rodeado de los restos de lo que alguna vez había sido su habitación. Espejos rotos, muebles volcados, cortinas arrancadas de las ventanas. Tenía los nudillos sangrando, y su expresión era la de un hombre al borde del colapso.

Sus ojos grises encontraron los de ella a través del velo.

El mundo se detuvo. Damián caminó hacia la puerta con pasos que parecían costarle cada gramo de fuerza que le quedaba. Sus labios formaron palabras que Adriana pudo leer: No lo hagas.

Ella negó con la cabeza, sus propios labios moviéndose: No tengo opción.

Los guardias la empujaron, obligándola a seguir. Adriana escuchó el sonido de un puño golpeando madera, y cuando miró hacia atrás, vio a Damián con la frente apoyada contra el marco de la puerta, sangre fresca goteando de sus nudillos destrozados.

Algo en su pecho se quebró.

Las puertas del Salón del Trono se alzaban ante ella como las fauces del infierno. Doce metros de altura, talladas con escenas que alternaban entre coronaciones gloriosas y muertes brutales. Se abrieron con un gemido metálico que resonó en sus huesos, revelando un interior que le robó el aliento.

El salón era vasto como catedral, con un techo abovedado tan alto que se perdía en las sombras. Cientos de velas negras ardían con llamas rojas (imposible, pero allí estaban), proyectando luz carmesí sobre la nobleza de Valdoria. Todos usaban máscaras: lobos, cuervos, serpientes, demonios. Sus susurros llenaban el aire como zumbido de insectos.

Y al final del pasillo central, sobre un altar de mármol negro, esperaba el Rey.

Valentín Drakov nunca había parecido más inhuman y más devastadoramente hermoso a la vez. La corona de espinas de plata descansaba sobre su cabello negro como autoridad maldita. Su túnica ceremonial era negra como medianoche, con bordados que parecían haber sido cosidos con hilo de sangre coagulada. La capa que caía de sus hombros se arrastraba tres metros detrás de él como río de tinta. Sus ojos rojos brillaban con intensidad de brasas vivas.

Pero su expresión, cuando sus miradas se encontraron, era casi triste.

Adriana comenzó a caminar hacia él. Cada paso era una eternidad. Los nobles susurraban tras sus máscaras:

—La cuarenta y ocho...

—¿Cuánto durará esta?

—Apuesto tres meses. Cinco coronas de oro.

—Generoso. Yo le doy seis semanas.

Sus voces eran aguijones en su piel, pero Adriana mantuvo la cabeza alta. Cuando llegó al altar, el Rey extendió su mano hacia ella. Adriana la miró: pálida, elegante, manchada con sangre de cuarenta y siete mujeres que no podía ver pero que sentía en su alma.

Vaciló.

El Rey esperó con paciencia que parecía infinita. No la apuró, no la obligó. Solo esperó, con esa expresión que mezclaba esperanza y resignación de forma tan devastadora que dolía verla.

Finalmente, Adriana colocó su mano en la de él.

Su toque era fuego y hielo al mismo tiempo, quemando y congelando cada terminación nerviosa. A través del velo, vio sus ojos rojos brillar con algo que podría haber sido alivio.

Un sacerdote anciano vestido con túnica roja sangre apareció entre ellos. En sus manos sostenía un libro cuya cubierta Adriana reconoció con horror: piel humana curtida, con símbolos grabados que pulsaban con luz propia.

—En presencia de los muertos y los vivos —comenzó con voz que retumbaba como trueno—, en nombre de la maldición que nos ata, de la sangre que nos define, de la oscuridad que nos consume...

No era una ceremonia religiosa. Era un ritual. Magia oscura solidificada en palabras.

El Rey habló, y su voz resonó en cada rincón del salón:

—Adriana Valdés, te tomo como esposa. Para consumir tu vida, tu esencia, tu alma. Hasta que no quede nada excepto mi eternidad.

Cada palabra era cuchillo clavándose en su carne. Pero Adriana notó cómo su voz temblaba ligeramente en la última sílaba. Como si las palabras le costaran más de lo que dejaba ver.

—Ahora tú —indicó el sacerdote, girándose hacia Adriana.

—Debes repetir: "Acepto ser consumida" —instruyó Corvina desde un lado.

La garganta de Adriana se cerró. Las palabras se atascaron en su boca como piedras. No podía. No podía decir esas palabras y sellar su propia sentencia de muerte.

Los murmullos de los nobles se intensificaron, inquietos.

El Rey apretó su mano. No con dolor, sino con algo parecido a la súplica.

—Di las palabras —susurró, tan bajo que solo ella pudo escuchar—. Por favor.

Adriana levantó la mirada hacia él. Luego la desvió hacia el fondo del salón.

Damián había entrado. Vestía armadura completa de combate, su espada desenvainada brillando con luz que no venía de las velas. Estaba listo para interrumpir, para destruir todo esto. Sus ojos grises suplicaban: Di que no. Huye conmigo. Ahora.

Adriana miró al Rey: monstruo que albergaba hombre desesperado.

Miró a Damián: salvador que podría convertirse en otra prisión.

Tocó la daga escondida bajo su liga. Una tercera opción peligrosa, imposible, pero quizás la única que le daría verdadera libertad.

—Acepto... —comenzó.

El silencio era absoluto. Incluso las llamas parecieron dejar de moverse.

—...pero con una condición.

El salón explotó en murmullos escandalizados. El sacerdote retrocedió como si lo hubiera abofeteado. Corvina dejó escapar un jadeo audible. Incluso Damián pareció congelarse, inseguro de lo que acababa de pasar.

Solo el Rey permaneció inmóvil, aunque una ceja se arqueó con algo parecido a la diversión.

—¿Condición? —repitió.

Adriana se arrancó el velo de un movimiento, revelando su rostro completamente. Que todos la vieran. Que todos presenciaran este momento.

—Que me des una oportunidad de romper tu maldición —dijo con voz clara que resonó en cada rincón—. Un mes. Si logro liberarte, me dejas ir. Libre. Sin ataduras.

Los nobles estaban en shock. Nadie había negociado jamás con el Rey Inmortal.

Valentín estudió su rostro durante lo que pareció una eternidad. Vio su determinación, su fuego, la chispa de poder que ardía bajo su piel. Y lentamente, increíblemente, sonrió.

—¿Y si fallas? —preguntó.

—Entonces me entregaré completamente —Adriana levantó el mentón—. Sin lucha. Sin resistencia. Serás libre de consumirme hasta que no quede nada.

El Rey extendió su mano libre. Del aire materializó una daga ceremonial cuya hoja brillaba con símbolos antiguos.

—Un mes —acordó—. Pero este pacto debe sellarse en sangre. Como corresponde.

Sin vacilar, cortó su propia palma. Sangre brotó, pero no era roja. Era negra como tinta, espesa y pulsante con magia corrupta de doscientos años de maldición.

Extendió la daga hacia Adriana.

Ella la tomó, sintió el peso del metal en su mano, y antes de que el miedo pudiera detenerla, deslizó la hoja por su palma. El dolor fue agudo, limpio. Su sangre era roja brillante con destellos plateados que capturaron la luz de las velas negras.

El Rey entrelazó sus dedos con los de ella, mezclando sus sangres.

Y el mundo explotó.

Un círculo de luz negra y plateada los envolvió, elevándose desde el suelo como muro de energía pura. Viento sobrenatural atravesó el salón, apagando velas, arrancando máscaras de rostros nobles, lanzando muebles contra las paredes. Damián fue arrojado contra un pilar con fuerza que lo habría matado si no fuera medio inmortal.

Pero Adriana apenas lo notó.

Porque estaba viendo dentro de la mente del Rey.

Doscientos años de soledad se desplegaron ante ella como pergamino infinito. Vio cada una de las cuarenta y siete novias: sus nombres, sus rostros, sus últimos momentos. Sintió el dolor del Rey cada vez que drenaba otra vida, la forma en que su humanidad se erosionaba con cada muerte. Vio cómo había intentado romper la maldición durante los primeros cien años, buscando brujas, hechiceros, incluso intentando suicidarse de mil formas diferentes, solo para ser traído de vuelta por la maldición una y otra vez. Vio el momento exacto en que se rindió, cuando decidió que si debía ser monstruo, al menos sería monstruo eficiente.

Y sintió su soledad. Tan vasta, tan profunda, que no tenía fondo ni orillas.

El Rey también veía. Veía la infancia de Adriana, a su abuela contándole cuentos de brujas bajo la luz de la luna. Veía la noche que su padre la vendió, la expresión de su hermano Javier cuando lo golpearon por intentar protegerla. Veía su dolor, su ira, su determinación de acero.

Y veía su poder. Dormido pero despertando, antiguo y aterrador, capaz de consumir maldiciones como otras brujas consumían aire.

Cuando finalmente sus manos se separaron, el círculo de luz se disipó. Adriana tambaleó, pero el Rey la sostuvo.

Y entonces ella lo sintió. Un hilo invisible que los conectaba ahora. Podía sentir su hambre (insaciable, ardiente, dolorosa). Podía sentir su fascinación por ella. Podía sentir su miedo de perderla.

Y él podía sentir su determinación. Su poder. Su voluntad de hierro.

—Estamos unidos ahora —dijo el Rey—. Para bien o para mal, hasta que uno de nosotros rompa este vínculo.

El sacerdote, que se había refugiado detrás del altar, emergió temblando.

—P-por el poder de la sangre mezclada —tartamudeó—, los declaro esposo y esposa. Hasta que la muerte... o la liberación... los separe.

Nueva cláusula. Primera vez en doscientos años.

El Rey atrajo a Adriana hacia él y la besó frente a toda la corte de Valdoria. No fue posesión brutal ni reclamo violento. Fue súplica envuelta en contacto de labios.

—Sálvame —susurró contra su boca—. O mátame. Pero no me dejes en este limbo.

Y mientras el salón estallaba en aplausos obligatorios, mientras Damián se levantaba del suelo con expresión de devastación, mientras Corvina organizaba el banquete con eficiencia maquinal, Adriana supo que acababa de cruzar un umbral del que no había retorno.

Era la esposa del Rey Inmortal.

Y tenía exactamente un mes para salvarlo o destruirlo.

Quizás ambos.

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