3

Adriana despertó en una cama que no era suya, en un palacio que sería su tumba, con el sabor de dos hombres diferentes todavía ardiendo en sus labios.

La luz del amanecer se filtraba a través de cortinas de terciopelo rojo, pintando la habitación circular con tonos carmesí que le recordaron demasiado a la sangre. La cama con dosel en la que había dormido era tan grande que podría haber contenido a cuatro personas, y las sábanas de seda susurraban contra su piel cada vez que se movía. Desde la ventana se veían los jardines del palacio: estatuas de mujeres congeladas en agonía eterna, fuentes secas, rosales muertos que se aferraban a la vida como garras esqueléticas.

Su cuerpo dolía de maneras extrañas. No era dolor físico exactamente, sino algo más profundo, como si cada célula de su ser hubiera sido reordenada durante la noche. Se incorporó lentamente, y el movimiento hizo que el camisón blanco que alguien le había puesto resbalara de su hombro, revelando piel pálida marcada por dos pequeñas heridas en su cuello.

El mordisco del Rey.

Adriana se llevó los dedos temblorosos al lugar donde sus colmillos la habían perforado. Las heridas estaban casi cerradas, solo quedaban dos puntos rojos como rubíes incrustados en su carne. Pero cuando las tocó, una descarga eléctrica recorrió su columna, y por un momento sintió de nuevo esa euforia oscura, ese placer enfermizo que había experimentado mientras él bebía de ella.

No, se dijo a sí misma con ferocidad. Era la maldición. No yo. No yo.

Pero su cuerpo traidor recordaba cada segundo. Y peor aún, recordaba el beso de Damián después: desesperado, intenso, una promesa envuelta en sabor a menta y peligro.

Se levantó con piernas que apenas la sostenían y caminó hacia el espejo gigante que ocupaba toda una pared. La mujer que la miraba desde el cristal era ella y no era ella. Sus ojos ámbar brillaban con una intensidad que no había estado ahí antes, como si brasas ardieran bajo sus iris. Su cabello negro caía en ondas salvajes sobre sus hombros desnudos, y su piel parecía... luminosa. Como si algo bajo su superficie estuviera despertando.

Se giró para ver su espalda en el reflejo. La marca de luna en su omóplato pulsaba con luz tenue, plateada y negra al mismo tiempo, latiendo al ritmo de su corazón. Adriana extendió la mano para tocarla, y cuando sus dedos rozaron la piel, sintió calor abrasador.

—Es hermosa, ¿verdad? —una voz la sobresaltó.

Adriana se giró de golpe, cubriendo su cuerpo instintivamente. Una joven de no más de veinte años había entrado en silencio, cargando una bandeja con desayuno y un vestido doblado sobre su brazo. Tenía el cabello castaño recogido en una trenza simple y ojos verdes que, a diferencia de las otras sirvientas, brillaban con vida real.

Pero fue la cicatriz en su cuello lo que capturó la atención de Adriana. Una línea roja irregular que parecía haber sido cauterizada con hierro candente.

—¿Quién eres? —preguntó Adriana, sin bajar la guardia.

—Liora, señora —hizo una reverencia, pero había algo diferente en su postura. No era el sometimiento vacío de las otras sirvientas—. El Príncipe Damián me envió para atenderla. Dice que la biblioteca la espera cuando esté lista.

Adriana notó cómo Liora tocaba inconscientemente su cicatriz mientras hablaba.

—¿Qué te pasó en el cuello?

Los ojos de Liora se oscurecieron con memoria antigua.

—Intenté huir hace dos años. El Sello de Sangre que todas las sirvientas llevamos... casi me mata. Me habría desangrado en minutos si el Príncipe Damián no hubiera intervenido —dejó la bandeja sobre una mesa, sus manos temblando ligeramente—. Por eso le debo lealtad a él, no al Rey.

Adriana sintió un atisbo de esperanza. Una aliada. Quizás su primera aliada real en este infierno.

—¿Por qué te arriesgas a ayudarme?

Liora le ofreció el vestido: negro con bordados rojos que parecían llamas ascendiendo.

—Porque el Príncipe cree que usted puede romper la maldición. Y si hay aunque sea una posibilidad de que este palacio deje de ser una tumba... vale la pena arriesgarse.

Pero entonces su expresión se endureció, y miró hacia la puerta cerrada con algo parecido al terror.

—Tiene dos días, señora. Dos días antes de la ceremonia. El Príncipe dice que puede ayudarla —hizo una pausa—. Yo digo que debería dejarlo. El Rey sabe que usted es diferente. Puede sentir su poder incluso dormido. No la dejará ir. Nunca.

La biblioteca del Palacio Real de Valdoria era una catedral dedicada al conocimiento prohibido.

Adriana entró con pasos que resonaban contra el suelo de mármol negro, y su aliento se atrapó en su garganta. La sala se elevaba seis pisos hacia un techo de cristal teñido que proyectaba luz de colores sobre estanterías interminables. Escaleras en espiral conectaban los niveles, pero también había escaleras que flotaban en el aire, sostenidas por nada excepto magia antigua. Los libros eran tantos que parecían infinitos: tomos encuadernados en cuero, pergaminos enrollados, manuscritos encadenados que emanaban energía oscura.

El aire olía a pergamino viejo, a polvo de siglos y a algo más indefinible. Magia. Pura, antigua, peligrosa.

—Puntual —la voz de Damián la hizo girar.

Estaba sentado en un escritorio de roble tallado con runas que brillaban tenuemente, rodeado de libros abiertos. Pero fue su apariencia lo que la sorprendió. Sin armadura, sin capa ceremonial, vestía simplemente una camisa blanca con las mangas arremangadas hasta los codos, revelando antebrazos musculosos marcados con cicatrices que parecían garras. Sus pantalones negros se ajustaban a su cuerpo de una forma que Adriana intentó no notar. Tenía el cabello desordenado, como si hubiera pasado las manos por él cien veces, y sus ojos grises la estudiaban con una intensidad que hizo que su piel se erizara.

Se veía... humano. Peligrosamente humano.

—Dormiste bien —dijo, cerrando el libro que estaba leyendo—, considerando que mi padre te mordió.

El rubor invadió las mejillas de Adriana antes de que pudiera detenerlo. Damián lo notó, por supuesto, y una sonrisa lenta y pecaminosa curvó sus labios.

—¿Por qué me besaste? —las palabras escaparon antes de que pudiera filtrarlas.

Damián se puso de pie con la gracia de un depredador y caminó hacia ella con pasos medidos. Cada paso hacía que el corazón de Adriana latiera más rápido.

—Porque él no es el único que puede reclamar —se detuvo frente a ella, tan cerca que Adriana tuvo que inclinar la cabeza hacia atrás para mirarlo a los ojos—. Mi sangre ahora corre en tu boca, Adriana. Te protege de su control total.

—¿Qué? —susurró ella.

—La maldición te obliga a amarlo —explicó Damián, levantando una mano para rozar su mejilla con el dorso de sus dedos—. Pero si otro de sangre real te reclama... la maldición se confunde. Se divide entre dos objetivos.

La furia reemplazó momentáneamente al desconcierto.

—¿Me usas como arma contra tu padre?

—Te uso —admitió sin vergüenza, apoyando sus manos en los brazos de la silla tras ella, atrapándola—. Pero también te deseo.

Su rostro estaba peligrosamente cerca ahora. Adriana podía contar cada pestaña oscura, ver las motas plateadas en sus ojos grises, sentir el calor que emanaba de su cuerpo.

—Y a diferencia de mi padre, yo puedo elegir no consumirte —sus labios rozaron los de ella, sin llegar a besarla, solo un susurro de contacto que prometía tanto más—. Puedo darte placer sin muerte. ¿Él puede decir lo mismo?

Adriana reunió cada gramo de fuerza de voluntad y lo empujó. Damián retrocedió, pero la sonrisa en su rostro sugería que había esperado exactamente esa reacción. Y que le gustaba.

—No soy premio de guerra entre ustedes dos —declaró Adriana.

—No —Damián caminó hacia el escritorio y tomó un libro antiguo cuya cubierta estaba marcada con el mismo símbolo de luna que Adriana llevaba en su espalda—. Eres mucho más que eso.

Abrió el manuscrito con reverencia. Las páginas amarillentas contenían ilustraciones de mujeres con marcas idénticas a la suya, rodeadas de símbolos que parecían arder con fuego negro.

—Eres la última Valdés —dijo Damián—. Y las Valdés tenían un poder específico que las hacía únicas entre todas las brujas.

Adriana se acercó, su curiosidad venciendo a la cautela. Las ilustraciones mostraban a las brujas Valdés drenando energía de criaturas oscuras, consumiendo maldiciones como si fueran festines.

—Devoradoras de Maldiciones —leyó en voz alta el título en la parte superior de la página.

—Las brujas Valdés podían absorber y consumir magia oscura —explicó Damián—. Por eso mi padre mató a la bruja original hace doscientos años. Ella podía acabar con él. Y tú...

—¿Yo puedo hacer lo mismo? —Adriana sintió que el mundo se inclinaba.

—Puedes romper la maldición —Damián cerró el libro—. Pero hacerlo requiere consumir la esencia de mi padre. Exactamente como él consume a sus novias.

El horror se asentó en el estómago de Adriana como plomo fundido.

—Tengo que... ¿matarlo?

—Tienes que drenarlo completamente —corrigió Damián—. Matarlo... o convertirte en él.

Antes de que Adriana pudiera procesar completamente esa revelación, Damián la tomó de la mano.

—Ven. Dos días no es suficiente tiempo, pero es lo que tenemos.

La llevó a través de estanterías hasta llegar a una que parecía idéntica a todas las demás. Pero cuando Damián pasó su mano sobre ciertos libros en secuencia específica, la estantería completa se deslizó hacia un lado, revelando una sala oculta.

Era pequeña, circular, con un círculo ritual dibujado en el suelo con lo que parecía ser sal negra mezclada con ceniza. Velas negras rodeaban el perímetro, y símbolos antiguos estaban tallados en las paredes de piedra. El aire aquí era más denso, cargado de magia que hacía que los vellos de la nuca de Adriana se erizaran.

—Aquí —Damián la guió al centro del círculo—. Párate aquí y cierra los ojos.

Adriana obedeció, aunque cada instinto le gritaba que esto era peligroso.

—Siente la marca en tu espalda —instruyó Damián—. Concéntrate en ella. En el calor que emana.

Adriana intentó concentrarse. Sintió la marca pulsar, pero nada más sucedió. Los minutos pasaron. Cinco. Diez. Su frustración crecía con cada segundo que no pasaba nada.

—No funciona —abrió los ojos.

—Porque estás pensando demasiado —Damián caminó hacia ella, sus pasos resonando contra la piedra—. El poder no responde a la lógica. Responde a la emoción intensa.

Se colocó detrás de ella, y Adriana sintió su presencia como calor radiante contra su espalda.

—Miedo, ira, deseo... —su voz bajó una octava— especialmente deseo.

Sus manos se posaron en la cintura de Adriana, y ella jadeó involuntariamente.

—¿Qué sentiste cuando mi padre te mordió? —susurró Damián en su oído, su aliento cálido enviando escalofríos por su columna.

Adriana no quería recordar. Pero su cuerpo lo hacía por ella. Euforia. Calor líquido. Hambre insaciable.

Las manos de Damián subieron por sus costados con lentitud deliberada, trazando las curvas de su cuerpo a través de la tela del vestido.

—Yo puedo hacerte sentir lo mismo —prometió, su voz ronca—. Sin dolor. Sin muerte. Solo placer.

Sus labios rozaron su cuello, exactamente donde el Rey la había mordido. Y entonces la besó ahí, suave primero, luego con más presión, su lengua trazando el contorno de las heridas que su padre había dejado.

La marca en la espalda de Adriana ARDIÓ.

Luz negra y plateada explotó del círculo ritual como supernova. Adriana gritó cuando poder puro atravesó su cuerpo, cada nervio encendiéndose con energía que no sabía cómo controlar. Los libros volaron de las estanterías como pájaros asustados. Las velas explotaron en llamas que alcanzaron el techo. Damián fue lanzado hacia atrás, estrellándose contra la pared con fuerza brutal.

Y Adriana levitó.

Sus pies se elevaron del suelo mientras energía oscura brotaba de sus manos extendidas como tentáculos vivos. Podía sentir la vida de todo a su alrededor: las plantas marchitas en macetas olvidadas, los insectos escondidos en grietas, incluso a Damián luchando por ponerse de pie. Y hambrienta como nunca había estado, su poder alcanzó hacia ellos.

Las plantas se marchitaron instantáneamente, convirtiéndose en polvo. Los insectos cayeron muertos.

—¡Adriana, detente! —gritó Damián, pero su voz sonaba lejana, como si estuviera bajo agua.

Ella intentó detenerlo, intentó absorber la magia de vuelta hacia su interior, pero era como intentar detener una avalancha con las manos desnudas.

Entonces las puertas de la sala secreta explotaron hacia adentro.

El Rey Valentín entró como tormenta encarnada, sus ojos rojos brillando con furia primordial. En tres zancadas cruzó la distancia que los separaba, agarró a Adriana del brazo y algo CORTÓ su conexión con la magia tan abruptamente que ella gritó de dolor.

Cayó inconsciente en sus brazos mientras el mundo se desvanecía en negro.

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