Ludovica Conti soñaba con ser chef, no con pertenecer al mundo de la mafia. Pero cuando Gabriele De Luca, el imponente heredero del imperio criminal, entra en su vida… todo cambia. Él la desea, la protege, la reclama como suya… incluso si ella fue entregada como pago por una deuda. Entre fuego, traición y deseo, Ludovica descubrirá que el amor más peligroso… es el que no puede evitar. Porque él y esos ojos son su perdición… y también su único refugio.
Leer más—¡Ginebra, Mattia! —grité mientras corría hacia la cocina—. ¡Apúrense, vamos a llegar tarde!
Me apresuré, esquivando los juguetes y mochilas que mis hermanos habían dejado regados. El reloj marcaba que ya estábamos atrasados y, como siempre, yo era la encargada de llevarlos al colegio antes de ir a trabajar.
—¡Ludo, no encuentro mis zapatos! —chilló Mattia desde el pasillo, descalzo y con el uniforme a medio poner.
Resoplé, impaciente.
—¡Ginebra, ayuda a Mattia a buscar sus zapatos! —grité a mi hermana, que aún no salía de su cuarto.
A los segundos, Ginebra apareció con los zapatos de su hermano, victoriosa.
—¡Los encontré! —anunció con una sonrisa—. ¡Deja de dejar tus cosas tiradas, Mattia!
Me reí brevemente mientras servía leche caliente en las tazas y ponía pan con cecina en los platos. Todo lo hacía a la velocidad de quien sabe que no puede perder ni un segundo.
—¿Y mamá? —preguntó Ginebra mientras se sentaba a la mesa.
—Salió hacer un trámite al centro —respondí mientras me tomaba un sorbo de café.
Ginebra asintió y seguimos preparándonos para salir.
—¡De prisa! También debo llegar a tiempo al trabajo —apuré.
Finalmente, después de correr y discutir, logré que estuvieran listos. Los dejé en la puerta, entre besos apresurados y advertencias. Caminé rápido hacia el centro de Catania, donde trabajaba en "Paranza", un restaurante de mariscos conocido por su pasta con erizos frescos y risotto de mariscos.
Trabajaba como ayudante de cocina, aunque de vez en cuando servía las mesas si había mucho movimiento. Cada turno, cada propina, cada hora extra contaba. Estaba ahorrando para la universidad el próximo año. Aunque parecía lejano, era mi motivación.
Esa mañana, el dueño, el señor Parisi, me pidió que llegara temprano. Había un almuerzo importante para empresarios, y necesitábamos adelantar las preparaciones y recibir varios pedidos de pescado fresco.
No podía distraerme. No hoy. El señor Parisi podía ofrecerme más horas y, tal vez, un aumento.
Respiré hondo y empujé la puerta trasera del restaurante. El aroma de pan recién horneado, pescado fresco y ajo sofrito me recibió. Me puse el delantal y me puse a trabajar. Ese día, sin saberlo, cambiaría mi vida.
Me adentré en la cocina, donde el chef ya revisaba las entregas de pescado fresco: doradas, calamares y camarones grandes. Me puse a lavar y picar verduras para las salsas, guarniciones y los platos principales.
A medida que pasaba el tiempo, pensaba en cómo el cansancio se sentía distinto cuando uno siente que está construyendo su futuro. Cada corte, cada bandeja ordenada, era un paso hacia ese sueño que deseaba para mí y mis hermanos.
El calor de la cocina aumentaba. Las hornallas encendidas y el trajín general formaban un caos ordenado donde todos sabíamos qué hacer. Yo había dejado todo listo: las verduras picadas, las ensaladas preparadas y las guarniciones dispuestas.
Estaba limpiando la última tabla de cortar cuando sentí una mano en mi hombro. Me di vuelta rápidamente. Era el señor Parisi, con su delantal blanco y su ceño fruncido.
—Ludovica —dijo, serio—. Necesito que te cambies. Rápido.
—¿Cambiarme? —pregunté, confundida.
—Sí. Hoy atiendes la mesa especial —anunció—. Confío en ti. Ponte el uniforme de salón y péinate un poco. Tienes quince minutos.
Me quedé paralizada. Era una oportunidad importante. Esa mesa no era cualquier mesa, era la de un almuerzo exclusivo donde estarían empresarios y políticos. Si quedaban satisfechos, el restaurante podría cambiar de suerte.
—¿De verdad quiere que sea yo, signore? —pregunté, aún incrédula.
El señor Parisi asintió con la cabeza.
—Tú sabes trabajar duro. Y hoy necesitamos buena presencia, educación y rapidez. Ve, Ludovica. No me hagas arrepentirme.
Sentí un vuelco en el estómago, una mezcla de nervios y emoción. Dejé la tabla, corrí al vestuario, me cambié rápidamente y me miré en el espejo. Me recogí el cabello en una coleta alta, me coloqué el delantal negro sobre la blusa blanca y repasé mentalmente todo lo que había aprendido observando a las meseras experimentadas: sonreír con amabilidad, mantener la espalda recta y anticiparme a las necesidades de los clientes.
Cuando regresé al salón, el restaurante ya estaba lleno de murmullos propios de un evento importante. El maitre me indicó la mesa: una larga, con mantel blanco, copas brillantes y discretos centros de mesa elegantes.
Respiré hondo, alisé mi delantal y me dirigí a la mesa, sabiendo que ese momento, por pequeño que fuera, podría abrirme puertas que ni siquiera imaginaba.
No podía fallar. No hoy.
Apenas terminé de preparar las mesas, el señor Parisi se acercó con expresión grave.
—Ludovica, hoy atenderás tú sola. Discreción absoluta. No hagas preguntas ni comentes nada con nadie —dijo en voz baja—. Es un encargo especial. Si lo haces bien, puede beneficiarte.
Asentí, aunque por dentro los nervios me apretaban el estómago. Pero confiaba en que podía hacerlo.
A media mañana, dos hombres vestidos de negro cruzaron la puerta. Bastó una mirada para saber que no eran clientes comunes. Caminaban con la seguridad de quien manda, y su sola presencia hacía que el ambiente se volviera denso.
Parisi los recibió sin mostrar sorpresa y los guió hacia la salida trasera. Andrea, mi compañero, se acercó en voz baja.
—Hoy cerramos después de esta mesa. Solo atenderás tú. Suerte —me dijo antes de marcharse.
Minutos después, escuché el sonido de varios autos estacionando. Me ubiqué tras el mesón con postura firme. El señor Parisi se apresuró a abrir la puerta.
—El señor De Luca ha llegado —anunció uno de los hombres.
Cinco personas entraron, rodeadas de custodia. Era evidente que uno de ellos pertenecía a la familia más temida de Sicilia. El ambiente se volvió tenso, como si el aire pesara más.
Comencé a servir vino con cuidado. Algunos me ignoraron, otros me miraron demasiado. El político Adriano Grasso no tardó en lanzar comentarios que preferí no responder.
—¿Podrías traer agua? —pidió uno de los invitados, con voz grave.
Levanté la mirada. Ojos azules como el mar me observaron con calma. Asentí en silencio.
Faltaba solo un invitado.
La puerta se abrió y entonces lo vi. Alto, atractivo de forma inquietante, el saco doblado en un brazo, la camisa remangada. Caminaba como quien no necesita permiso. Cuando pasó junto a mí, no me miró, pero su aroma me envolvió de forma tan intensa que por un instante dejé de respirar.
—Ludovica —la voz de Parisi me sobresaltó.
Al girar, la bandeja se me resbaló de las manos. Intenté detenerla, pero cayó a los pies del recién llegado. Me agaché de inmediato para recogerla, y él también. Cuando nuestros ojos se encontraron, fue como si el tiempo se detuviera.
Tenía unos ojos color miel, intensos, profundos. Su mirada me atravesó como un rayo.
—Disculpe —murmuré, sonrojada.
Él sonrió, entregándome la bandeja con una tranquilidad desarmante.
—No pasa nada, señorita. Fue un accidente.
Esa voz grave, esa sonrisa segura... Me sentí temblar.
—Ludo, a la cocina —ordenó Parisi.
Obedecí de inmediato, pero aún sentía su mirada sobre mí. Me esforcé por concentrarme, pero era imposible. Su presencia me tenía alterada. Nunca antes una mirada me había dejado así.
El almuerzo avanzaba con aparente normalidad, aunque el ambiente era tenso. Me movía entre las mesas sin detenerme, intentando no pensar en él... pero cada vez que me acercaba, sentía su atención puesta en mí, como si me observara, incluso cuando no lo hacía.
Grasso seguía con sus insinuaciones, pero esta vez no tenían ningún efecto. Solo podía pensar en esos ojos miel, en esa sonrisa que me desarmó en segundos.
Y lo más perturbador: él también lo había sentido. Lo supe por la forma en que me miró. Como si ya me conociera. Como si me estuviera buscando.
Desde que me levanté, algo se sentía diferente.No era dolor exactamente. Era… una presión extraña. Como si mi cuerpo se estuviera preparando para algo, estirándose desde dentro. Me había duchado temprano, como todos los días, y bajé a desayunar con una leve molestia en la parte baja de la espalda. Nada grave, pensé. Nada que no me hubieran dicho que podía pasar en las últimas semanas del embarazo. Ya estábamos casi al final. Siete meses y tres semanas. Podía ser solo eso. Preparativos del cuerpo.Gabriele no estaba.Ese día tuvo que viajar a Palermo. Asuntos urgentes del consejo, de esos que no podía delegar y que literalmente lo llevaban al otro extremo de Sicilia. Me besó la frente antes de salir, me dijo que no tardaría más de unas horas y que cualquier cosa lo llamara de inmediato.—Estoy bien —le aseguré, sonriendo con la seguridad que él siempre necesitaba para poder marcharse en paz.Y era verdad. O al menos eso creía.Mi madre, que se había quedado a vivir con nosotros junto
Después de la tormenta, llegó el silencio.Un silencio diferente, no vacío ni lleno de miedo como antes. Era un silencio tibio, necesario. Como si el alma de esta casa, que había sido testigo de tanto horror, hubiera soltado por fin el aire contenido en sus paredes.Gabriele se levantó temprano esos días. Aunque sus heridas no habían sanado del todo, su mente ya estaba despierta, tan afilada como siempre. Lo veía salir con determinación, hablar por teléfono durante horas, reunirse con hombres que antes me parecían meros fantasmas armados, pero que ahora empezaban a mostrar rostros humanos, rostros que dudaban, que buscaban dirección, que aceptaban que habían estado del lado equivocado.La traición de Antonio, y de Marco con él, había dejado más que cicatrices. Había tambaleado estructuras que durante décadas se creyeron inquebrantables. Gabriele sabía que no bastaba con limpiar la superficie. Había que escarbar hondo, arrancar raíces podridas y sembrar algo nuevo. Y él lo estaba hacie
La noche se estiraba como una sombra interminable.Habían pasado ya más de cinco horas desde que crucé la puerta de casa, y seguía sin poder respirar con normalidad. El cuerpo me dolía entero, no solo por las heridas que traía encima, sino por la tensión que me devoraba los nervios desde dentro. Sentía el peso del bebé en mi vientre, recordándome a cada momento que debía cuidar de él… pero ¿cómo podía hacerlo cuando mi alma estaba allá afuera, corriendo entre la oscuridad, persiguiendo a un fantasma que aún no sabía si respiraba?Teresa, dulce, paciente, incansable, había intentado por todos los medios convencerme de que subiera a descansar. Me preparó un té con manzanilla y menta, lo dejó a mi lado, me acarició el cabello como lo hacía mi madre cuando era niña, e incluso me ofreció un cambio de ropa limpia. Pero nada lograba sacarme del sofá. No podía. No iba a cerrar los ojos hasta que supiera algo. Algo real. Algo que me dijera que Gabriele estaba vivo.Había llamado a Fyodor, dos
El impacto contra las rocas no fue tan brutal como podría haber sido, pero suficiente para dejarme sin aire, con la vista nublada y el cuerpo hecho un nudo de dolor. Resbalé unos metros por la ladera, chocando contra ramas, tierra suelta, una raíz que me desgarró el costado. Después… silencio. No sé cuánto tiempo pasó. Un minuto. Dos. Diez. Lo único que recuerdo es el ardor de mis pulmones al intentar tomar aire y un zumbido constante en los oídos.Cuando por fin pude abrir los ojos, la montaña ya no temblaba. Las detonaciones se oían más lejos. El cielo, cubierto de nubes, parecía más cercano, más pesado. El sabor metálico en la boca me indicó que sangraba, aunque no podía decir exactamente de dónde. Me senté con torpeza, tanteando con las manos hasta que encontré algo sólido a lo que aferrarme.Me dolía todo. Pero estaba vivo.Y lo sabía. Sabía que le había dado el disparo a Antonio. Lo vi tambalearse, vi su expresión sorprendida, la mancha roja extendiéndose en su costado. Lo vi ca
El viento comenzaba a soplar con una frialdad que calaba los huesos, y yo apenas lo sentía. Me encontraba sentada en un banco improvisado dentro de una de las carpas médicas, cubierta con una manta gruesa que alguien me había puesto sobre los hombros. Había perdido la noción del tiempo. Podía ser media tarde o ya el inicio de la noche, pero mi mente seguía atada a una sola pregunta: ¿Dónde está Gabriele?Un enfermero había atendido mis heridas. Mis pies, ensangrentados y llenos de cortaduras por correr descalza entre rocas y ramas, ahora estaban limpios, vendados, cubiertos por calcetas gruesas y unos botines acolchados. Las piernas, con raspones y moretones, también estaban cubiertas con gasas. Me habían ofrecido algo caliente para beber, me habían rogado que descansara, que me recostara al menos un par de horas, pero no podía.Salvatore había sido estabilizado, lo subieron a una ambulancia improvisada que partiría rumbo al hospital más cercano, con un equipo médico que monitoreaba s
Volví a la habitación, me arrodillé junto a la manta, y recé. No con palabras elegantes. No con fórmulas aprendidas. Si no con el corazón roto.—Protégelo, Dios —susurré—. Devuélveme a Gabriele. Devuélveme la esperanza. Por él. Por nuestro hijo. Por Salvatore.Y en el silencio que siguió, creí escuchar un latido doble. No solo el mío. Si no el suyo. Lejano. Pero vivo.El alba comenzaba a teñir el cielo de un gris casi pálido, y el silencio de la montaña había sido invadido por un zumbido cada vez más claro. Me puse de pie tambaleante, con el corazón detenido en el centro del pecho, apenas respirando. Ese ruido... era un motor.Un vehículo se acercaba.Fyodor salió primero, su mano buscando el arma por instinto, pero no la sacó. Observó, atento, con la mirada filosa como un halcón. Yo, desde la entrada del refugio, apenas podía sostenerme en pie, pero avancé un par de pasos, con la vista fija en la curva donde se perdía el sendero.Una camioneta apareció finalmente, levantando polvo y
Último capítulo