Ludovica Conti soñaba con ser chef, no con pertenecer al mundo de la mafia. Pero cuando Gabriele De Luca, el imponente heredero del imperio criminal, entra en su vida… todo cambia. Él la desea, la protege, la reclama como suya… incluso si ella fue entregada como pago por una deuda. Entre fuego, traición y deseo, Ludovica descubrirá que el amor más peligroso… es el que no puede evitar. Porque él y esos ojos son su perdición… y también su único refugio.
Leer másLa puerta se cerró con suavidad tras la salida de Antonio De Luca y su hijo. Me quedé sola, o eso parecía. Pero dentro de mí, el ruido era ensordecedor.Me deslicé hacia la cama y me abracé las rodillas, dejando que el silencio llenara cada rincón. Todo estaba cambiando demasiado rápido. Todo había cambiado ya.El mar, al otro lado de la ventana, seguía danzando como si nada. Azul profundo, eterno, indiferente. Como si mi vida no estuviera al borde del colapso.Pensé en mi padre. Ese hombre recto, noble, que me enseñó desde niña a no deberle nada a nadie, a mirar siempre de frente, a hablar con la verdad. ¿Dónde quedó esa versión suya? ¿En qué momento decidió que su hija podía ser usada como ficha de cambio, como salvoconducto para saldar una deuda?Apretaba los dientes, luchando contra las lágrimas. Lo peor era que parte de mí… lo entendía. Lo imaginaba desesperado, con amenazas en cada esquina, con la presión, ahogándolo hasta no poder respirar. Marco D’Amico no era cualquiera. Y cu
El auto se detuvo frente a una imponente villa con vista al mar. El sol comenzaba a ocultarse, tiñendo el cielo de un naranja suave que no lograba calmar la tensión que llevaba dentro. Taormina debería haberme parecido un paraíso, pero a mí se me antojaba una jaula de oro. Me bajé sin decir una palabra, con el corazón apretado en el pecho, mientras Gabriele rodeaba el coche para abrirme la puerta.—Por favor, Ludo… —murmuró.No lo miré. Caminé directo hacia la entrada de la casa. Una mujer de edad mediana, con semblante afable, nos recibió con una reverencia ligera. Gabriele le indicó algo en voz baja y ella asintió. Supuse que me había preparado una habitación, o que le había dicho que yo no debía ser molestada. Lo cierto es que, en ese momento, todo me daba igual.La casa era elegante, amplia, con techos altos y una decoración sobria, en tonos crema y madera. Olía a jazmín y a mar. Subí las escaleras sin pedir permiso, sin esperar indicaciones. Al llegar al segundo piso, abrí la pri
El silencio que siguió fue eterno.Marco D’Amico respiró hondo, su pecho subiendo y bajando como el de un animal enjaulado. Su mirada pasó de Gabriele a mí, por primera vez. Y comprendí algo que no había querido aceptar hasta ese instante: yo era la moneda en una deuda que no había contraído.Tragué saliva, sentí la traición clavarse como una espina. ¿Mi padre había aceptado esto? ¿Sabía lo que implicaba? ¿Era esto lo que venía rondándole la cabeza últimamente, su tensión constante, su incapacidad de mirarme a los ojos durante días?Mire a mi padre y el bajo la cabeza derrotado, humillado. Nunca le perdonaría algo como esto. Como me usaba como moneda de cambio.—¿Ella lo sabe? —preguntó Marco con una sonrisa amarga—. ¿Sabe lo que le espera?Gabriele no respondió. Su expresión permaneció inalterable, pero su mirada bajó apenas hacia mí. Y por un segundo —solo uno— creí ver algo más. Una sombra de pesar. De protección. Tal vez culpa. Pero se desvaneció tan rápido como apareció.—Lo sab
Había pasados unos días desde el incidente en el restaurante y la sensación de sentirme observada persistía. Era realmente inquietante. Pero mi rutina era la misma, levantarme, ayudar a mi madre, salir al trabajo y volver.Mi papá llevaba semanas comportándose de forma extraña. Desde chica supe que, cuando Tommaso estaba nervioso, se le notaba, apenas hablaba. Dormía mal. Y evitaba mirarme a los ojos.Ese día, por la mañana, mi papá me pidió que lo acompañara a una reunión, con su jefe.—Es importante para mí. No va a ser largo, Ludo.—Papá, tengo turno en el restaurante.—Ya hablé con Parisi, con tu jefe. Le pedí el día para ti.Me quedé en silencio. Era extraño. Papá, nunca se metía en mi trabajo. Me miró con una mezcla de urgencia y tristeza que me revolvió el estómago.—Solo acompáñame. Es una conversación, nada más. Confía en mí.Acepté.Nos subimos al auto. Manejó en silencio, sus manos sudaban sobre el volante. Lo observé mientras conducía por las colinas del norte de la ciudad
La vi entrar a su casa.Me bastó un solo segundo para saber que quería saberlo todo.La quería para mí.Su forma de mirarme, esa silueta perfecta que, aun sin mostrar lo que había debajo del delantal, dejaba intuirlo todo. Verla luego con su propia ropa no hacía más que confirmar que era una mujer hermosa—Quiero cada detalle de su vida —le dije a Gerónimo, mi guardaespaldas personal y mano derecha, sin apartar la vista de la puerta que se acababa de cerrar—. Hasta cuántas horas duerme, ¿entendido?—Sí, señor —respondió él con la cabeza gacha, mirando el camino.Sabía que cuando yo ordenaba algo, no quedaba espacio para el error. En Sicilia, no había rincón que escapara a mi control. Ni una esquina. Ni un suspiro.Grasso la había sacado barata.—Grasso recibió la encomienda —murmuré.—No creo que le queden ganas de volver a ponerle una mano encima a nadie, señor —respondió Gerónimo. Y eso me bastó para relajar el cuerpo, aunque la mente siguiera trabajando.—No quiero que aparezca en
Grasso no dejaba de hacer comentarios incómodos. Yo simplemente apreté los labios y seguí trabajando, fingiendo no escucharlo. Pero su actitud se volvió más atrevida. Cuando pasé por detrás de él, estiró el brazo para tocarme la cintura.—Vamos, no seas tímida. Seguro sonríes tan bien como luces —murmuró con esa voz babosa.Antes de que su mano me rozara, una voz grave se alzó desde el otro extremo de la mesa.—Eso está completamente fuera de lugar.Me giré, el corazón latiendo fuerte. Era él, el hombre de ojos color miel. Estaba erguido, atento, con la mirada fija en Grasso.—¿Disculpa? —replicó Grasso con arrogancia.—Ella está trabajando. No está aquí para aguantar tus vulgaridades —dijo con calma, pero con una firmeza que helaba.Grasso intentó mantener su postura.—¿Y tú quién te crees?—El único aquí que entiende lo que significa respeto —respondió sin levantar la voz.Un silencio tenso cubrió la sala. Uno de los otros hombres intentó reír para distender el ambiente.—Vamos, no
—¡Ginebra, Mattia! —grité mientras corría hacia la cocina—. ¡Apúrense, vamos a llegar tarde!Me apresuré, esquivando los juguetes y mochilas que mis hermanos habían dejado regados. El reloj marcaba que ya estábamos atrasados y, como siempre, yo era la encargada de llevarlos al colegio antes de ir a trabajar.—¡Ludo, no encuentro mis zapatos! —chilló Mattia desde el pasillo, descalzo y con el uniforme a medio poner.Resoplé, impaciente.—¡Ginebra, ayuda a Mattia a buscar sus zapatos! —grité a mi hermana, que aún no salía de su cuarto.A los segundos, Ginebra apareció con los zapatos de su hermano, victoriosa.—¡Los encontré! —anunció con una sonrisa—. ¡Deja de dejar tus cosas tiradas, Mattia!Me reí brevemente mientras servía leche caliente en las tazas y ponía pan con cecina en los platos. Todo lo hacía a la velocidad de quien sabe que no puede perder ni un segundo.—¿Y mamá? —preguntó Ginebra mientras se sentaba a la mesa.—Salió hacer un trámite al centro —respondí mientras me tomab