Después de la tormenta, llegó el silencio.
Un silencio diferente, no vacío ni lleno de miedo como antes. Era un silencio tibio, necesario. Como si el alma de esta casa, que había sido testigo de tanto horror, hubiera soltado por fin el aire contenido en sus paredes.
Gabriele se levantó temprano esos días. Aunque sus heridas no habían sanado del todo, su mente ya estaba despierta, tan afilada como siempre. Lo veía salir con determinación, hablar por teléfono durante horas, reunirse con hombres que antes me parecían meros fantasmas armados, pero que ahora empezaban a mostrar rostros humanos, rostros que dudaban, que buscaban dirección, que aceptaban que habían estado del lado equivocado.
La traición de Antonio, y de Marco con él, había dejado más que cicatrices. Había tambaleado estructuras que durante décadas se creyeron inquebrantables. Gabriele sabía que no bastaba con limpiar la superficie. Había que escarbar hondo, arrancar raíces podridas y sembrar algo nuevo. Y él lo estaba hacie