El auto negro me esperaba frente a la escalinata principal.
Gabriele ya estaba sentado en el asiento trasero, con una pierna cruzada y los ojos clavados en el parabrisas. Frío, inalcanzable. Ni una palabra, ni un gesto. Solo ese silencio espeso que lo envolvía como un muro.
Tragué saliva, sentí la garganta áspera, seca. Subí al auto con pasos tensos. Estaba atrapada otra vez. Él no se movió. Ni siquiera me miró. Como si fuera aire. O un estorbo.
El motor rugió suave y comenzamos a avanzar. Me obligué a mirar hacia adelante, a mantener la espalda recta. Pero el temblor en mis manos me delataba.
La voz de Don Antonio seguía en mi cabeza como un eco venenoso.
"Si hay que encerrarla para que entienda, la encierras."
Tuve que apretar los dientes para no soltar un sollozo. No iba a darles eso. No les iba a mostrar que me estaba rompiendo por dentro. Pero el miedo era real, estaba vivo, respiraba dentro de mí.
Quise romper el silencio. Necesitaba saber a dónde íbamos. Saber algo. Cualquier c