La noche se estiraba como una sombra interminable.
Habían pasado ya más de cinco horas desde que crucé la puerta de casa, y seguía sin poder respirar con normalidad. El cuerpo me dolía entero, no solo por las heridas que traía encima, sino por la tensión que me devoraba los nervios desde dentro. Sentía el peso del bebé en mi vientre, recordándome a cada momento que debía cuidar de él… pero ¿cómo podía hacerlo cuando mi alma estaba allá afuera, corriendo entre la oscuridad, persiguiendo a un fantasma que aún no sabía si respiraba?
Teresa, dulce, paciente, incansable, había intentado por todos los medios convencerme de que subiera a descansar. Me preparó un té con manzanilla y menta, lo dejó a mi lado, me acarició el cabello como lo hacía mi madre cuando era niña, e incluso me ofreció un cambio de ropa limpia. Pero nada lograba sacarme del sofá. No podía. No iba a cerrar los ojos hasta que supiera algo. Algo real. Algo que me dijera que Gabriele estaba vivo.
Había llamado a Fyodor, dos