La puerta se cerró con suavidad tras la salida de Antonio De Luca y su hijo. Me quedé sola, o eso parecía. Pero dentro de mí, el ruido era ensordecedor.
Me deslicé hacia la cama y me abracé las rodillas, dejando que el silencio llenara cada rincón. Todo estaba cambiando demasiado rápido. Todo había cambiado ya.
El mar, al otro lado de la ventana, seguía danzando como si nada. Azul profundo, eterno, indiferente. Como si mi vida no estuviera al borde del colapso.
Pensé en mi padre. Ese hombre recto, noble, que me enseñó desde niña a no deberle nada a nadie, a mirar siempre de frente, a hablar con la verdad. ¿Dónde quedó esa versión suya? ¿En qué momento decidió que su hija podía ser usada como ficha de cambio, como salvoconducto para saldar una deuda?
Apretaba los dientes, luchando contra las lágrimas. Lo peor era que parte de mí… lo entendía. Lo imaginaba desesperado, con amenazas en cada esquina, con la presión, ahogándolo hasta no poder respirar. Marco D’Amico no era cualquiera. Y cuando alguien así pone los ojos sobre tu familia, harías lo que fuera por protegerla. Incluso sacrificar a tu hija. Hasta yo había tomado una decisión tan difícil como esa, pensaba en mis hermanos y se me revolvía el estómago.
Pero debía hablar en algún momento con él, necesitaba una explicación de su propia boca.
Pero comprender no era perdonar.
Y luego estaba Gabriele. Su silencio. Su mentira. Su lealtad a un mundo del que siempre quise escapar. Un mundo que ahora me tenía atrapada.
Había intentado mantenerme al margen toda mi vida. Mientras las otras chicas suspiraban por los hijos de capos y se codeaban con familias con apellidos pesados, yo soñaba con vivir en otra ciudad, estudiar Comida internacional, ser Chef. Leía a escondidas recetas, quería poner en práctica todas esas preparaciones, ser una de esas mujeres que se salvaban solas. Y ahora mírame, encerrada en una villa custodiada, con un apellido que me protegía más de lo que yo quería aceptar.
Y lo peor… es que mi padre siempre trabajó para Antonio De Luca. Siempre estuvo dentro. Y yo nunca lo supe.
No sabía cuánto tiempo había pasado cuando un suave golpeteo interrumpió mis pensamientos. Me giré apenas, sin intención de responder. Pero la puerta se abrió, y una figura femenina se asomó con discreción.
—Señorina Ludovica… —dijo con voz suave.
Era la misma mujer que nos había recibido. De mediana edad, rostro redondeado, piel curtida por el sol y el tiempo, ojos dulces como los de una abuela. Me observó con una ternura que no me esperaba.
—La cena está servida. Don Antonio insiste en que baje a comer algo.
Negué con la cabeza, sin siquiera levantarme.
—No tengo hambre.
Ella no se movió. Se acercó un paso, con esa calma que solo tienen las mujeres que han visto demasiadas cosas y aún conservan la esperanza.
—Sé que no quiere ver a nadie. Y lo entiendo. Pero necesita comer. Aunque sea un poco.
Tragué saliva. Las lágrimas pugnaban por salir, y luchaba contra ellas como si fueran un enemigo más.
—No puedo… —susurré.
Ella asintió, como si ya lo supiera. Se sentó a mi lado, con la distancia justa para no invadir.
—Yo soy Teresa —dijo con dulzura—. Cuidé esta casa toda mi vida. Y también a ese niño terco que ahora se cree un hombre. A Gabriele.
Esa simple mención fue la grieta que quebró el dique. Las lágrimas cayeron sin pedir permiso. Teresa no dijo nada. Me rodeó con un brazo, sin apuro, y apoyé la cabeza en su hombro como si me conociera desde siempre. Me recordó a mi abuela. A esa mujer que me enseñaba canciones sicilianas antiguas mientras horneaba pan los domingos. Que me acariciaba el cabello cuando lloraba por tonterías. A ella sí le creía todo.
—No sé qué hago aquí —dije entre sollozos—. No quiero estar aquí. No quiero verlos. No quiero esta vida.
—Lo sé, hija. Lo sé —murmuró Teresa, acariciándome la cabeza—. Esto no es justo. Y es demasiado para alguien tan joven como tú.
—Mi papá… me entregó —dije con la voz ahogada—. Como si yo fuera un objeto.
Teresa suspiró, pesada, con una tristeza que parecía venir de muchas generaciones atrás.
—Tu padre cometió errores, sí. Pero también estuvo desesperado. Conozco a Tommaso desde que era un muchacho. No es un hombre malo. Solo… humano. Y a veces, los hombres buenos toman malas decisiones cuando sienten miedo.
No respondí. Mi pecho dolía demasiado.
—Y Gabriele… me mintió.
Ella hizo una pausa.
—Gabriele ha vivido entre sombras desde niño. Pero no es como su padre. Créeme cuando te lo digo. Lo crie yo. Y ese niño… tiene luz. Aunque a veces no sepa cómo usarla.
Me aparté un poco para mirarla. Había algo en su voz que me anclaba.
—¿De verdad cree que él es diferente?
—No me lo contaron, Ludovica. Yo lo vi. Lo vi llorar la primera vez que entendió lo que significaba su apellido. Lo vi esconder libros debajo de la cama cuando su padre le decía que leer era para débiles. Lo vi elegir callarse, muchas veces, por no traicionar a nadie. Es un De Luca, sí. Pero también es un hombre que ama. Y eso… cambia las cosas.
Me sequé las lágrimas con la manga del vestido.
—No sé si pueda confiar en él.
—No tienes que decidirlo ahora. Pero no cierres el corazón del todo. A veces, quienes más nos decepcionan, también son los únicos que pueden sostenernos cuando ya no queda nadie.
Teresa se levantó con un suspiro.
—Te dejo aquí, pero te traeré algo de sopa. Solo un poco. No por ellos. Por ti.
Asentí, sin voz. Por primera vez en muchas horas, sentí una brizna de calor en medio del hielo.
Cuando se fue, volví a mirar por la ventana. La noche había caído. La villa dormía. Pero en mí… empezaba a despertarse otra Ludovica. Una que, aunque dolida, no estaba dispuesta a ser espectadora de su destino.