La vi entrar a su casa.
Me bastó un solo segundo para saber que quería saberlo todo.
La quería para mí.
Su forma de mirarme, esa silueta perfecta que, aun sin mostrar lo que había debajo del delantal, dejaba intuirlo todo. Verla luego con su propia ropa no hacía más que confirmar que era una mujer hermosa
—Quiero cada detalle de su vida —le dije a Gerónimo, mi guardaespaldas personal y mano derecha, sin apartar la vista de la puerta que se acababa de cerrar—. Hasta cuántas horas duerme, ¿entendido? —Sí, señor —respondió él con la cabeza gacha, mirando el camino.Sabía que cuando yo ordenaba algo, no quedaba espacio para el error. En Sicilia, no había rincón que escapara a mi control. Ni una esquina. Ni un suspiro.
Grasso la había sacado barata.
—Grasso recibió la encomienda —murmuré. —No creo que le queden ganas de volver a ponerle una mano encima a nadie, señor —respondió Gerónimo. Y eso me bastó para relajar el cuerpo, aunque la mente siguiera trabajando.—No quiero que aparezca en público hasta que sane— dije.
—No se preocupe de eso, señor— dijo— tampoco creo que pueda por un tiempo.
Volví a pensar en ella. Ludovica. Incluso su nombre me sabía distinto en la boca. Pero ella... ella era otra cosa. Algo nuevo. Algo que no había visto antes.
—¿Cómo es que nunca la había notado? —pregunté en voz baja, más para mí que para él.
—Porque usted no viene seguido por esta parte de Sicilia —se atrevió a decir Gerónimo sin que yo se lo pidiera.Lo mire extrañado, pero tenía razón.
—Voy a empezar a venir más seguido, entonces —dije, y ya estaba pensando en quién tenía el control de Catania. No podía permitirme ignorar eso —¿quién la maneja?
—Creo que es Cecilio Fabbri, señor.
Asentí con un gesto.
—Quiero que la sigan. Quiero vigilancia las veinticuatro horas. Que nadie se le acerque. Nadie toca a su familia. ¿Está claro? Gerónimo solo asintió. Entonces dije: —Llámenlo. Ya. Quiero hablar con él, ahora.Lo puso en altavoz. El teléfono no llegó a sonar dos veces cuando la voz al otro lado respondió, cargada de tensión.
—Señor…Una sonrisa se me dibujó en los labios. Sabían que una llamada mía solo significaba una cosa: problemas. Pero esta vez era distinto. Aunque él no lo supiera, desde hoy Cecilio estaría bajo la lupa.
—Fabbri, cuéntame… ¿Cómo va todo por allá?
Silencio.
—Todo bien, señor. Hasta ahora todo ha ido bien. No he tenido inconvenientes. La recolección de los pagos se ha hecho a tiempo, las liquidaciones también… ¿Hay algún problema, señor?
Reí por lo bajo. El pobre pensaba que lo iba a enterrar vivo con una palabra, que realmente era lo que hacía con aquellos que me causaban problemas.
—Ningún problema —le dije con calma—. Pero quiero encargarte algo.
El silencio y el sentir, como vaciaba sus pulmones por el aire retenido, era divertido.
—Quiero que pongas a tu mejor hombre a vigilar una casa en Via San Giuseppe, número 28 —le dije a Fabbri—. Hay una familia que quiero proteger. Que no se les acerque nadie.
—Entendido, señor. ¿Nombre?Mientras hablaba con Fabbri, Gerónimo me entrego un teléfono con la información que le había solicitado. Ahí estaba los nombres de los padres de Ludovica y de sus hermanos.
—Conti. Su apellido es Conti. Su padre se llama Tommaso. La hija… Ludovica. Ella es la razón por la que hago esta llamada. Quiero que la vigilen de cerca. Que nadie se le cruce ni con la mirada.Hubo un breve silencio al otro lado. Entonces escuché cómo el aire se le escapaba de los pulmones nuevamente a Cecilio.
—¿Conti, señor? ¿Ludovica Conti?
Me incorporé apenas, con una ceja alzada.
—¿La conoces?—No, personalmente, señor… pero su padre, Tommaso Conti, trabaja para Don Antonio… Su padre. Lleva la contabilidad de algunos negocios pequeños en la zona central de Sicilia. Es de los discretos, de los que no hacen ruido, pero siempre ha estado cerca.
Entrecerré los ojos. Lo que comenzó como un simple deseo personal empezaba a enredarse con hilos familiares y cuentas pendientes.
—¿Desde hace cuánto está con mi padre?
—Unos diez años, tal vez más. Siempre bajo perfil. Pero… hay algo… que tal vez deba saber, señor.
—Habla.
—Tommaso tiene un problema, señor. Con el juego. Ha estado metido en círculos que no tienen el sello de aprobación, y según lo que me informaron… tiene una deuda considerable. El tema es que no es con cualquiera. Es con Marco D’Amico.
Sentí cómo algo se encendía en mi interior. Ese nombre no era menor.
— ¿D’Amico? ¿Y por cuánto estamos hablando?—No tengo la cifra exacta, pero es suficiente como para que D’Amico esté comenzando a presionar. Y ya sabe usted cómo es él. Si no puede cobrarle al padre… buscará dónde le duele.
Apreté los dientes, no podía estar pasando esto.
—¿Estás diciéndome que Ludovica podría estar en peligro?
—Lo que digo es que Tommaso está acorralado, señor. Y si no resuelve pronto, D’Amico va a tocar la puerta de su casa. Literalmente.
—Escúchame bien, Cecilio. Quiero que desde este momento el apellido Conti quede blindado, que sean intocables. Si D’Amico se acerca, si pregunta, si respira en dirección a esa familia, lo haces desaparecer. Que ni sueñe con tocar a Ludovica. Si hay una deuda, dile que me la cobre a mí.
—¿A usted, señor?
—Exactamente. Desde ahora, todo lo que tenga que ver con Ludovica Conti me pertenece. Si alguien osa acercarse, va a tener que responderme. ¿Queda claro?
—Clarísimo, señor. Voy a mover a mis hombres ahora mismo. Nadie tocará a esa familia. Le doy mi palabra.
—Y otra cosa, Cecilio…
—Sí, señor.—Esto no llega a oídos de mi padre. Aún no.
—Como usted diga. Será confidencial.
Corté sin despedirme. No lo necesitaba.
D’Amico era uno de los más leales a mi padre y contaba con toda la protección de la familia De Luca. Debía ser prudente en este tema.
Quedé en silencio un momento, con la vista fija en la calle desierta. Ludovica Conti, hija de un contador endeudado, vivía sin saber que el peligro se arrastraba cerca de su puerta. Pero también sin saber que alguien ya había decidido protegerla… a cualquier precio.
Y si el precio era sangre, que así fuera.