CAPÍTULO 2 El encuentro

Grasso no dejaba de hacer comentarios incómodos. Yo simplemente apreté los labios y seguí trabajando, fingiendo no escucharlo. Pero su actitud se volvió más atrevida. Cuando pasé por detrás de él, estiró el brazo para tocarme la cintura.

—Vamos, no seas tímida. Seguro sonríes tan bien como luces —murmuró con esa voz babosa.

Antes de que su mano me rozara, una voz grave se alzó desde el otro extremo de la mesa.

—Eso está completamente fuera de lugar.

Me giré, el corazón latiendo fuerte. Era él, el hombre de ojos color miel. Estaba erguido, atento, con la mirada fija en Grasso.

—¿Disculpa? —replicó Grasso con arrogancia.

—Ella está trabajando. No está aquí para aguantar tus vulgaridades —dijo con calma, pero con una firmeza que helaba.

Grasso intentó mantener su postura.

—¿Y tú quién te crees?

—El único aquí que entiende lo que significa respeto —respondió sin levantar la voz.

Un silencio tenso cubrió la sala. Uno de los otros hombres intentó reír para distender el ambiente.

—Vamos, no hagamos un escándalo por una chica…

—Una mujer —corrigió el hombre sin apartar los ojos de Grasso—. Y merece respeto.

Yo apenas podía respirar. Nunca nadie me había defendido así. Y lo hacía sin buscar nada, sin aprovecharse, sin mostrar otra intención que protegerme.

Grasso alzó su copa con una sonrisa falsa.

—No quise ofender. Solo admiraba.

—Admira en silencio —sentenció el hombre, retomando su copa.

El almuerzo siguió como si nada hubiera pasado, pero yo ya no era la misma. Algo dentro de mí había cambiado. Me sentía protegida. Vista. Y confundida.

Más tarde, al ir al baño, cuando había terminado el servicio y me había sacado el uniforme,  me topé en un pasillo estrecho con Grasso. Llevaba una copa y olía a alcohol fuerte.

—Te ves mejor sin el uniforme —dijo, acercándose.

—Déjeme pasar —dije firme.

Pero me bloqueó el paso, me acorraló contra la pared. La copa se cayó y se rompió en el suelo.

—No grites… solo quiero tocar un poco —susurró, e intentó subir su mano por mi pierna. Su aliento olía a alcohol y trataba de acercar su asquerosa boca a mi rostro.

—¡No! ¡Aléjese! —grité, empujándolo.

Forcejeé con todas mis fuerzas, pero era demasiado fuerte. Me invadió el pánico, la desesperación.

Y entonces, el estallido. Un disparo seco.

Grasso se quedó congelado. Yo también.

—Suéltala —ordenó una voz.

Él estaba allí, a unos pasos, con un arma plateada en la mano. Su expresión era de acero, sus ojos fijos en Grasso, radiando una rabia contenida.

—¡Estás loco! —gritó Grasso, soltándome.

—No. Solo sé defender lo que vale la pena. Y tú… no eres más que un cobarde.

Él dio un paso adelante, el arma firme.

—¿Un juego, dijiste? Un paso más y esta vez no fallo.

—Lo siento… fue una tontería… —balbuceó Grasso.

—Pide disculpas. A ella.

Grasso me miró, temblando.

—Perdón, señorita. No quise asustarte.

Yo no podía parar de temblar. Él guardó el arma, acercándose con suavidad.

—¿Estás bien? —preguntó con una voz inesperadamente tierna.

Asentí, sintiendo las lágrimas arder en los ojos.

—Gracias… si no hubiera sido por usted…

—No tienes que agradecerme. Nadie merece pasar por esto —dijo. Luego, suavizó el tono—. Me llamo Gabriele.

Yo no podía casi hablar y solo salió de mis labios un "Ludovica" casi como un susurro.

Quería irme. Solo irme a casa.

—¿Puedo llevarte? —ofreció.

Vacilé, pero algo en su mirada me hizo confiar. Asentí.

Durante el trayecto, casi no hablamos. Yo miraba por la ventana, nerviosa.

—¿Trabajas todos los días en el restaurante? —preguntó de pronto, con un interés genuino.

—Sí. Aunque no es un trabajo fijo… más bien por horas.

Llegamos. Me apresuré a bajar, queriendo escapar de toda la tensión acumulada.

—Gracias por todo, Gabriele —dije antes de entrar a casa.

Él no respondió. Solo me miró con esa intensidad tranquila que me había desarmado antes.

Esa noche no pude dormir.

Me giré una y otra vez entre las sábanas gastadas, con el cuerpo aun vibrando por la tensión acumulada, y la mente enredada en imágenes superpuestas: la copa rota, el sonido seco del disparo, el rostro desencajado de Grasso... y sus manos. Sus manos sobre mí. Me estremecí. La piel todavía me dolía en los lugares donde me había tocado. No con fuerza suficiente para dejar moretones, quizás, pero sí con esa violencia sorda que deja huellas invisibles, de esas que se sienten mucho después.

Intenté respirar profundo, calmar el corazón que no encontraba sosiego. Me levanté, caminé descalza hasta la ventana, la abrí un poco y dejé que el aire de la madrugada me acariciara el rostro. La ciudad dormía, o fingía hacerlo, como yo. Pero en mi interior, algo más que el miedo me mantenía despierta.

Gabriele.

Ese nombre empezó a repetirse en mi mente como una melodía sutil, suave y persistente. Él no tenía por qué intervenir. No me conocía. No ganaba nada con defenderme. Y, sin embargo, lo hizo. Con una determinación tan serena como feroz. Su voz, esa voz grave y segura, había cortado el aire como una espada afilada. Y luego, el arma… No sé cómo explicarlo, pero no sentí miedo de él. No cuando lo vi con el arma. No cuando lo escuché hablar. Sentí… protección. Una extraña calma. Como si, por primera vez en mucho tiempo, alguien me hubiese visto. Realmente visto.

Cerré los ojos. Apoyé la frente contra el marco frío de la ventana y lo imaginé de nuevo. Gabriele, con esa expresión de acero bajo la superficie tranquila. Su mirada color miel. Y esa forma de hablarme, suave pero firme. Como si yo valiera algo. Como si yo mereciera ser defendida. Como si fuera importante.

No sé en qué momento me quedé dormida de pie, o si regresé a la cama y me venció el cansancio. Pero lo que vino después fue un sueño, lo supe, apenas empezó… y, sin embargo, se sentía tan real.

“Estaba en el restaurante, pero vacío. Todo en penumbra, bañado por la luz cálida de las velas. Caminaba entre las mesas vacías, descalza, sin uniforme. Una música suave se filtraba desde algún rincón invisible. Y entonces lo vi. De pie, en medio del salón, vestido de negro, esperándome. Gabriele.

Me acerqué sin decir palabra. No hablábamos, pero lo entendíamos todo. Su mirada se volvió más intensa a medida que acortaba la distancia entre nosotros. Sentí su mano tomando la mía, guiándome. Me rodeó la cintura, pero esta vez no con violencia, sino con una delicadeza que me hizo temblar. Apoyé las manos en su pecho. Estaba cálido. Vivo.

—Estás a salvo ahora —me susurró, como si pudiera leer mis pensamientos.

Y luego me besó.

No fue un beso impaciente. Fue lento. Cálido. Infinito. Un beso que no exigía nada, pero lo ofrecía todo. Me derretí en sus brazos, mi cuerpo cediendo al calor de los suyos. El miedo se disipó como humo. El dolor, la angustia, la vergüenza… todo quedó atrás, borrado por la firmeza de sus labios sobre los míos”

Desperté sobresaltada, con el corazón agitado. Me llevé una mano a los labios, aún temblorosa. Afuera comenzaba a clarear. El sueño se desvanecía lentamente… pero su sensación no. Ese beso. Esa mirada.

Gabriele.

Aún no entendía por qué se había cruzado en mi camino. Pero lo que sí sabía, con una certeza nueva y extraña, era que él ya no saldría tan fácil de mi mente. Ni de mis sueños.

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP