El viento comenzaba a soplar con una frialdad que calaba los huesos, y yo apenas lo sentía. Me encontraba sentada en un banco improvisado dentro de una de las carpas médicas, cubierta con una manta gruesa que alguien me había puesto sobre los hombros. Había perdido la noción del tiempo. Podía ser media tarde o ya el inicio de la noche, pero mi mente seguía atada a una sola pregunta: ¿Dónde está Gabriele?
Un enfermero había atendido mis heridas. Mis pies, ensangrentados y llenos de cortaduras por correr descalza entre rocas y ramas, ahora estaban limpios, vendados, cubiertos por calcetas gruesas y unos botines acolchados. Las piernas, con raspones y moretones, también estaban cubiertas con gasas. Me habían ofrecido algo caliente para beber, me habían rogado que descansara, que me recostara al menos un par de horas, pero no podía.
Salvatore había sido estabilizado, lo subieron a una ambulancia improvisada que partiría rumbo al hospital más cercano, con un equipo médico que monitoreaba s