Volví a la habitación, me arrodillé junto a la manta, y recé. No con palabras elegantes. No con fórmulas aprendidas. Si no con el corazón roto.
—Protégelo, Dios —susurré—. Devuélveme a Gabriele. Devuélveme la esperanza. Por él. Por nuestro hijo. Por Salvatore.
Y en el silencio que siguió, creí escuchar un latido doble. No solo el mío. Si no el suyo. Lejano. Pero vivo.
El alba comenzaba a teñir el cielo de un gris casi pálido, y el silencio de la montaña había sido invadido por un zumbido cada vez más claro. Me puse de pie tambaleante, con el corazón detenido en el centro del pecho, apenas respirando. Ese ruido... era un motor.
Un vehículo se acercaba.
Fyodor salió primero, su mano buscando el arma por instinto, pero no la sacó. Observó, atento, con la mirada filosa como un halcón. Yo, desde la entrada del refugio, apenas podía sostenerme en pie, pero avancé un par de pasos, con la vista fija en la curva donde se perdía el sendero.
Una camioneta apareció finalmente, levantando polvo y