Los pasos se acercaban con una cadencia inconfundible. No necesitaba girar la cabeza para saber que era él. El silencio que se había instalado tras las palabras de Don Antonio se volvió más denso, más amenazante, como si todo en esa casa supiera cuándo contener el aliento.
Gabriele apareció en el umbral del comedor con esa seguridad arrogante que parecía envolverlo como un abrigo. Llevaba una camisa blanca con los primeros botones desabrochados y unos pantalones oscuros que marcaban su andar relajado, como si nada en el mundo pudiera alterarlo. Ni siquiera una discusión, ni siquiera mi odio. Su mirada recorrió la estancia, deteniéndose en su padre, luego en mí. No saludó. Solo caminó con calma hasta su lugar, frente a mí, y se sentó como si llegara a una cita informal, como si todo fuera parte de una rutina pactada.
El ruido de la taza de café de Don Antonio al posarse sobre el platillo rompió el breve silencio.
—Ha sido una mañana interesante —comentó con voz baja, sin ocultar el sar