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CAPÍTULO 8 Comenzando una nueva vida

Desperté con un sobresalto. El corazón me latía como si hubiera estado corriendo durante horas, y por un segundo, no supe dónde estaba. El techo alto, las cortinas de lino blanco moviéndose suavemente por la brisa del mar, la habitación pulcra y ajena... Nada me resultaba familiar. Me incorporé lentamente, sintiendo cómo el cuerpo protestaba, aun con la ropa del día anterior pegada a la piel. El vestido estaba arrugado, la tela áspera y húmeda de tanto llanto. Había dormido —si es que a eso se le podía llamar dormir—, hecha un ovillo sobre las sábanas sin deshacer, con la almohada empapada de lágrimas.

Una parte de mí deseó que todo hubiera sido una pesadilla. Que en cualquier momento sonara el despertador de mi viejo celular, que tuviera que correr a ponerme el uniforme del restaurante y salir corriendo a trabajar. Incluso anhelé ese cansancio rutinario, los pedidos de último momento, el vapor de las ollas, los gritos de la cocina. Pero no. No era un mal sueño.

Estaba allí. En esa villa imponente. Como prisionera.

El crujido leve de la puerta me alertó antes de que la figura apareciera. Teresa. Con el mismo gesto amable de la noche anterior, pero con los ojos más despiertos, más firmes.

—Buenos días, señorina —dijo con suavidad, avanzando unos pasos hacia la cama—. El desayuno ya está servido.

Me froté los ojos con el dorso de la mano, sintiendo cómo los párpados se negaban a despegarse del todo.

—No tengo hambre —murmuré con voz rasposa.

Teresa ladeó la cabeza. Se notaba que esperaba esa respuesta. Se acercó un poco más, pero esta vez no había ternura en su mirada, sino una firmeza que no le conocía.

—No es una invitación, Ludovica. Es una orden.

Fruncí el ceño, aturdida.

—¿Una orden?

—Don Antonio no quedó contento con que no cenaras anoche. Y ha dejado claro que hoy no se tolerará un segundo desplante. Dice que eres parte de esta casa ahora. Que debes cumplir con tus responsabilidades.

—¿Responsabilidades? —repetí con incredulidad, sintiendo cómo el calor de la rabia me subía por el pecho—. ¡Yo no pedí estar aquí! ¡No elegí esto!

—Lo sé, hija —susurró Teresa, y por un instante volvió a ser la mujer de anoche—. Pero no tienes elección. Y lo que hagas... tiene consecuencias. Créeme, no quieres empezar mal con él.

Me quedé en silencio. Tenía mil cosas que decir, pero ninguna podía cambiar lo esencial: estaba atrapada. A regañadientes, me incorporé y me pasé una mano por el cabello enmarañado. Ni siquiera me ofreció ropa nueva. Tal vez porque sabían que no pensaba instalarme de verdad.

—No tengo por qué lucir presentable —mascullé mientras salía de la cama y me calzaba los zapatos—. Que sepa que no me interesa agradarle.

Teresa no respondió. Me observó un instante y luego salió en silencio, dándome espacio. Caminé detrás de ella por los pasillos impecables de la villa, notando los cuadros colgados, las molduras doradas, el mármol brillante. Todo tan distante de mi mundo, tan excesivo. Como si la opulencia tuviera que gritar para tapar la podredumbre que sostenía esos muros.

El comedor era amplio, decorado con un gusto frío. Una mesa larga, demasiado para tan pocos comensales. Antonio De Luca ya estaba sentado en la cabecera, impecable en su traje gris, con un periódico desplegado frente a él y una taza de café humeante a un costado. No levantó la vista de inmediato. Me acerqué con lentitud, sin ocultar la incomodidad que sentía, el rencor que hervía bajo mi piel.

—Buenos días —dije, sin esfuerzo alguno, por sonar cordial.

Antonio levantó la vista, me miró de arriba abajo con una expresión indescifrable, y luego asintió con un gesto apenas perceptible.

—Veo que finalmente decidiste cumplir.

—Me obligaron.

—No es lo mismo. —Dobla con cuidado el periódico y lo deja a un lado, clavando en mí unos ojos fríos como el acero—. Estás aquí bajo nuestro techo. Te alimentas de nuestra mesa. Vestirás gracias a nuestra generosidad. No te confundas, Ludovica. Esto no es una prisión. Pero tampoco es un hotel.

—¿Generosidad? —espeté, alzando la voz sin querer—. ¿Así le llaman ahora a secuestrar a alguien?

Él apoyó los codos sobre la mesa, cruzando las manos frente a su boca. Me observaba como si yo fuera una criatura salvaje a la que intentaba domar.

—Tienes carácter. Lo admito. Pero eso no cambia los hechos. Tu padre firmó un contrato. Lo que él hizo, lo hizo con pleno conocimiento de las consecuencias. Tú ahora formas parte de esta familia. Te guste o no.

—Yo no soy una De Luca —escupí, sintiendo cómo la indignación me nublaba la razón—. No lo seré nunca.

Antonio soltó una leve carcajada, sin humor.

—Te equivocas, ragazza. Desde el momento en que cruzaste esa puerta, lo eres. Y más te vale empezar a actuar como tal. Aquí no se tolera la rebeldía. Mucho menos la ingratitud.

Una criada se acercó en ese momento con un plato de porcelana blanca y lo colocó frente a mí con cuidado. Era un desayuno continental, elegante y sobrio. Nada de tostadas quemadas o café barato como los de mi vida anterior. Todo parecía dispuesto para mostrar que yo estaba en un mundo diferente. Uno donde no se aceptaban quejas.

No toqué la comida. Lo miré directamente a los ojos.

—¿Y si no obedezco? ¿Qué harán? ¿Me encerrarán?

Antonio se inclinó hacia mí, sin perder esa sonrisa gélida que tanto se parecía a la de su hijo.

—¿Encerrarte? No, Ludovica. Pero créeme… hay otras formas de hacerte entender que aquí no decides tú. Este no es tu mundo. No tienes aliados aquí. Nadie vendrá a rescatarte.

Sus palabras cayeron como piedras. Una parte de mí temblaba, quería gritar, correr, desaparecer. Pero no le iba a dar ese gusto. Me forcé a mantenerme erguida, a que no se notara el miedo que me apretaba el estómago.

—Pueden obligarme a estar aquí. Pero no a pertenecer.

Antonio entrecerró los ojos. Luego tomó su taza de café con una calma que me pareció más amenazante que si hubiera levantado la voz.

—Ya veremos, Ludovica. A todos se les quiebra el orgullo, tarde o temprano. Algunos en semanas. Otros en meses. Pero nadie sale de esta familia siendo el mismo. Y tú... no serás la excepción.

Tragué saliva, obligándome a no ceder. Me sentía sucia. Humillada. Como si mis decisiones ya no me pertenecieran. Pero lo peor era la certeza de que tenía razón. No había nadie allá afuera que pudiera sacarme. Nadie que pudiera luchar contra ellos.

Justo en ese instante, escuché pasos acercándose. Reconocí el ritmo, firme pero pausado. No necesitaba verlo para saber quién era.

Gabriele.

Mi cuerpo se tensó de inmediato. No sabía si era odio, miedo o algo aún más confuso lo que me sacudía. Pero sabía que no estaba preparada para enfrentarlo. No todavía. No después de todo lo que había callado, de todo lo que me había escondido.

Antes de que entrara, aparté la mirada del comedor y la fijé en la ventana. El mar seguía ahí. Imperturbable. Mientras yo, encerrada en esta jaula dorada, luchaba por no perderme a mí misma.

Porque si iba a sobrevivir, necesitaba recordar quién era. Cada día. Cada mañana.

Aunque quisieran llamarme De Luca desde ahora.

Antonia Di María

Mis queridas, espero que hasta aquí la historia les haya gustado, nos espera mucho más de esta pareja. Les comento que estaré publicando a diario y que será dos veces al día, así que estén atentas. Pero si o sí, publico dos veces al día. Un abrazo y muchas gracias por leer.

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