Inicio / Mafia / Entre sus ojos y el infierno / CAPÍTULO 4 Saber la verdad
CAPÍTULO 4 Saber la verdad

Había pasados unos días desde el incidente en el restaurante y la sensación de sentirme observada persistía. Era realmente inquietante. Pero mi rutina era la misma, levantarme, ayudar a mi madre, salir al trabajo y volver.

Mi papá llevaba semanas comportándose de forma extraña. Desde chica supe que, cuando Tommaso estaba nervioso, se le notaba, apenas hablaba. Dormía mal. Y evitaba mirarme a los ojos.

Ese día, por la mañana, mi papá me pidió que lo acompañara a una reunión, con su jefe.

—Es importante para mí. No va a ser largo, Ludo.

—Papá, tengo turno en el restaurante.

—Ya hablé con Parisi, con tu jefe. Le pedí el día para ti.

Me quedé en silencio. Era extraño. Papá, nunca se metía en mi trabajo. Me miró con una mezcla de urgencia y tristeza que me revolvió el estómago.

—Solo acompáñame. Es una conversación, nada más. Confía en mí.

Acepté.

Nos subimos al auto. Manejó en silencio, sus manos sudaban sobre el volante. Lo observé mientras conducía por las colinas del norte de la ciudad, hasta llegar a una villa apartada. No era una oficina ni un restaurante. Era una casa antigua, con muros gruesos y persianas verdes. Un par de hombres vestidos de negro custodiaban la entrada.

—Papá, ¿qué es este lugar?

—Es solo una conversación, Ludovica. Por favor.

El corazón me latió fuerte. Aun así, lo seguí.

Dentro de la casa, nos guiaron hasta un salón con techos altos y una enorme mesa de madera oscura. Sentado al fondo estaba un hombre con traje azul, cabello canoso, peinado hacia atrás y ojos tan negros que parecían absorber la luz.

—Tommaso Conti —dijo al levantarse—. Bienvenido. Y esta debe ser Ludovica.

Mi padre asintió, sin sonreír. Estaba tenso como un alambre.

—Ella es mi hija mayor.

—Mucho gusto, signorina —dijo el hombre. Me extendió la mano. Su apretón fue firme y cálido, pero sentí un escalofrío.

Nos sentamos.

—Mi nombre es Marco D’Amico. Trabajo con tu padre desde hace tiempo.

Lo miré. No sabía nada de él.

—Su padre ha sido un buen contador durante muchos años —continuó D’Amico—. Leal. Dedicado. Trabaja para Don Antonio De Luca, supongo que ese nombre no te suena, ¿cierto?

Sacudí la cabeza. Pero algo dentro de mí ya empezaba a conectar los puntos. Sabía perfectamente quienes eran los De Luca.

—Hace unos meses, tu padre firmó un acuerdo para cubrir una deuda importante. Un documento legal, sellado. Muy claro.

Mi padre se veía nervioso y cerró los ojos.

—Pensé que tendría tiempo. Que podría pagar de otra manera.

D’Amico sacó una copia del contrato y lo extendió sobre la mesa. No sabía de qué hablaban hasta que escuché la frase que me cambió la vida.

—La deuda queda saldada con la entrega de su hija mayor, como garantía de servicio y pertenencia a la Familia De Luca. Así lo indica la cláusula.

—¡¿Qué?! —me levanté de golpe—. ¡¿Cómo que "garantía"?! ¡Yo no soy parte de ningún acuerdo!

—Tú no —dijo Marco, sin inmutarse—. Pero tu padre sí. Y firmó.

—¡Papá, dime que no es cierto!

Él no pudo responder. Tenía los ojos enrojecidos.

—Ludovica, lo hice por todos. Por tu madre, por Ginebra, por Mattia. Si no aceptaba, nos quitaban todo y nuestra vida estaba en peligro.

—¡¿Y me entregas a mí?! ¡¿A quién!

Entonces lo escuché. Una puerta se abrió tras de mí. Y su voz.

—A mí.

El tal Marco abrió los ojos, de sorpresa, al ver la figura que entraba por la puerta.

Me di la vuelta. Era él. Gabriele.

Mi Gabriele. O eso creí. Con el mismo traje oscuro, la misma mirada intensa. Pero ahora no estaba en un restaurante, dejándome en casa. Estaba en su mundo. Y yo, atrapada en él.

—¡¡Tú...!! —susurré.

—Gabriele De Luca. Hijo de Don Antonio. Y ahora, quién se hará responsable de ti.

Todo se volvió borroso. La sangre me retumbaba en los oídos. Quería correr. Gritar. Despertar.

Pero sabía que nada volvería a ser como antes.

Papá me había entregado. Y el hombre que no podía sacar de mi cabeza era parte de un mundo que siempre creí muy lejano.

Pero ya era demasiado tarde. Ese mundo me había alcanzado.

—¿Qué haces aquí, De Luca? —escupió Marco D’Amico, con el ceño fruncido y la voz cargada de veneno.

Gabriele no respondió al instante. Avanzó con calma, como si el peligro no existiera, y tomó asiento en una de las sillas del salón. Se cruzó de piernas con elegancia y empezó a acomodarse el traje oscuro con estudiada indiferencia.

Fue entonces cuando las puertas se abrieron de golpe, y tres hombres armados entraron en silencio. Rodearon el lugar como sombras bien entrenadas, apuntando directamente a D’Amico y a sus hombres con una frialdad escalofriante.

Gabriele alzó la vista, como si recién recordara que no estaba solo.

—Como dijiste, me llevo a la chica —anunció con voz firme, sin necesidad de alzarla—. Pago de la deuda, para servicios de la Familia De Luca.

Su mirada se clavó en Marco, afilada como un cuchillo. No había ni rastro de titubeo en su expresión.

—Y el cabeza de la familia soy yo… o me equivoco, D’Amico.

El silencio que siguió fue pesado, cargado de electricidad. Marco se tensó visiblemente. La ira le subía desde el cuello, rojo como una antorcha. Una vena palpitaba con furia junto a su mandíbula, y sus puños se cerraron como si quisieran estallar.

—De Luca —gruñó entre dientes—, esto lo hablaré con tu padre.

—Lo sé —respondió Gabriele, ladeando ligeramente la cabeza—. Pero tal vez no te enteraste de que mi padre ya se jubiló. Ahora mando yo.

Marco dio un paso amenazante hacia él, pero antes de que pudiera terminar el movimiento, uno de los hombres de Gabriele disparó al suelo, justo frente a sus pies. El eco del disparo retumbó en las paredes y me heló la sangre. Un grito se me atoró en la garganta, aunque logré no dejarlo salir. Todo mi cuerpo temblaba, pero no me atreví a mover un músculo.

Recordé el sonido del disparo en el restaurante días atrás. La escena en la que ese mismo hombre me defendió, Gabriele. El desconocido con ojos miel que hablaban de peligro, y, sin embargo, también de protección. ¿Qué hacía él aquí? ¿Qué significaba todo esto?

Marco no se movió. Su rostro, tenso como una roca, se mantuvo inmóvil, pero sus ojos delataban que estaba valorando todas sus opciones. Sabía que cualquier movimiento en falso lo podía dejar muerto.

—Ahórrame el trabajo de tener que limpiar este lugar —dijo Gabriele con tono seco, casi aburrido, como si hablara del clima—. Todavía eres útil a la familia. Y le prometí a mi padre que tendría consideración contigo. No me obligues a matarte, Marco.

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP