Marco D’Amico respiró hondo, su pecho subiendo y bajando como el de un animal enjaulado. Su mirada pasó de Gabriele a mí, por primera vez. Y comprendí algo que no había querido aceptar hasta ese instante: yo era la moneda en una deuda que no había contraído.
Tragué saliva, sentí la traición clavarse como una espina. ¿Mi padre había aceptado esto? ¿Sabía lo que implicaba? ¿Era esto lo que venía rondándole la cabeza últimamente, su tensión constante, su incapacidad de mirarme a los ojos durante días?
Mire a mi padre y el bajo la cabeza derrotado, humillado. Nunca le perdonaría algo como esto. Como me usaba como moneda de cambio.
—¿Ella lo sabe? —preguntó Marco con una sonrisa amarga—. ¿Sabe lo que le espera?
Gabriele no respondió. Su expresión permaneció inalterable, pero su mirada bajó apenas hacia mí. Y por un segundo —solo uno— creí ver algo más. Una sombra de pesar. De protección. Tal vez culpa. Pero se desvaneció tan rápido como apareció.
—Lo sabrá cuando sea necesario —fue todo lo que dijo.
Marco soltó una risa áspera.
—Entonces eres peor que tu padre.
Gabriele se levantó despacio, desperezándose como un lobo que ha ganado una pelea sin mancharse el pelaje.
—Tal vez —dijo—. Pero a diferencia de él, no repito advertencias.
Miró a sus hombres e hizo una señal leve con la cabeza. Uno de ellos me indicó que me acercara. Me quedé congelada. Las piernas no me respondían. Quería gritar, correr, pedirle explicaciones a alguien. ¿A mi padre? ¿A ese hombre que había compartido la mesa conmigo, que me había criado, protegido, pero que ahora había negociado mi libertad?
Lo miré, con el corazón a mil. ¿Confiaba en él? ¿Podía? ¿Podía confiar en alguien que se presentaba con hombres armados a reclamarme como pago?
Y, sin embargo, di un paso hacia él.
D’Amico se quedó atrás, envuelto en su furia silenciosa. Derrotado, pero no vencido. Sus ojos gritaron promesas de revancha. Gabriele los ignoró. Me tendió la mano. No me tocó. Solo la dejó ahí, en el aire, esperando. Decidí tomarla.
Cuando mis dedos rozaron los suyos, sentí el calor. Y también el peso. Ese contacto sellaba algo. Una decisión. Un destino.
Y aunque no lo sabía aún, ese fue el instante exacto en que dejé de ser solo Ludovica Conti.
Y comencé a convertirme en alguien que aún no entendía.
El motor del auto rugía suave mientras avanzábamos por calles que apenas reconocía, pero eso no me importaba. Mi mundo interior era un hervidero, un torbellino imposible de calmar.
Iba sentada junto a Gabriele en el asiento trasero, con las manos apretadas sobre las rodillas, mirando fijamente al frente. Él, como si nada, se había desabrochado el botón del saco y había reclinado ligeramente la cabeza hacia atrás, con ese aire de calma estudiada que me enfermaba. El chofer manejaba en silencio, como si no existiera.
—¿Por qué no me lo dijiste? —mi voz fue apenas un susurro, ronca de ira contenida.
Gabriele no respondió. Ni siquiera me miró. Solo entrecerró los ojos, como si estuviera cansado.
—¿Por qué no me dijiste que eras un maldito De Luca?
Esa vez sí volteó el rostro, pero su expresión no cambió. Ni una ceja se movió.
—¿Por qué? —Repetí, alzando la voz—. ¡Me hiciste creer que eras alguien más! Me defendiste en ese restaurante como si fueras un héroe, como si fueras… una persona decente. Y ahora resulta que no solo formas parte de la mafia, ¡eres la cabeza de ella!
Mi voz temblaba, pero no de miedo. Era ira. Ira en su forma más pura.
—¿Sabes lo que significa eso para mí? ¡Yo no quiero tener nada que ver con un delincuente! ¡Con un asesino! —escupí la palabra con asco.
Él seguía mirándome en silencio. Me puse de pie, aunque el techo bajo del auto me obligó a inclinarme torpemente, y lo empujé con fuerza en el hombro.
—¡Dime algo! ¡Contéstame, maldito cobarde!
Gabriele apenas se movió. Me observaba con esa calma monstruosa que solo intensificaba mi furia.
—¡Me mentiste! ¡Todo fue una maldita farsa! —le grité, golpeándole el pecho con ambas manos—. ¡No tienes derecho! ¡Ninguno! ¡No puedes tomarme como si fuera tuya! ¡No soy propiedad de nadie!
Y seguí golpeando. Mis manos lo empujaban, lo golpeaban sin mucha fuerza, pero con toda la rabia que me habitaba. Quería hacerle daño. Quería arañarlo, romper esa máscara de hielo que usaba. Quería que me viera. Que me escuchara.
Y entonces, con un movimiento rápido, él me sujetó las muñecas con una sola mano, fuerte pero sin lastimarme, y en un parpadeo me atrajo hacia él.
—¡Suéltame! —le grité.
Pero antes de que pudiera decir otra palabra, me besó.
Fue brutal. Fue inesperado. Fue el final de todo lo que yo entendía como control.
Sus labios se apoderaron de los míos sin permiso, como quien conquista un territorio sin anunciar su llegada. Yo debí empujarlo, gritar, arañarlo, escupirle la cara. Pero mi cuerpo… no reaccionó así.
Mi cuerpo me traicionó.
La furia se mezcló con el calor, con la electricidad salvaje que recorrió cada nervio de mi piel. El sabor de su boca, ese roce áspero y ardiente, rompió algo en mí. Algo que no sabía que existía. Lo odiaba. Dios, lo odiaba. Pero no podía negar lo que sentía. No en ese beso. No en ese instante.
Cuando me soltó, respiré con dificultad. Mis labios ardían, mis mejillas también. Lo miré, confundida, avergonzada, enfurecida, derrotada.
Y fue entonces cuando habló, por fin.
—Te besé para que te callaras —dijo en voz baja, sin apartar los ojos de los míos—. No porque te lo merezcas. No porque haya sido el momento. Si no, porque necesitabas parar antes de decir algo de lo que te arrepentirías.
Me quedé helada.
—No vuelvas a hacer eso —susurré, pero ni yo me creí. Mi voz tembló. Estaba perdiendo el control. Me odiaba por eso.
—No vuelvas a provocarlo —respondió él con la misma calma, como si no acabara de devorarme la boca.
—¿Qué se supone que quieres de mí? —logré decir—. ¿Vas a usarme como una especie de esclava? ¿Vas a encerrarme en alguna casa sucia como pago de la deuda de mi padre?
Gabriele me miró, esta vez sin máscara. Sus ojos se endurecieron.
—Jamás tocaría a una mujer que no quisiera ser tocada. Y no soy mi padre. No te traje para eso, Ludovica.
—¿Entonces para qué? —pregunté, casi sin voz.
Gabriele se reclinó hacia atrás y cerró los ojos por un momento. Luego respondió:
—Porque tu padre nos debía más de lo que él podía pagar. Y porque si no te traía conmigo, D’Amico te habría vendido a cualquier otro. Porque tú no sabías en qué mundo vivías, Ludovica. Y ahora lo sabes.
Yo no quería saberlo. No quería ser parte de ese mundo. No quería mirar a Gabriele y sentir lo que sentía. No quería recordar el sabor de su boca ni el calor en mi pecho.
Pero ya era tarde para eso.