La puerta se cerró con suavidad tras la salida de Antonio De Luca y su hijo. Me quedé sola, o eso parecía. Pero dentro de mí, el ruido era ensordecedor.Me deslicé hacia la cama y me abracé las rodillas, dejando que el silencio llenara cada rincón. Todo estaba cambiando demasiado rápido. Todo había cambiado ya.El mar, al otro lado de la ventana, seguía danzando como si nada. Azul profundo, eterno, indiferente. Como si mi vida no estuviera al borde del colapso.Pensé en mi padre. Ese hombre recto, noble, que me enseñó desde niña a no deberle nada a nadie, a mirar siempre de frente, a hablar con la verdad. ¿Dónde quedó esa versión suya? ¿En qué momento decidió que su hija podía ser usada como ficha de cambio, como salvoconducto para saldar una deuda?Apretaba los dientes, luchando contra las lágrimas. Lo peor era que parte de mí… lo entendía. Lo imaginaba desesperado, con amenazas en cada esquina, con la presión, ahogándolo hasta no poder respirar. Marco D’Amico no era cualquiera. Y cu
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