n un reino donde la magia está prohibida y los magos son perseguidos sin piedad, Eryn, un joven hechicero que ha perdido todo, se oculta bajo una falsa identidad para sobrevivir. Refugiado en el mismísimo castillo de sus enemigos, logra infiltrarse como sirviente sin imaginar que terminará vinculado al heredero del trono, el arrogante y encantador príncipe Evdenor. Lo que comienza como un enfrentamiento entre orgullos se transforma en una peligrosa cercanía. Con su pasado oculto, su magia reprimida y un corazón que empieza a traicionarlo, Eryn deberá decidir si arriesgarse a confiar… o perderse para siempre en el juego entre coronas y hechizos.
Leer másCon la llegada de los caballeros reales de los tres reinos imponentes de las Tierras Altas, el pequeño pueblo donde vivía Eryn se convirtió en un campo de destrucción y lamento.
Eryn, de dieciocho primaveras, corría entre flechas incendiarias, esquivándolas con suerte, mientras tiraba con fuerza de la mano de su madre. Ella, a pesar de estar herida, intentaba seguirle el paso con todas sus fuerzas... pero no sirvió de mucho. Uno de los caballeros logró alcanzarlos. Con la lanza que traía, golpeó a Eryn en el estómago con violencia, haciendo que cayera al suelo, golpeándose el rostro en el proceso. -¡Dividan a las mujeres de los hombres! -gritó una voz fuerte, la del que parecía comandar la tropa. -¡Mujeres a la hoguera! ¡A los hombres, matadlos como podáis! Eryn, aturdido, apenas podía levantar la vista, pero alcanzó a ver cómo tomaban a su madre del cabello y la arrastraban por la tierra. Ella pataleaba, gritaba, suplicando que no le hicieran daño a su hijo. El muchacho, desesperado, intentó levantarse, pero fue golpeado nuevamente por el mismo caballero. Sintió cómo sus ojos se llenaban de lágrimas. El hombre lo tomó del cabello, alzó la espada... Iba a decapitarlo. Su madre, aún siendo arrastrada, logró verlo. Con el miedo ardiendo en el pecho, murmuró el último hechizo que le quedaba. Las palabras apenas fueron un susurro, pero suficientes. El caballero que sostenía a su hijo cayó sin vida al suelo, y Eryn también volvió a caer, libre del agarre. -¡Eryn, corre! ¡Corre, Eryn! -gritó su madre con todas las fuerzas que le quedaban. Y aunque su mente y corazón querían correr hacia ella, su cuerpo respondió a su voz. Se dio la vuelta y corrió hacia el bosque, con una velocidad que no comprendía de dónde salía. Muy a su pesar... logró escapar. Eryn sabía que algún día encontrarían su pueblo. Era inevitable. Al fin y al cabo, era un asentamiento de hechiceros y brujas, y los humanos los odiaban por eventos ocurridos muchos años atrás. La represalia nunca cesó. Por eso, los magos decidieron esconderse. Eryn era uno de ellos, aunque no se sentía como tal. Nunca había logrado realizar un solo hechizo. Desde niño fue considerado inútil en su comunidad. Solo su madre creía en él, diciéndole que era cuestión de tiempo para que su magia despertara. Pero había algo más: sus ojos eran azules profundos, diferentes al gris azulado que compartían todos los demás magos. Por eso, Eryn dudaba de sí mismo. Dudaba incluso de su naturaleza. Su madre siempre le había dicho que si el pueblo caía, él debía huir sin mirar atrás. Buscar un reino cercano, mezclarse con los humanos, vivir una vida sencilla... alejado de la guerra y de su origen. Eryn jamás pensó hacerle caso. Hasta hoy. Caminó por el bosque con el corazón roto, el cuerpo adolorido y un nudo en la garganta que no podía soltar. Quería llorar, pero no tenía tiempo. Sabía que los caballeros avanzarían hacia la misma dirección, rastreando a cualquiera que escapara. Con las lágrimas corriéndole por las mejillas, apuró el paso. Al llegar a la entrada del Reino Haro, vio cómo unos comerciantes descargaban productos. Con cuidado, se escondió en uno de los carruajes, logrando ingresar sin ser visto por los guardias reales. Una vez dentro, solo debía encontrar la manera de sobrevivir. Su madre le había insistido: debía ir al castillo y convertirse en sirviente. Era la manera más segura de mantenerse con vida. Además, gracias a su aspecto, sabía que tenía posibilidades. Los reyes del lugar eran superficiales, y preferían rodearse de sirvientes atractivos. Y así fue como Eryn, sucio, asustado y herido, logró ser aceptado como posible sirviente del castillo. Sin magia. Sin familia. Sin rumbo. Solo con una orden tatuada en el alma: sobrevivir.Sus labios se estrellaron contra los de Eryn en un beso voraz, cargado de semanas de frustración y un deseo que ya no podían contener. Evdenor saboreó la dulzura de esos labios que ahora devoraba con una urgencia animal, perdido en la suave y a la vez ardiente sensación que lo consumía. Al caer juntos sobre la cama, el príncipe no desperdició un segundo: atrajo con fuerza el cuerpo más pequeño de Eryn contra el suyo, apretándole la cintura con una mano firme mientras lo envolvían en el calor que ambos desprendían.Eryn, por su parte, no pudo ni intentar apartarse. De su garganta solo escapaban gemidos ahogados por la boca insaciable del rubio. Se sentía diminuto, vulnerable, derretido bajo las grandes manos de Evdenor que recorrían su espalda, sus brazos, y se detenían con posesividad en sus glúteos, haciendo que temblara de anticipación y un deseo que lo avergonzaba y excitaba por igual.En la habitación solo se escuchaba el sonido húmedo y obsceno de sus bocas encontrándose, los gem
La siguiente semana no fue diferente a la anterior: Eryn seguía durmiendo en el suelo de las cámaras de los sirvientes, con frío… aunque lo más gélido no era la piedra bajo su espalda, sino el carácter del príncipe, que cada día ponía más distancia entre ambos, haciendo que Eryn se molestara.Sabía que no era por lo de Fae. Si Evdenor sospechara que él la había ayudado, la realidad sería otra: ya estaría siendo investigado o metido en una celda en las mazmorras.Por lo que, si Evdenor tenía esa actitud, era únicamente porque no le gustaba algo que hizo, o —más probable aún— porque estaba haciendo un berrinche como todo niño mimado.¡Cómo lo odiaba cuando se comportaba de esa manera!Las noches seguían iguales: él regresando cansado del trabajo, no solo por las tareas que le dejaba Evdenor, sino también como asistente del viejo médico. El anciano, ya de edad avanzada, prefería no arriesgarse a salir en las bajas temperaturas y mandaba a Eryn a buscar las hierbas para sus brebajes y med
Las murallas del reino se alzaban majestuosas entre la bruma de la mañana, cubiertas por un manto blanco que recién comenzaba a tejer el invierno. El galope de los caballos se fue apagando hasta convertirse en pasos pesados sobre la nieve, mientras dos figuras se aproximaban a las puertas principales.Los guardias, al reconocerlos, se apresuraron a abrir el portón. Algunos se inclinaron, otros susurraron entre sí, sorprendidos por el estado en que regresaban el príncipe y su acompañante. Evdenor no se detuvo a dar explicaciones; atravesó el umbral con la capa oscura ondeando al viento helado, seguido de cerca por Eryn, que apretaba contra su rostro la bufanda azul. Ninguno dijo palabra.Las antorchas del patio iluminaban el regreso silencioso, y por primera vez en mucho tiempo, Evdenor sintió que no cargaba un triunfo en su espalda, sino un vacío imposible de disimular.El frío golpeaba su cuerpo sin piedad, pero no era nada en comparación con el incendio que lo abrasaba por dentro.¿
Después de la primera trampa no fue fácil; tal y como lo había dicho Eryn, el lugar estaba minado de trampas y acertijos muy extraños. Para suerte de Evdenor, la mayoría de los rompecabezas estaban relacionados con la magia, por lo que Eryn había resuelto la mayoría sin que el príncipe se diera cuenta siquiera de lo que ocurría. Sin embargo, cuando se trataba de una trampa que ponía en riesgo sus vidas —porque eran varias— era Evdenor quien terminaba salvándolos. Como ahora, cuando Eryn, tontamente, pisó un tablón que sobresalía del suelo; este se hundió y, al poco tiempo, de todas las paredes comenzaron a salir pequeños tubos con puntas afiladas. Evdenor, con la rapidez y agilidad que había desarrollado por los entrenamientos diarios, logró agacharse a tiempo y, de paso, arrastró consigo a Eryn. Los tubos comenzaron a expulsar flechas de hierro a una velocidad que silbaba en el aire. Eryn, con el corazón desbocado, apenas alcanzó a cubrirse el rostro con los brazos, pero Evdenor
Era de noche y Eryn estaba terminando de ordenar todo en las cámaras de su príncipe, bajo la mirada constante de este, que lo seguía en cada movimiento. El mago acomodó el tenedor con elegancia y presentó la cena a Evdenor, para luego dirigirse a la cama y colocar otra cobija. La noche era helada; el clima, aunque cambiante, había dado paso oficialmente al invierno y, como si no pudiera faltar, la temperatura descendió aún más.Por suerte todavía no había indicios de nevada, pero era seguro que llegaría en los próximos días. Con una energía que ni él mismo comprendía, el hechicero añadió más leña a la chimenea de la habitación.—¿Por qué te ves tan contento? —interrogó el príncipe mientras comenzaba a cenar.—No se habla con la boca llena —regañó Eryn, doblando un pañuelo para colocarlo junto a la mano de Evdenor—. Y es por el frío.Mentía. No le gustaba nada el frío: casi había muerto congelado en la choza donde vivía de niño. El frío solo era disfrutable para quienes tenían un techo
Era de noche y Eryn estaba terminando de ordenar todo en las cámaras de su príncipe, bajo la mirada constante de este, que lo seguía en cada movimiento. El mago acomodó el tenedor con elegancia y presentó la cena a Evdenor, para luego dirigirse a la cama y colocar otra cobija. La noche era helada; el clima, aunque cambiante, había dado paso oficialmente al invierno y, como si no pudiera faltar, la temperatura descendió aún más.Por suerte todavía no había indicios de nevada, pero era seguro que llegaría en los próximos días. Con una energía que ni él mismo comprendía, el hechicero añadió más leña a la chimenea de la habitación.—¿Por qué te ves tan contento? —interrogó el príncipe mientras comenzaba a cenar.—No se habla con la boca llena —regañó Eryn, doblando un pañuelo para colocarlo junto a la mano de Evdenor—. Y es por el frío.Mentía. No le gustaba nada el frío: casi había muerto congelado en la choza donde vivía de niño. El frío solo era disfrutable para quienes tenían un techo
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