En el pequeño pero poderoso reino de Argemiria, el príncipe heredero Elian carga con el peso de una corona marcada por secretos y tradiciones inquebrantables. Cuando la Casa Real contrata a Anya Ríos, una consultora matrimonial determinada y brillante, para encontrarle una esposa adecuada, ninguno de los dos imagina que el destino pondrá en jaque no solo sus deberes, sino también sus corazones. Entre intrigas palaciegas, alianzas peligrosas y agendas ocultas, Anya debe navegar un mundo donde el poder lo corrompe todo, y donde cada candidata oculta más de lo que muestra. Mientras el príncipe lucha entre cumplir con las expectativas de su familia y buscar un amor verdadero, Anya se debate entre mantener su ética profesional y sucumbir a la atracción prohibida que crece entre ellos. En un juego donde nada es lo que parece, La corona real revela la lucha por la libertad, la verdad y el amor en un escenario donde la traición acecha a cada paso, y el precio de romper las reglas puede ser la pérdida de todo.
Leer másLa oficina de Anya Ríos olía a menta y papel nuevo, una mezcla cultivada para infundir confianza en sus clientes sin parecer afectada. Las paredes estaban forradas con estanterías bajas repletas de libros sobre psicología, comportamiento social y biografías de personajes históricos que habían casado por poder y sobrevivido para contarlo. En el centro, un escritorio de líneas limpias sostenía un ordenador portátil, una libreta de cuero con iniciales doradas y un reloj de arena que Anya usaba más por efecto que por medida.
Frente a ella, un hombre de mediana edad removía incómodo el nudo de su corbata, con el gesto de quien acaba de recibir una mala noticia que ya intuía desde hacía tiempo.
—No está buscando pareja, señor Vargas —dijo Anya, sin sombra de juicio en su voz—. Está buscando a una mujer que tolere su silencio y lo celebre como virtud. Eso no es amor. Es estrategia de supervivencia.
El hombre abrió la boca, pero no encontró nada que decir.
—Le recomiendo que se tome un año sabático emocional. Y si aún desea trabajar conmigo después, será bienvenida su consulta.
El silencio se alargó. Vargas se levantó, recogió su chaqueta y salió sin despedirse.
Anya suspiró en cuanto la puerta se cerró. Solo entonces permitió que la tensión se disolviera un poco en sus hombros. No era fácil ser implacable con clientes influyentes, pero su reputación se había forjado, precisamente, en esa línea que separaba la diplomacia de la honestidad brutal.
Se levantó para servirse un café cuando notó el sobre. No había escuchado la puerta. Nadie había llamado. Un sobre blanco, sin membrete, reposaba ahora sobre su escritorio, junto al reloj de arena. Lo abrió con cautela.
Dentro, una sola tarjeta, gruesa como una invitación de gala. En letras grabadas en seco, leía:
Palacio de Eirenthal solicita su presencia. Asunto confidencial. Vehículo asignado la recogerá a las 15:00 horas. Su tiempo es requerido, no solicitado.
Nada más. Ningún contacto. Ninguna explicación.
El reloj de arena marcaba aún tres minutos de arena en su descenso.
Anya no era supersticiosa, pero supo —en ese instante— que su vida acababa de desviarse de curso. Y no había mapa para lo que venía.
El vehículo asignado era negro, sobrio, sin placas visibles. Conductor de guantes grises. Ni una palabra durante el trayecto.
Cuando el automóvil cruzó las rejas del Palacio de Eirenthal, Anya entendió que toda su preparación profesional —sus años de estudio, su firma consolidada, sus seminarios con elites políticas y empresariales— no la habían preparado para esto.
El palacio no era solo hermoso. Era imponente. Cada rincón parecía diseñado para intimidar, desde las columnas de mármol hasta los techos con frescos mitológicos que relataban gestas de reyes que nadie recordaba pero todos reverenciaban. A lo lejos, un ala estaba parcialmente oculta bajo lonas blancas. Restauraciones, supuso.
Un mayordomo la condujo a través de pasillos laberínticos, sin explicaciones ni indicaciones sobre a dónde se dirigían. Anya notó las cámaras ocultas, los micrófonos camuflados en molduras, los ecos cuidadosamente gestionados por la arquitectura para amplificar pasos y palabras. Todo estaba diseñado para observar sin ser visto. Para recordar quién tenía el control.
Finalmente, cruzaron un umbral tallado con emblemas heráldicos. Al otro lado, un salón de proporciones más contenidas, aunque no menos intimidante. Allí la esperaban tres personas.
Una mujer de cabello blanco impecable, ojos como cuchillas de hielo. Un hombre en uniforme militar, tal vez de seguridad interna. Y un tercero, con la postura de quien no está acostumbrado a esperar.
El príncipe.
Anya lo reconoció de inmediato, aunque las fotografías públicas no le hacían justicia. Elian no tenía el aire decorativo de otros aristócratas. Había en él algo contenido, feroz en su control. Como una bestia enjaulada con conciencia de su papel.
—Señorita Ríos —dijo la mujer de cabello blanco, con una sonrisa tan medida como sus palabras—. Le agradecemos su puntualidad.
Anya saludó con una leve inclinación.
—Mi tiempo ha sido requerido. Sería descortés llegar tarde.
Elian alzó apenas una ceja. Primer punto, pensó ella.
—Le hemos solicitado —comenzó la mujer— porque necesitamos sus servicios en un asunto que exige total discreción y competencia.
Anya mantuvo la mirada firme. No preguntó. Esperó.
—El príncipe heredero requiere iniciar un proceso de vinculación con posibles candidatas para matrimonio —añadió el hombre del uniforme—. Políticamente conveniente. Emocionalmente viable. Usted es conocida por lograr lo primero sin sacrificar lo segundo.
Silencio. Elian no hablaba aún.
—¿Desean que analice perfiles? ¿O que participe activamente en la selección? —preguntó Anya.
—Ambas cosas —respondió la mujer—. Y más.
La mirada del príncipe se alzó, finalmente, y la sostuvo.
—Mi familia cree que necesito una esposa —dijo, como si hablara de una prenda o una prótesis—. Usted ha sido contratada para encontrarla.
Anya asintió, pero su voz fue más cortante de lo esperado.
—¿Y usted qué cree?
—Que este proceso será una farsa —respondió Elian—. Y que las farsas bien ejecutadas requieren guionistas inteligentes.
La tensión entre ambos era palpable, y la mujer de cabello blanco pareció estar a punto de intervenir, pero Anya habló primero.
—Aceptaré el encargo bajo tres condiciones. Primera: autonomía total en el análisis de las candidatas. Segunda: acceso sin restricciones a los antecedentes sociales y conductuales de cada aspirante. Tercera: derecho a concluir el proceso si detecto falsificación, manipulación o conflicto ético irreconciliable.
Elian se levantó.
—No es usted quien pone condiciones en esta corte.
—No lo hago como ciudadana. Lo hago como experta. Ustedes pueden encontrar otra profesional dispuesta a decir lo que desean oír. Yo no soy esa persona.
La mujer contuvo una sonrisa. El hombre del uniforme pareció contener algo distinto: molestia, tal vez.
Elian caminó hacia la ventana.
—Aceptado.
Anya sintió una punzada de vértigo. Como si el suelo, por un instante, hubiese desaparecido bajo sus pies.
—Entonces tenemos un contrato —dijo, volviéndose hacia la mujer de blanco.
—En efecto. Pasaremos a la formalización.
—
La sala de protocolo era más pequeña. Más fría.
Un secretario de ceño sombrío presentó el contrato en una carpeta forrada en terciopelo gris. Las cláusulas eran claras. Todo lo hablado estaba allí. Pero había algo más.
Una última página, sin membrete oficial, donde se enumeraban obligaciones de confidencialidad firmadas por “órdenes superiores”.
—¿Qué jurisdicción tiene esta cláusula? —preguntó Anya.
—Ninguna que esté sujeta a revisión legal —respondió el secretario.
Ella firmó.
Fue entonces cuando lo notó.
Bajo la carpeta, algo sobresalía apenas. Una hoja doblada, sin membrete, sin numeración. Nadie más pareció haberla visto. Deslizó los dedos con disimulo y la tomó antes de cerrar la carpeta.
Ya en el pasillo, sola por primera vez en horas, Anya abrió el papel.
Solo una frase, escrita a mano:
“No confíes en los muros que te protegen. Escuchan. Y recuerdan.”
El papel tembló ligeramente entre sus dedos.
No por miedo. Aún no.
Sino por la certeza —silenciosa y sólida— de que acababa de entrar en un mundo que no toleraba errores, ni debilidades, ni verdades mal dichas.
Y ella había firmado su nombre en la primera página de ese laberinto.
La sala del ala oeste reservada para entrevistas era más sobria que majestuosa, una rareza dentro del barroco Palacio Eirenthal. Con sus paredes de madera oscura, alfombra gris acero y apenas dos jarrones de porcelana antigua custodiando la estancia, el lugar ofrecía neutralidad, un espacio donde las jerarquías se desdibujaban por un instante.Anya ya había aprendido que ese tipo de espacios eran útiles para observar, no solo lo que una persona decía, sino cómo lo decía. Y con Marzanna Dömink, cada palabra era un filo. Vestía un conjunto negro de líneas modernas, deliberadamente ajeno al estilo tradicional de la corte. Su postura no era de sumisión, ni siquiera de colaboración. Era un animal salvaje en una jaula demasiado pulida.—¿Así que quieres saber
La mañana comenzó con un silencio irregular, cargado de una quietud extraña. Ni los pasos en el pasillo, ni los susurros del personal de servicio, ni siquiera el leve crujido de las viejas tuberías del ala diplomática acompañaron el despertar de Anya. Había dormido mal. Una inquietud indefinida la había mantenido al filo de la conciencia durante gran parte de la noche, como si su cuerpo ya intuyera que algo no estaba bien.Cuando abrió la puerta de su residencia en el ala este, el sobresalto fue inmediato: sobre la alfombra, cuidadosamente colocada como si hubiese sido entregada por manos invisibles, había una caja rectangular envuelta en papel blanco marfil. Al abrirla, un ramo de rosas rojas descansaba sobre un lecho de terciopelo negro. Eran perfectas, casi demasiado, como si no hubiesen sido cortadas de un rosal sino fabricadas por un artesano con obsesión por los detalles.Pero no era su belleza lo que aceleró el pulso de Anya. Fue lo que yacía entre los pétalos centrales: una pe
El Gran Salón del Palacio Eirenthal brillaba bajo la opulencia de candelabros de cristal, reflejando destellos dorados que parecían multiplicarse sobre las superficies de mármol y las mesas engalanadas con arreglos florales de una precisión casi quirúrgica. La atmósfera vibraba con una mezcla de anticipación y protocolo, la tensión palpable en cada suspiro contenido, en cada movimiento cuidadosamente calculado.Anya estaba de pie cerca de una de las columnas de mármol, observando el despliegue con una mirada que no se dejaba engañar por la pompa y circunstancia. Frente a ella, la nobleza de Eirenthal y los diplomáticos invitados de Zérik discutían en grupos cerrados, intercambiando sonrisas medidas y elogios templados, pero bajo esa superficie reluciente, Anya sabía que todo se reducía a un juego de poder, donde las alianzas se forjaban y se deshacían como piezas en un tablero invisible.Elian, impecable en su uniforme ceremonial, era el centro de atención, aunque no por su voluntad.
Desde que había llegado al Palacio Eirenthal, Anya había entendido que la figura de la Reina Madre era más que un simple título. Era una sombra omnipresente que influía en cada decisión, en cada susurro, y cuya ausencia física comenzaba a llenar el aire con un silencio inquietante.El intento de Anya por concertar una audiencia con la Reina Madre no era solo una formalidad protocolar, sino una necesidad estratégica. Para entender los hilos que movían la corte, para anticipar movimientos, para conocer a la mujer que, pese a su ausencia, parecía gobernar más que cualquier otro.Sin embargo, cada solicitud que hacía era pospuesta con una excusa diferente, siempre un retraso indefinido, un motivo vago que se repetía como un eco distante: “La Reina Madre no se encuentra en condiciones”, “La Reina necesita reposo absoluto”, “La salud de Su Majestad es delicada y requiere privacidad”.Fue en los corredores y cocinas donde Anya comenzó a escuchar rumores más palpables que las respuestas ofici
El día había comenzado con la formalidad que caracteriza a cualquier amanecer en el Palacio Eirenthal, pero para Anya la solemnidad de la mañana no era más que una máscara que ocultaba un laberinto de secretos. Mientras el sol despuntaba por detrás de los muros centenarios y las campanas del reloj marcaban una hora tardía, ella ya se encontraba frente a la puerta del Archivo Confidencial, la sección más protegida del palacio, donde se custodiaban los antecedentes de todos los miembros de la nobleza y las personas bajo escrutinio directo del trono.Anya había hecho la solicitud formal unas horas antes. Era un paso lógico, casi imprescindible, si quería cumplir con su misión y proteger al príncipe Elian. Pero sabía, en el fondo, que no sería sencillo. En ese mundo, la transparencia era un privilegio muy bien guardado, reservado para quienes poseían el derecho, o para aquellos a quienes convenía que supieran ciertas verdades.—Lo siento, señorita Ríos —le había dicho el jefe de protocolo
El vestíbulo del Palacio Eirenthal estaba preparado para una velada que pretendía ser de elegancia inquebrantable, a pesar de la ausencia oficial de la Reina Madre. La noticia corría con delicada discreción: problemas de salud, aseguraban, pero la sombra de un poder en retirada flotaba en el aire, invisible pero palpable.Anya ajustó el vestido que le habían facilitado para la ocasión, una pieza sobria pero con un corte impecable que balanceaba autoridad y discreción. No era solo una invitada más; esa noche entraba en un tablero de juegos mucho más complejo que el mero protocolo.El aire estaba cargado de aromas refinados —jardines de flores exóticas mezclados con el sutil perfume del incienso— y la luz de los candelabros reflejaba destellos dorados sobre las paredes revestidas en terciopelo carmesí.Su tarea era clara: conocer a las candidatas preseleccionadas para la mano del príncipe Elian, observarlas sin llamar la atención, entender la dinámica oculta detrás de sus sonrisas estud
Último capítulo