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05 La magia de la medicina.

Habían pasado más de tres meses desde el incidente en el bosque. Eryn ya se encontraba de vuelta con la actitud de siempre, realizando sus tareas y cumpliendo los caprichos del príncipe. No era mucho tiempo, pero la diferencia en el trato que ambos se tenían ahora era grande.

Las peleas y discusiones nunca pararon entre los dos. La pequeña diferencia era que, la mayoría de las veces, solo discutían para no perder la costumbre y tratar de fingir que no estaban cómodos con la presencia del otro... aunque sí lo disfrutaban.

Ya no eran un simple amo y sirviente, sino algo más parecido a la amistad, aunque jamás lo admitirían. El príncipe, quien antes se consideraba el ser más independiente, ahora no podía vivir sin la ayuda o compañía de su pequeño sirviente. No lo dejaba en paz, y cuando debía darle un día libre, de casualidad el príncipe aparecía al menos una vez al día por donde estuviera Eryn.

Su relación no pasó desapercibida por ciertas personas que notaron cómo el príncipe se excedía de confianza, dejando que Eryn opinara, hablara, e incluso lo regañara en ciertos momentos. No era muy seguido, pero sí pasaba, lo cual era sumamente sorprendente, puesto que el príncipe siempre había sido muy cerrado con las personas, incluso con sus más fieles caballeros.

Otra cosa que había hecho Eryn en ese poco tiempo fue aprenderse todos los gestos de Evdenor, conociendo de memoria lo que planeaba hacer o qué se le cruzaba por la cabeza con un simple gesto suyo. También había descubierto que el rubio era muy infantil cuando tomaba confianza, se metía en cosas que no debía y le encantaba llevarle la contraria al rey.

Después del incidente del secuestro, Evdenor había cumplido con lo que dijo: le había comprado otra bufanda, pero no solo una, sino seis de distintos colores (aunque casi siempre usaba la azul, su favorita, por el hecho de que se la había tejido su madre). Eryn tomó eso como una disculpa de su parte, aunque no lo fuese.

Sin embargo, a pesar de que todo iba bien, Eryn solía tener sueños lúcidos extraños y alguna que otra pesadilla referente al príncipe azul, ya que no olvidaba la manera en que lo había tocado.

Cuando lo recordaba, se sentía mal.

Pero Eryn no solo se había dedicado a complacer los caprichos de Evdenor. Ahora también era ayudante del médico de la corte, quien, al ver el conocimiento que tenía el pequeño sirviente en botánica y ciertos trucos con hierbas, decidió tomarlo como discípulo. Al principio Evdenor no tuvo problema en compartir a su sirviente con el viejo, después de todo era decisión de Eryn si iba o no. Además, podía ser bueno para el reino que hubiera otro con esos conocimientos, ya que el médico estaba viejo y, como lo había dicho Evdenor:

-En un suspiro más, se nos va.

Además, descubrieron que Eryn no era nada tonto, pues sabía leer y escribir a la perfección. Eso hizo que el príncipe lo regañara, porque si lo hubiese sabido desde el principio, ya lo hubiera obligado a realizar sus compromisos reales de escritura, a lo cual Eryn lo había mirado con mala cara.

Pero no todo fue color de rosa. Al poco tiempo de que el pequeño mago empezara como discípulo, el humor del heredero cambió... a uno más molesto para el pobre sirviente.

La tarde en Haro se arrastraba con una pereza insoportable, y en los jardines del castillo solo se escuchaba el zumbido de los insectos y el canto lejano de las aves. Evdenor estaba tirado bajo una pérgola de sombra, con una copa de fruta fresca y cara de fastidio.

-¿Dónde demonios estás? -gruñó, lanzando una cereza al aire y atrapándola con la boca.

Como invocado por un hechizo (o la costumbre de aparecer justo cuando Evdenor lo necesitaba), Eryn dobló la esquina del pasillo con una carpeta en mano y una pequeña bolsa de tela colgando de su cinturón.

-¿Me llamabas, alteza? -preguntó, sin disimular la ironía.

-¡Llevo una hora esperándote! Tenías que traer los informes del inventario, no irte de paseo.

-No fue un paseo-replicó, dejándole los papeles sobre la mesa-. Estaba con el médico, estudiando botánica. Me pidió ayuda para clasificar unas hierbas nuevas.

Evdenor lo miró como si acabara de confesar que estaba enamorado de un espantapájaros.

-¿Botánica? ¿Desde cuándo te interesa eso?

-Desde que descubrí que no todo el mundo se pasa el día tirado como lagarto al sol -replicó con una sonrisita.

Evdenor lo fulminó con la mirada, pero Eryn ya se había agachado para sacar una pequeña flor prensada de su bolsita.

-Mirá esto -le dijo, extendiéndosela-. Se llama liria roja, crece en zonas húmedas y se puede usar para calmar fiebres.

-¿El viejo te regaló flores ahora? -preguntó el príncipe, cruzándose de brazos como niño ofendido-. ¿Qué sigue, una serenata con laúd?

-No seas ridículo.

-No soy ridículo, solo me resulta... curioso. Antes siempre estabas encima mío, y ahora pasás el día en la enfermería oliendo hojas secas.

-Estoy aprendiendo cosas útiles -respondió Eryn, tratando de sonar neutral-. Además, el médico tiene buenos libros. Y no me grita por cada estupidez como cierto rubio mimado.

Evdenor se incorporó de golpe, acercándose con lentitud, ojos entrecerrados.

-¿Te cae bien ese viejo? -preguntó con voz baja, casi peligrosa.

-¿Y qué si me cae bien?

-Nada. Solo me parece interesante que ahora compartas secretos con alguien más -susurró, deteniéndose a un paso de él-. Pensé que yo era tu "dueño exclusivo".

Eryn lo miró, levantando una ceja con expresión seca.

-Yo no soy de nadie, alteza.

-Claro que no -dijo Evdenor, sonriendo, pero sus ojos no acompañaban-. Solo recordá quién fue el que te salvó la vida y te dio cama caliente.

-Y vos recordá quién te impidió tomar veneno en la cena de gala -contraatacó Eryn, dando media vuelta con la flor en mano.

Evdenor lo siguió con la mirada mientras se alejaba.

-¡Si el viejo empieza a darte abrazos, quiero estar presente! -gritó detrás de él.

-¡No seas celoso! -respondió Eryn sin girarse, alzando una mano en señal de burla.

Evdenor gruñó por lo bajo.

Celoso. Claro que no estaba celoso.

Solo... incómodo.

Mucho.

Estaban robando la atención de su sirviente y eso le molestaba.

-----

El día estaba por acabar y, con él, el pequeño mago también terminaba sus tareas con el viejo médico.

—Son las últimas hierbas que recolecté —informó, bajando la canasta con dichas hojas.

El viejo solo le dedicó una mirada sin decir nada, a lo cual Eryn ya estaba acostumbrado. El señor Lean no era una persona muy carismática ni comunicativa, pero para el pequeño mago eso estaba bien.

Su apariencia era ya la de una persona mayor, no tan alta, con ojos grises y cabello largo y canoso. Al principio, se le pasó por la cabeza que podría ser un mago, pero lo descartó por el simple hecho de estar en Haro.

—Niño, búscame la raíz que usamos ayer —pidió seco y sin humor.

El olor a hierbas secas y resinas amargas impregnaba la sala del boticario. Eryn buscaba una raíz que el médico le había pedido, revolviendo los estantes del fondo, donde raramente se tocaban frascos.

Al mover uno de los estantes para alcanzar una caja caída, un frasco delgado de cristal azul resbaló entre sus dedos y se estrelló contra el suelo.

Pero no se rompió.

Quedó temblando en el suelo de piedra, emitiendo una tenue luz plateada desde su interior. Un líquido denso flotaba como si no obedeciera a la gravedad. Eryn lo recogió con los ojos muy abiertos, reconociendo al instante que aquello no era una medicina común.

—¿Qué es esto...? —murmuró, sin aliento.

El médico, que hasta entonces trabajaba de espaldas, se volvió lentamente. Su expresión se tensó al ver lo que sostenía Eryn.

—No deberías tocar eso, chico —dijo con un tono más grave de lo habitual—. Aunque... supongo que ya es hora.

Eryn alzó la mirada. El anciano lo observaba con una seriedad distinta, casi solemne. El silencio se alargó, hasta que el viejo suspiró.

—Eso es esencia lunar. Un arte antiguo... que ya casi nadie recuerda. Porque casi nadie queda.

Eryn entrecerró los ojos.

—¿Usted es...?

—Sí. Soy un mago. Uno de los últimos —dijo, y con un leve gesto, extendió su mano hacia una flor marchita en un jarrón cercano. Una luz suave brotó de su palma, y el tallo se enderezó, floreciendo de nuevo.

Eryn retrocedió un paso, los ojos brillando por la sorpresa.

—¿Pero qué tipo de mago...?

Ese tipo de magia que había utilizado solo lo había visto con una persona, y él creía que era la última en su clase: su madre, una Lunara.

Los Lunara eran característicos por su piel pálida como la nieve y poca resistencia al sol, ojos grises como la ceniza y cabellos rubios platinados. Entre todos los magos, esa especie era la más deseada por su poder mágico. Pero, de igual forma, fueron los primeros en morir masivamente: eran cazados como animales, incluso antes de la guerra mágica. Entre los mismos magos intentaban poseer uno para obtener juventud eterna, salud y hasta buena suerte.

Su madre había sido una de las pocas que habían sobrevivido y, cuando lo tuvo, lloró de felicidad al ver que no había salido con su apariencia.

—Un Lunara —respondió el anciano con voz baja, casi reverente—. Nuestra sangre trae curación... suerte, dicen algunos. Pero no es gratuita. Somos raros... peligrosos para ciertos reinos. Pensé que estábamos extintos. Hasta que llegaste tú.

Eryn bajó la mirada, tocándose instintivamente la bufanda que cubría su cuello.

—Yo no soy un Lunara —dijo en voz baja—. Pero mi madre sí.

El médico parpadeó.

—¿Qué dijiste?

—Ella era como usted. Su piel era tan blanca que parecía nieve. Odiaba el sol, siempre se cubría con telas azules que ella misma tejía. Y tenía... los ojos grises y esa capacidad de curar con solo una sonrisa —confesó con nostalgia.

Eryn lo miró curioso, sin creer que había un Lunara vivo, y encima, en el reino Haro.

—¿Pero cómo es que vives aquí? Tu apariencia es la más notoria de un mago.

—El rey lo sabe. De hecho, era un prisionero antes de ser médico —dijo, recordando amargamente—, pero luego la reina enfermó. Intentaron curarla de muchas formas, con muchos médicos, pero ninguno supo cómo ayudarla. Eventualmente falleció, pero su pequeño hijo, Evdenor, había tenido la mala suerte de nacer con la misma enfermedad que su madre. La enfermedad lo atacó cuando apenas tenía tres meses de nacido. Sin opción y con el corazón en la mano, el rey recurrió a lo que más odiaba para tratar de salvar lo que más amaba: su hijo.

Fue ahí que recordó al prisionero mago que tenía. Hicimos un trato: si salvaba la vida de su hijo, yo tendría una buena vida en su reino. Y fue así como ese intercambio cambió para siempre el destino de cada uno.

Eryn escuchaba atentamente, sin poder creerlo.

El anciano se acercó despacio, casi con reverencia, olvidando por un momento su historia para enfocarse en ese pequeño mago que parecía no entender qué era.

Normalmente, los magos podían sentir la presencia de otro mago. Fue así como, desde el primer día, el viejo médico se había dado cuenta de que el nuevo sirviente del príncipe no era normal, pero este parecía no darse cuenta de lo que era el médico. Y eso le llamó la atención. Por eso había querido tenerlo cerca, con la excusa de que quería un discípulo.

—¿Y tú? ¿Tú eres...?

Eryn negó con la cabeza, aunque sus ojos —azules profundos y no grises— contradecían la herencia de su madre.

—No soy como tú —admitió—. Ni siquiera sé qué tipo de magia es la mía. No sé usarla y, cuando digo un hechizo, pasa el efecto contrario y... me debilita.

El médico lo miró con una mezcla de confusión y curiosidad. Si su madre fue una Lunara, él debía tener algo de eso en él, al menos un poco. Sin decir nada, el médico salió de la habitación, dejando a Eryn confundido.

Pero no tardó mucho en volver.

D e repente, escuchó el suave aleteo de plumas. El médico había regresado del jardín trasero, y en su mano traía una pequeña paloma mensajera de pecho blanco.

-¿Eso es para enviar algo? -preguntó Eryn, limpiándose las manos por su ropa. Queria acariciar al animal.

-No exactamente -dijo el anciano con un tono misterioso. Acto seguido, tomó un pequeño cuchillo curvo y con un movimiento preciso, realizó un pequeño corte en el ala del ave. Esta chilló débilmente y se retorció entre sus manos.

-¡¿Qué hace?! -Eryn dio un paso al frente, indignado.

-Tranquilo. Solo quiero probar algo. Acércate -le dijo con voz suave, dejando a la paloma en la mesa.

Eryn miró a la criatura con dolor en los ojos. Se acercó lentamente, notando cómo temblaba de miedo y de dolor. La herida no era grave, pero sangraba.

-Pon tu mano sobre ella -ordenó el médico-. No pienses en nada, solo concéntrate en querer que deje de sufrir.

Eryn lo miró confundido, pero obedeció. Apoyó sus dedos sobre la cabecita del ave. Cerró los ojos, respiró hondo y deseó con todo su ser que el dolor desapareciera.

Unos segundos después, la paloma dejó de moverse y se quedó quieta, respirando con tranquilidad.

-¿Lo... lo hice? -preguntó Eryn con una sonrisa pequeña.

-Le quitaste el dolor, sí. Pero no la herida. -El anciano entrecerró los ojos, como si evaluara una fórmula imposible-. Dame tu mano.

Eryn se la tendió sin pensar, y en cuanto lo hizo, el médico le clavó el dedo índice con una pequeña aguja.

-¡Ay! ¿Qué hace ahora usted?

Una gota de sangre brotó de su dedo y cayó directamente sobre la herida del ala. Apenas tocó las plumas manchadas, la sangre brilló levemente... y la herida se cerró por completo.

Eryn abrió los ojos como platos, sonriendo con asombro.

-¿Lo curé? ¡¿Yo lo hice?!

Pero al levantar la mirada hacia el médico, notó que este no sonreía.

-¿Por qué pone esa cara?

El viejo tomó su muñeca con firmeza y le remangó la manga del brazo derecho.

-Mira.

Donde la paloma había sido herida... ahora Eryn tenía una herida idéntica. No profunda, pero sí roja, abierta y reciente.

Eryn palideció.

-¿Qué...? ¿Cómo...?

-No eres un Lunara puro -dijo el médico en voz baja-. Pero tienes su sangre. Esa magia no te permite curar sin pagar el precio. Sanas... con tu propio dolor.

Eryn se quedó quieto, procesando la información.

-¿Pero como..?

-Despues de todo eres hijo de una lunara, aunque tu magia este mezclada con otro linaje, quiza es por eso no sabes controlarla; el linaje de tu padre te dio la profundidad de tus ojos, tu tipo y color de cabello y una magia extraña que se funciono con la calida y sanadora de tu madre.

-¿Que sabes de tu padre?- pregunto, tomando la mano del mago para simplemente colocar su mano sobre la herida reciente que desaparecio en un instante, haciendo que los ojos de Eryn brillaran de asombro.

-Nada-confeso-, mi madre evitaba hablar de él, solo dijo que habia participado en la guerra de hace años nada mas.

El viejo asintió.

-Sabes, ya tenia una leve sospecha que tenias algo de magia curativa-Dijo el viejo mientras dejaba a su paloma volver al patio-, lo sospeche por tu piel. Blanca como la nieve, delicada ante el sol. Y tus ojos... tus ojos me hicieron dudar un poco pero tienen ese brillo especial. Son marcas que no se heredan en vano. Yo también soy un Lunara, Eryn. Uno de los últimos. Asi que aprovechame, quiza podria ayudarte a entender mas sobre tu magia, la heredada de tu madre. Claro, y trataremos tambien de conocer la otra parte que viene de tu padre.

-Pero, no miento cuando no sé ni levantar un tenedor con mi magia -dijo Eryn, aún tocándose la herida ya inexistente

-Entonces es hora de que aprendas. Porque si no puedes controlar tu magia... ella te controlará a ti.

Eryn trago duro, e intento no verse nervioso, pero lo estaba.

Eryn caminó por los pasillos con paso lento, frotándose el brazo adolorido donde, hacía apenas un rato, había sentido en carne propia la herida de una paloma. Aún no podía creerlo del todo. ¿Realmente podía sanar... con su sangre?

Suspiró. El peso de todo lo que había pasado ese día caía sobre él como una manta húmeda. No solo estaba agotado, sino confundido, y hasta un poco asustado.

Al abrir la puerta de la habitación de Evdenor, lo recibió un ambiente tenso. El príncipe estaba de pie, con los brazos cruzados, mirando hacia la ventana como si esperara algo... o a alguien. Eryn apenas entró, notó el ceño fruncido y el rictus molesto en sus labios.

-¿Dónde estabas? -soltó el rubio, sin mirarlo directamente-. ¿Sabes qué hora es, verdad?

Eryn cerró la puerta sin responder. No tenía fuerzas para discutir, y mucho menos para justificarse. Caminó directo al ropero, sacando la pijama del príncipe con movimientos automáticos.

-Estás enojado porque llegué tarde... o porque nadie te ayudó a quitar esa capa ridícula que usaste hoy, ¿cierto? -murmuró, más para sí mismo que para él.

Evdenor frunció más el entrecejo, pero no dijo nada. Solo se dejó hacer.

Eryn se acercó, soltando los broches del uniforme con dedos algo temblorosos. Le quitó la chaqueta, luego la camisa, ayudándolo con toda la rutina nocturna sin mirarlo a los ojos. Sus movimientos eran lentos, no por pereza, sino por el agotamiento que lo carcomía desde dentro. Todo le pesaba: los párpados, los brazos, el aire.

Al intentar colocarle la camisa de dormir, tropezó con los propios pasos, tambaleándose apenas... y sin darse cuenta, su frente terminó recostada contra el pecho cálido de Evdenor.

-Sólo... un momento -susurró, cerrando los ojos sin pensar-. Estoy bien...

Evdenor se quedó quieto. Por una vez, no dijo nada. No se burló, no lo apartó. Solo bajó ligeramente los brazos, sintiendo el peso ajeno apoyarse en él con un temblor leve, casi imperceptible.

-¿Estás enfermo...? -preguntó al fin, con un tono más bajo, casi cuidadoso.

Eryn negó con la cabeza, apenas moviéndola.

-Solo cansado... Príncipe.

Pero ya casi no podía tenerse en pie.

El hecho de que Eryn lo llamara "príncipe" significaba que debía estar realmente mal. Así que, sin querer ser tosco pero sin llegar a ser tan amable, Evdenor tomó los hombros de Eryn para separar su rostro de su pecho. Se fijó en cómo este apenas y se forzaba en estar de pie, con los ojos cerrados y con un mohín involuntario en los labios.

Sintió un pequeño cosquilleo en el pecho al ver tan vulnerable a su altanero criado y, para colmo, eso podía rozar lo más tierno que había visto en su vida.

Lo cual lo molestó.

Sin querer seguir confundiéndose, giró a Eryn hacia la dirección de su habitación con la intención de que se metiera en la cama.

-Ya vete a dormir. Usa esa almohada, no mi pecho.

Eso fue lo último que oyó el mago antes de que su cabeza tocara dicha almohada y quedara profundamente dormido.

Mientras tanto, Evdenor solo quedó mirando la puerta por donde había desaparecido Eryn, y no sabía por qué, pero sentía una gran necesidad de ir a verlo.

Tal vez solo por su estado, tan cansado. Podría decirse que estaba un poco preocupado, pero no por Eryn, sino porque eso afectaría su rendimiento en las tareas diarias.

Solo era eso... ¿verdad?

Evdenor revolvió sus cabellos rubios con frustración. No sabía desde cuándo se había vuelto tan benevolente con su criado.

Primero, le obsequió una bufanda roja que realmente a él le gustaba. La tenía hace mucho tiempo, era cómoda, y sin pensarlo se la había dado a Eryn. Con solo ver cómo sus ojos se iluminaban al tocar la tela, fue imposible no dársela.

Segundo, permitía opiniones y que lo hablara como a su igual, cosa que nunca había permitido ni siquiera a sus caballeros, y eso que eran nobles.

Tercero, últimamente buscaba su presencia, aunque solo fuese para discutir. Cuando no estaba el pequeño criado, se sentía aburrido. Y, para colmo, se ponía de muy mal humor cuando otro captaba su atención.

Porque sí, Evdenor se consideraba dueño único de Eryn.

Suspiró frustrado y supo que no podría dormir si no saciaba esa necesidad de verlo, así que se levantó y fue directo a la habitación ajena, que por el cansancio, el menor no había cerrado.

La habitación ya estaba en penumbras, y el silencio solo era interrumpido por el crujido lejano de la madera y el suave suspiro del viento contra los ventanales. Evdenor había fingido que no le importaba la hora en que Eryn había regresado, se había quejado, lo había fastidiado... pero ahora, mientras todo reposaba, el príncipe se encontraba de pie junto al borde de la cama del muchacho, mirándolo fijamente.

Eryn dormía profundamente, aún con su bufanda desacomodada y el ceño ligeramente fruncido, como si hasta en sueños estuviera a la defensiva. Un mechón rebelde de su cabello rizado caía sobre su rostro, casi tapándole los ojos.

Evdenor no se movió al principio. Solo lo observó con atención, como si buscara alguna respuesta secreta en sus rasgos delicados, en la forma en que respiraba o en el temblor leve de sus dedos.

-Tch... -resopló con suavidad, negando con la cabeza.

Con movimientos cuidadosos, se inclinó un poco y le apartó el rizo con dos dedos. La piel de Eryn era suave y clara, demasiado suave para alguien que estaba todo el dia ocupado como para cuidar su aspecto personal. Pero por alguna razón Eryn se las arreglaba para verse bien.

Menos su ropa, Evdenor pensaba que Eryn no sabia sacarle potencial. Quiza lo hacía a propósito para no llamar tanto la atención.

-¿Y después me comparaste con un ángel...? -murmuró apenas, esbozando una sonrisa ladeada-. El que parece dormir como uno eres tú, mocoso.

Hubo una pausa. El príncipe no se alejó. Sus ojos se suavizaron por un instante, y bajó la voz, como si temiera romper la quietud de la habitación.

-Ahora entiendo por qué ese idiota de Lysandrel se interesó en tí.

Dijo la frase como quien lanza una piedra al lago sin saber si quiere ver las ondas o evitar mirarlas. Luego, se incorporó con lentitud y le cubrió mejor el hombro con la manta, asegurándose de no despertarlo.

Una última mirada. Un suspiro silencioso.

Y se fue a dormir también... con el corazón, sin saber por qué, un poco más inquieto que antes.

----

Al amanecer, Eryn estaba como si nada, muy alegre como siempre, llevando frutas y un poco de queso fresco al príncipe como desayuno.

Solo esperaba que el mayor no le molestara por el incidente del día anterior. Cuando recordaba lo que había hecho —por más accidente que haya sido— lo avergonzaba… mucho.

Negando con la cabeza, como si con eso pudiera olvidar lo sucedido, y cogiendo mucho aire, valor y ganas de continuar con su buen humor, entró en la habitación del príncipe sin tocar.

—Su desayuno, alteza —dijo, desmenuzando por sílaba lo último.

Eryn no miró en ningún momento al príncipe; directamente fue a colocar la bandeja en la mesa que estaba allí y empezó a servir.

—Tienes suerte, Evdenor. Hoy tu desayuno está muy bien equilibrado: queso, uvas, huevo y agua de frutos rojos. ¡Ah! Y no olvidemos la carne de res —pero Eryn no recibió respuesta en ningún momento, por lo que se obligó a levantar la vista.

Y ahí estaba, el príncipe, sentado en su sofá con los brazos cruzados sobre el pecho, el ceño fruncido y los labios tan rectos como una línea. Esas esmeraldas brillaban… pero de furia.

Evdenor lo estaba matando con la mirada.

El mago solo tragó duro y forzó una sonrisa.

—¿Lo siento? —preguntó más que disculparse, pues no sabía con exactitud qué era lo que le molestaba ahora.

¿Sería por lo de ayer...?

Evdenor se levantó, imponiendo su presencia en la habitación. La sonrisa forzada del menor había desaparecido. Con pasos lentos pero seguros, Evdenor se acercó al mago. Sin quitarle la mirada de encima, tomó una uva entre sus dedos. Desvió la vista a la fruta, y luego de vuelta a Eryn. Eso activó las alarmas del de rizos, quien retrocedió un paso como precaución, pero el príncipe fue más rápido. Tomó la muñeca ajena, tirando lo suficientemente fuerte como para que el cuerpo de Eryn se abalanzara hacia el frente y chocara contra el pecho fornido del príncipe.

Ese acto hizo que el joven mago soltara un jadeo de sorpresa y levantara la mirada rápidamente al rostro de Evdenor.

Este ya tenía la uva entre los labios, acompañado de una sonrisa seductora que Eryn apostaba que habría derretido al mismísimo sol.

Las mejillas se sonrojaron de forma sutil, pero no cayó ante los encantos de su príncipe.

Sabía que estaba jugando con él, y no perdería.

—¿Qué haces? —dijo con un leve temblor en la voz, cosa que provocó que la sonrisa ajena se ensanchara.

Evdenor bajó la cabeza a la altura de Eryn y acercó peligrosamente sus labios a su rostro. Eryn intentó retroceder, pero de nuevo el mayor volvió a jalarlo. Esta vez, su mano, que tenía en la muñeca, la deslizó hacia la cintura ajena para pegarlo más a su cuerpo.

—¡Evdenor! —se quejó, viendo la mano ajena. Era grande, y a pesar de no ejercer tanta fuerza, Eryn podía sentir el calor que emanaba de ella, y lo quemaba. Podía asegurar que, en ese momento, su rostro estaba rojo vivo por la vergüenza.

—Ghmm —fue el sonido que hizo el mayor, acercando aún más la fruta al rostro ajeno. Eryn giró el rostro en el momento exacto para que la boca del mayor no chocara con la suya. Por consecuencia, terminó rozando su mejilla caliente, donde Evdenor aprovechó para meterse la uva por completo en la boca y rozar con sus labios la mejilla ajena.

Luego de eso, soltó al menor y tomó distancia, sonriendo engreído.

Eryn lo asesinó con la mirada, intentando regular su respiración.

—¿¡Qué demonios haces!? —exclamó, poniéndose aún más enojado al ver a su amo reír abiertamente.

—Solo practico.

—¿Practicar qué? —dijo, colocando por inercia su mano en la mejilla que había recibido el beso indirecto de Evdenor.

—Mis habilidades seductoras. Mi encanto —Evdenor comió otra uva y extendió otra para que Eryn también pudiera comer la fruta—. ¿Funciona?

El mago casi le tira la bandeja.

—¡Para nada! Si haces eso, la damisela se asustará. ¡Idiota! —regañó, tomando una uva y lanzándola a su príncipe. Este la agarró y se la metió a la boca.

—Tu boca dice que no, pero tu cara dice que... casi te da un infarto de lo bueno que fui.

—¡Vete al diablo! —contestó, saliendo de los aposentos del hombre, sintiendo aún sus mejillas arder.

Apenas comenzaba el día y Evdenor ya le estaba jugando bromas. Era inaudito.

Para Evdenor, ese acto no había sido solo para molestar a su pequeño criado, sino también para probarse a sí mismo.

La noche anterior se le había cruzado por la cabeza la posibilidad de estar encariñándose de forma equivocada con su sirviente, pero con eso lo había confirmado: no. No tenía ese tipo de sentimientos por Eryn. No sintió el mismo cosquilleo al acercarse a su rostro... no el mismo que había sentido al verlo dormir.

Quizás solo había sido la culpa la que lo hizo sentirse tan preocupado por él. Nada más.

Él era el príncipe de Haro. El que nunca se había enamorado ni encariñado, a pesar de ya tener veinte años. Y debía seguir así.

Su padre siempre le había dicho que el amor era un sentimiento que provocaba desgracia y, aunque nunca lo había comprobado por carne propia, Evdenor estaba de acuerdo con su rey.

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