—¿Dónde demonios se ha metido ese mocoso? —bufó por lo bajo, mirando hacia la entrada de la tienda—. No tenía que alejarse demasiado... ¿acaso es tan difícil encontrar unas malditas ramas?

El cielo se había teñido de un gris apagado, con las primeras estrellas tímidamente asomando entre nubes inquietas. La brisa marina se colaba entre las telas de la tienda del príncipe, removiendo con capricho los papeles sobre la mesa y trayendo consigo el inconfundible olor a sal y humedad. Evdenor caminaba de un lado a otro, los brazos cruzados, la mandíbula apretada.

—No se alteré, Alteza. —Kael, sentado junto al fuego que él mismo había encendido minutos atrás, sonrió con fastidio—. Tal vez decidió volver al castillo. No todos están hechos para resistir este tipo de misiones.

Evdenor lo fulminó con la mirada, pero no respondió. Su mano se cerró alrededor del mango de su espada, como si el contacto le ayudara a aplacar la irritación que lo consumía.

Ya había pasado casi media hora de que Ery