Amanda salió del edificio de López & Asociados como si el mundo se hubiera derrumbado sobre ella. Sus piernas temblaban, apenas sosteniéndola mientras avanzaba por la acera abarrotada.
Las confesiones de Abel y Carmen eran como una pesadilla sacada de una película de terror: los sobornos, la falsa quiebra, el juego con la fertilización. Y lo peor, esa revelación final: embarazada de un desconocido.
Un donador al azar, elegido por capricho o maldad. ¿Cómo pudieron? Habían manipulado su cuerpo, su sueño más profundo, convirtiéndolo en una arma contra ella. Se tocó el vientre, un gesto que ahora le provocaba terror. No era solo una traición; era una violación de todo lo que era sagrado. Lágrimas calientes rodaban por sus mejillas, y un sollozo escapó de su garganta, ahogado por el ruido del tráfico.
Levantó una mano temblorosa para detener un taxi. Uno se detuvo con un chirrido de frenos, y ella se subió al asiento trasero, cerrando la puerta con fuerza. El conductor, un hombre de unos cincuenta años con bigote gris y una gorra desgastada, la miró por el retrovisor.
No podía conducir en ese estado ni perder la cita médica, de todos modos, debía ir, quizás descartar lo que había dicho Carmen, aún podía ser una mentira, ¿no?
—¿A dónde, señora?
—A la Clínica de Fertilidad del Norte —murmuró Amanda, la voz rota.
El taxi se incorporó al tráfico, pero ella no podía contenerse más. Los sollozos la sacudieron como convulsiones, el cuerpo temblando sin control. Lágrimas empapaban su vestido, y sus manos se aferraban al asiento como si pudiera darle una nueva realidad.
¿Embarazada de un desconocido? Era imposible, seguro que se trataba de una mentira.
Si estaba embarazada, debía de ser de Abel. Él era el padre.
Seguro era mentira, una vil mentira. Carmen lo había planeado todo, riéndose de su desesperación.
¿Y si era cierto?
Habían jugado con su vida como si fuera un tablero de ajedrez, moviendo piezas para verla caer. La empresa, su matrimonio, su dignidad... todo perdido. Y ahora, este hijo creciendo dentro de ella, de un hombre que ni siquiera conocía. ¿Quién era? ¿Un extraño cualquiera? El pánico se mezclaba con la rabia, y otro sollozo la dobló por la mitad.
El conductor frunció el ceño, mirándola de nuevo.
Prefería aferrarse a la idea de que todo era mentira.
—¿Está bien, señora? ¿Puedo ayudarla en algo? ¿Llamo a alguien?
Amanda quiso responder, quiso decir que no, que nadie podía ayudarla, que su mundo se había hecho pedazos. Pero las palabras se atascaron en su garganta, ahogadas por más lágrimas. Solo pudo negar con la cabeza, el cuerpo temblando como una hoja en el viento. El hombre suspiró, manteniendo la vista al frente, pero su voz era suave.
—Tranquila, ya llegamos. Respire profundo.
El trayecto se sintió eterno, cada semáforo en rojo una tortura. Amanda lloraba sin cesar, los sollozos convirtiéndose en gemidos bajos que llenaban el taxi. Pensaba en su madre, en la residencia que ahora no podría pagar. En su padre, cuyo legado había sido pisoteado por Abel. En los tratamientos de fertilidad, todas esas inyecciones, exámenes, esperanzas falsas. Carmen lo había admitido: nunca fue real hasta ahora, y solo para humillarla más. Un desconocido. Un padre sin rostro. ¿Qué clase de vida sería esa para un niño?
El taxi se detuvo frente a la clínica, un edificio moderno con fachadas de vidrio que reflejaban el sol implacable.
—Son quince dólares —dijo el conductor, volviéndose hacia ella.
Amanda buscó en su bolso con manos torpes, las lágrimas nublando su visión. Sacó un billete arrugado y se lo tendió. Él lo tomó, pero luego rebuscó en la guantera y sacó un pañuelo limpio y una botella de agua pequeña.
—Tome, señora. Para que se limpie. Y beba un poco, le hará bien.
Ella lo miró, los ojos rojos e hinchados, y tomó los objetos con gratitud muda. Un sollozo más escapó, pero logró murmurar un “gracias” antes de bajar. El taxi se alejó, dejándola sola en la acera. Bebió un sorbo de agua, el líquido fresco calmando su garganta irritada, y se secó la cara con el pañuelo. Pero las lágrimas seguían cayendo, imparables. Entró a la clínica, el aire acondicionado golpeándola como una pared fría. La recepcionista levantó la vista, su sonrisa profesional vacilando al ver su estado.
—Señora López, ¿está bien? Su cita es en quince minutos, pero...
Amanda solo asintió, sentándose en la sala de espera. La habitación era aséptica: sillas de plástico, revistas viejas sobre mesas bajas, un póster de un bebé sonriente en la pared. Otras mujeres esperaban, algunas con parejas, otras solas, hojeando teléfonos o charlando en voz baja. Amanda se hundió en su asiento, las manos sobre el vientre, temblando aún. Una hora. Esperó al menos una hora, el tiempo estirándose como una agonía. Cada minuto era un torrente de pensamientos: ¿y si Carmen mentía? ¿Y si el embarazo era de Abel después de todo? Pero en el fondo sabía que era verdad. La crueldad de ellos no tenía límites. Lágrimas silenciosas rodaban por sus mejillas, y ella las secaba con el pañuelo del taxista, que ya estaba empapado. Una mujer a su lado la miró con compasión, pero Amanda apartó la vista, encerrada en su propio infierno.
Finalmente, una enfermera la llamó.
—Señora López, el doctor Ramírez la atenderá ahora.
Amanda se levantó, las piernas débiles, y siguió a la enfermera por un pasillo.
La consulta era pequeña, con un escritorio, una camilla y un monitor para ecografías. El doctor Ramírez la saludó con una sonrisa que intentaba ser reconfortante.
—Pase, señora López. Siéntese. Tenemos los resultados listos.
Ella se sentó, las manos apretadas en el regazo. El doctor abrió una carpeta y sacó unos papeles.
—Primero, las buenas noticias: está embarazada. Las pruebas confirman un nivel alto de hCG, y según los cálculos, tiene alrededor de seis semanas. Después de tanto tiempo y tratamientos, por fin ha funcionado. Felicidades.
Mostró las pruebas: gráficos con líneas ascendentes, números que probaban la vida creciendo dentro de ella. Amanda sintió un nudo en la garganta. Felicidades. La palabra sonaba hueca, como una burla. Apretó los puños, las uñas clavándose en las palmas. Todo lo que Carmen dijo era cierto. El aire se le escapó de los pulmones, el pecho oprimido. La habitación giró, puntos negros bailando en su visión. Intentó hablar, pero solo un gemido salió de su boca antes de que el mundo se oscureciera.
Se desmayó, cayendo hacia adelante.
Cuando despertó, estaba en una camilla, una manta ligera cubriéndola. Una enfermera le tomaba el pulso, y el doctor Ramírez estaba al fondo, revisando un monitor.
—¿Qué... qué pasó? —murmuró Amanda, incorporándose despacio.
—Se desmayó, señora López —dijo la enfermera, con voz suave—. Su presión bajó de golpe. Le pusimos un suero para estabilizarla.
El doctor se acercó, con expresión preocupada.
—Tiene algo de anemia, probablemente por el estrés y la dieta irregular. Debe empezar a comer mejor, tomar vitaminas. Por los bebés que espera.
Amanda parpadeó, el corazón acelerándose.
—¿Cómo que bebés?
El doctor asintió, sentándose a su lado.
—Es un embarazo múltiple. Espera gemelos. Dos embriones viables, según las pruebas iniciales. Es una noticia maravillosa, pero requiere cuidados extras.
Gemelos. No… ¿Cómo…? Carmen no había mentido. Dos vidas dentro de ella.
—Hay algo más que debo decirle —continuó el doctor, bajando la voz—. Lamentablemente, hubo una confusión en el procedimiento. La muestra utilizada no corresponde a la de su esposo. Fue un error administrativo, una mezcla de registros. En nombre de la clínica, le pido disculpas. Entendemos si quiere considerar opciones, como terminar el embarazo. Podemos derivarla a...
Amanda sollozó, cubriéndose la boca con las manos. Todo parecía una pesadilla: Manipulada, usada, embarazada de un extraño. ¿Cómo podía ser real?
—Es... es una pesadilla —balbuceó, las lágrimas empapando su rostro—. ¿Cómo pudieron equivocarse en algo así?
El doctor inclinó la cabeza, avergonzado.
—Lo siento mucho. Estamos investigando cómo ocurrió. No es común, pero...
Ella lo interrumpió, quitándose el suero del brazo con un tirón brusco. El pinchazo dolió, pero no tanto como el caos en su interior.
Carmen. Había sido esa maldita bruja.
—¿Quién? —exigió, poniéndose de pie, tambaleante—. ¿Quién es el padre de mis hijos? Dígame el nombre del donante.
El doctor retrocedió un paso.
—Es información confidencial, señora López. Los donantes firman acuerdos de anonimato. No puedo revelarlo sin un proceso legal.
Amanda avanzó hacia él, los ojos ardiendo de furia y desesperación.
—¡Dígame de una maldita vez quién es el donante! ¡Tengo derecho a saber quién es el padre de mis gemelos!
La enfermera intervino, poniéndole una mano en el hombro.
—Cálmese, por favor. Esto no ayuda a su condición.
Pero Amanda se zafó, el cuerpo temblando de nuevo.
—Las cosas no funcionan así —insistió el doctor, con voz firme pero temblorosa—. Si insiste, podemos orientarla con un abogado, pero...
Ella rio, una risa histérica y rota.
—¿Un abogado? ¡Les pondré una demanda a toda esta maldita clínica! ¡Han arruinado mi vida!
Amanda salió de la consulta tambaleándose, los papeles del informe médico arrugados en su mano como si pudieran deshacer la verdad que contenían. Habían jugado con ella, manipulado su cuerpo, su esperanza, hasta dejarla con dos vidas creciendo en su vientre, hijos de un desconocido. Las lágrimas corrían por sus mejillas, calientes e imparables, mientras empujaba la puerta de vidrio de la clínica. El sol la cegó, quemándole los ojos hinchados. No se percató del hombre que entraba a la clínica justo cuando ella salía.
Eric Sanders, alto, con un abrigo oscuro que parecía absorber la luz, la reconoció al instante. Sus ojos color avellana se clavaron en ella, en las lágrimas que surcaban su rostro, en la forma en que sus manos temblaban mientras se aferraba al bolso.
“La reina caída”, pensó. La había humillado en el aeropuerto días atrás, disfrutando de su rabia impotente, de la bofetada que ella le había dado. Pero ahora, verla así —destrozada, vulnerable— apenas le arrancó una mueca. No tenía tiempo para compadecerse de una López. No cuando su propio mundo estaba al borde del colapso.
Eric entró a la clínica con paso firme, sus dos guardaespaldas flanqueándolo como sombras. La recepcionista palideció al verlo. Conocía su nombre, su reputación. Eric Sanders no era un hombre que pasara desapercibido: un magnate que aplastaba empresas como si fueran insectos, con rumores de tratos oscuros y una crueldad que lo precedía.
—Señor Sanders —balbuceó la recepcionista, levantándose de su silla—. Lo están esperando en la sala privada. Por aquí, por favor.
Él no respondió, solo asintió con un gesto seco y siguió a la mujer por un pasillo iluminado con luces fluorescentes. Sus guardaespaldas se quedaron en el vestíbulo, pero su presencia seguía siendo una amenaza silenciosa.
Eric estaba furioso, una furia fría y contenida que hacía que sus manos se cerraran en puños dentro de los bolsillos de su abrigo. Había recibido una llamada esa mañana, una que lo había sacado de una reunión con inversionistas. La clínica, con evasivas y disculpas torpes, le había informado del “error”. Su muestra, la que había donado años atrás bajo estrictas condiciones de confidencialidad, había sido utilizada sin su consentimiento. Una mujer desconocida llevaba a sus hijos en su vientre. Gemelos. Hijos suyos, su legado, en manos de alguien que no controlaba. Era inaceptable.
El doctor Ramírez ya estaba allí, de pie, con una carpeta en las manos y una expresión que intentaba ser profesional pero no podía ocultar el nerviosismo.
—Señor Sanders, gracias por venir tan rápido —dijo el doctor, extendiendo una mano que Eric ignoró—. Sé que esto es... delicado, y quiero asegurarle que la clínica está tomando todas las medidas para...
Eric no lo dejó terminar. Cruzó la habitación en dos zancadas, su mano derecha disparándose hacia el cuello de la camisa del doctor. Lo agarró con fuerza, levantándolo ligeramente del suelo, los ojos avellanas encendidos de furia.
—¿Quién? —gruñó, su voz baja pero afilada—. ¿Quién tiene a mis hijos en su vientre? ¿Quién es esa mujer? ¡Dímelo de una maldita vez!
El doctor Ramírez palideció, sus manos levantándose en un gesto de rendición.
—Señor Sanders, por favor, cálmese. No puedo...
Eric apretó más, el tejido de la camisa crujiendo bajo sus dedos.
—No me digas que no puedes. Mis hijos, mi sangre, están en el cuerpo de una desconocida porque tu clínica de m****a metió la pata. ¡Dime quién es, ahora, o te juro que desmantelo este lugar hasta que no quede ni una pared en pie!
El doctor intentó zafarse, el rostro enrojecido, pero Eric no cedió. La sala se llenó de una tensión densa, el silencio roto solo por la respiración agitada del doctor. Ramírez tragó saliva, los ojos buscando una salida.
—Señor Sanders... los protocolos de confidencialidad... no puedo divulgar el nombre sin un proceso legal. Pero le aseguro que...
Eric lo empujó contra la pared, el impacto haciendo temblar un cuadro colgado detrás.
—¿Confidencialidad? —escupió—. ¿Crees que me importa tu maldita burocracia? ¡Esos son mis hijos! Gemelos, me dijiste por teléfono. ¡Mis herederos! Y tú los pusiste en la mujer equivocada. Dime quién es, o no respondo de lo que haga.
El doctor levantó las manos, jadeando.
—Entiendo su enojo, pero...
Eric soltó al doctor Ramírez, dejándolo tambalearse contra la pared, el rostro del hombre enrojecido y las gafas torcidas. Sus ojos avellana brillaban con una furia contenida, pero dio un paso atrás, ajustándose el abrigo con un movimiento brusco.
—¿Cuáles son los malditos protocolos a seguir, entonces? —gruñó.
Ramírez, aún jadeando, se enderezó y balbuceó:
—Se necesita una orden judicial, señor Sanders. Un abogado debe presentar una solicitud formal, y la clínica revisará los registros bajo supervisión legal. Puede tomar semanas, pero es el procedimiento estándar para proteger la confidencialidad del donante y la paciente.
Eric lo miró fijamente, su mandíbula apretada, antes de girarse hacia la puerta sin decir otra palabra.
Afuera, en el pasillo estéril de la clínica, sacó su teléfono y marcó un número con dedos rápidos.
—Marcos, soy yo— dijo, su voz cortante —. La Clínica de Fertilidad del Norte. Cómprala. Ahora.
—Señor, no me parece que esté en venta.
—Todo en esta maldita vida tiene un precio. ¡Cómprala!
Una vez comprada, se saltaría los malditos protocolos y vería quién era la mujer que llevaba a sus hijos en su vientre.