¿Por qué Clío me rechaza? No lo puedo entender, la enamoro cada vez que puedo. Además, soy joven, bien parecido, con mucho dinero. ¿Qué más puede pedir una mujer? Sin embargo, ella se empeña en rechazarme y eso me está volviendo loco. Ninguna mujer se me resiste jamás, no a mí, a Leonard del Castillo. Esa mujer es mi tormento, lo peor es que estoy obligado a enamorarla, porque no sé por qué, mi serio problema cuando ella está cerca, se soluciona. No desistiré jamás, enamorarla se ha convertido para mí, en mi principal razón de vivir. No sé como lo voy a hacer, pues ya he empleado todas mis técnicas y nada funciona con ella, pero de que lo lograré, lo lograré, pueden estar seguros. ¿Logrará Leonard enamorar a Clío? ¿Será cierto que no le gusta a ella? ¿Qué misterio encierran estos dos? Una apasionante historia que los sorprenderá llena de insólitos hechos que harán vivir a los personajes increíbles momentos.
Leer másLeonard miraba a Clío con desesperación; ya no sabía qué más hacer para que ella lo aceptara. Por más que lo intentaba, ella parecía inmune a sus encantos. Su mirada fría y sus rechazos constantes lo desarmaban, pero esta vez había decidido ir con todas sus fuerzas. Con determinación, se puso de pie, rodeó el buró que los separaba y, con un ademán solemne, se arrodilló frente a ella. Clío lo observaba inmutable, como si aquella escena fuera una rutina más. Leonard tomó su delicada mano entre las suyas y, mirándola directamente a los ojos con una intensidad desgarradora, confesó:
—Te amo, Clío. Clío arqueó ligeramente una ceja, su rostro permanecía sereno. Se quedó allí mirando a su jefe hasta que soltó un suspiro. —¿Por qué me dices eso, Leo? —preguntó con un tono neutral, sin el más mínimo indicio de emoción. —Porque eres hermosa —respondió Leonard, esbozando una sonrisa cargada de nerviosismo y esperanza. La decepción cruzó fugazmente los ojos de Clío, quien apartó su mano tras un breve silencio. —¿Solo por eso? —replicó, observándolo con seriedad, como si esperara algo más, algo que él era incapaz de brindarle. Leonard, confundido, buscó afanosamente las palabras adecuadas. Pero su mente había dejado de funcionar; tenerla tan cerca siempre le producía una especie de parálisis emocional. Apenas logró titubear: —¿Y por qué más debería amarte? La pregunta cayó como un balde de agua fría. Clío lo miró detenidamente, su expresión era cada vez más inescrutable. Se recostó en la silla hacia atrás y se levantó con gracia, pero su postura irradió firmeza. —Si tú no lo sabes, Leo, entonces no vale la pena seguir hablando —sentenció con una seriedad que perforaba el aire. —Pero, preciosa, no seas así… —insistió él, poniéndose también de pie, tratando de acortar la distancia entre ellos—. Te digo que estoy enamorado de ti, siempre lo he estado. No entiendo qué más quieres que te diga, Clío. Eres una mujer hermosa, deslumbras a todos los hombres por donde pasas. Mi corazón late como loco cada vez que te veo. Ella se detuvo frente a la puerta, su rostro aún imperturbable. A pesar de las palabras apasionadas de Leonard, parecía no conmoverla ni un poco. —La belleza no lo es todo, Leonard. Si fuese suficiente, quizás estarías con cualquiera que se ajuste a tu definición de belleza. Pero… ¿y yo? ¿Qué más ves en mí aparte de eso? —sugirió mientras fruncía apenas el ceño. Leonard titubeó de nuevo. Sabía que había algo más, algo que no lograba expresar con palabras. Sentía un torrente de emociones en su interior, pero todas se enredaban en nudos imposibles cada vez que intentaba transmitirlas. Clío dejó escapar un suspiro, como quien se resigna a un desenlace conocido. —Lo siento, cariño —dijo Clío alejándose de él con un aire tranquilo y sugerente—. La época de los neandertales pasó hace mucho tiempo. —¿Qué quieres decir con eso, Clío? —preguntó Leonard, sintiendo cómo el desconcierto lo consumía y maldiciendo su incapacidad de pensar con claridad cuando estaba cerca de ella. Clío ladeó la cabeza, mirándolo con una mezcla de compasión y picardía. —Cuando encuentres la respuesta, búscame, cariño —respondió con un toque de coquetería que lo desarmó por completo, dejándolo sin palabras. Leonard, desesperado, reaccionó instintivamente y tomó su mano, intentando detenerla, intentando decir algo que pudiera cambiar el curso de aquel momento. Sin embargo, no logró emitir palabra alguna; era como si su garganta se hubiese cerrado de golpe. Ella, con una sutileza calculada, retiró su mano de la de él y, girándose con una elegancia hipnótica, comenzó a caminar hacia la puerta. Sus caderas se balanceaban con naturalidad, dejando a Leonard clavado en el lugar, atrapado en un torbellino de frustración y deseo. Él la contempló irse, con la mente inundada de miles de preguntas sin respuesta. Sabía que le gustaba, de eso no cabía duda. Pero no entendía por qué ella insistía en rechazarlo una y otra vez. ¿Qué más podía querer una mujer de un hombre como él?, pensaba, desconcertado. Desde el primer momento en que la vio, ella había despertado algo en él que nunca antes había sentido. No era solo su innegable belleza, aunque aquello ya era suficiente para dejarlo sin aliento. Había algo más en ella, su personalidad atrevida, su manera desinhibida de ser, esa inteligencia y confianza que parecían desafiarlo con cada palabra y cada gesto. Todo en ella lo enloquecía. Y, sin embargo, por más que lo intentaba, nada de lo que hacía o decía parecía ser suficiente. Se sentía perdido, sin rumbo, incapaz de entender qué era lo que estaba haciendo mal. Respiró hondo y cerró los ojos un momento, tratando de calmarse. Pero lo único que apareció en su mente fue la imagen de Clío, con esa mirada airada y ese ligero destello de coquetería tan característico que lo volvía vulnerable. —¡Maldita sea, Clío! —murmuró entre dientes, apretando los puños. —¿Qué te acongoja, Leo? —preguntó su hermano menor, David, cruzado de brazos, mientras lo observaba detenidamente. —Lo sabes muy bien —respondió Leonard con un tono seco, entrando a la oficina y dejándose caer en el sillón—. Clío… otra vez me rechazó. —Mientras sigas pensando que solo con tus dotes de macho la vas a conquistar, te seguirá rechazando —repitió con la misma paciencia que ya se estaba agotando. —¿Qué quieres decir con eso, David? —preguntó Leonard, frunciendo el ceño, visiblemente molesto. —Leo, ella es una mujer que sabe lo que quiere. Es inteligente y ha llegado a donde está no por su belleza, sino por su trabajo, por su esfuerzo —le recordó David con firmeza, como si estuviera hablando con un niño que se negaba a comprender lo obvio. —¿Y qué tiene que ver eso con que no le guste? —replicó Leonard, sintiéndose frustrado. —No es que no le gustes, Leonard, es cómo la tratas —David se sentía desesperado con su hermano mayor. — Te crees que todas las mujeres van a caer rendidas a tus pies solo porque te consideras un "buen ejemplar". Pero ella no es como las demás. —David… —dijo Leonard mientras sus labios se curvaban en una leve sonrisa de incredulidad—… todas las mujeres se desviven porque yo las mire. Vamos, hombre, mírame. No tengo por qué rogarle a ninguna mujer… Excepto a Clío —y luego, bajando un poco la mirada, añadió en un tono más sombrío—. Y sabes por qué. David lo miró fijamente, sin decir nada por un momento. Entonces, con un movimiento lento, negó con la cabeza otra vez y habló con franqueza. —Ese es tu error, hermano. Sigue así y nunca tendrás a Clío. Seguirás con tu amigo dormido, que, por lo visto, es lo que más te preocupa —lo dijo casi en un susurro, para que nadie más lo escuchara. Antes de que Leonard pudiera replicar, David salió de la oficina, sacudiendo la cabeza, como si ya no quisiera gastar más palabras en un caso perdido, no sin antes decir: —Sigue así y nunca tendrás a Clío. Cerró la puerta con fuerza tras de sí y, se quedó de pie en el centro, cabizbajo y pensativo. ¿Era posible que todas las veces que lo intentó estuviera haciendo lo contrario a lo que Clío necesitaba? ¿Y si David tenía razón?Hago lo que me dice porque me siento desesperada; quiero que esa angustia que tengo en mi vientre se vaya, quiero terminar, sentir ese enloquecedor orgasmo. Él me atrapa las manos y me las amarra con algo encima de mi cabeza, sujetándolas al sillón, y el recuerdo de mi primera vez comienza a venir a mi mente, mientras él no deja de chupar mis senos e introducirse con todas sus fuerzas, sin contemplación.—¿Quieres que pare? —pregunta.Me niego a rendirme; me doy cuenta de lo que me quiere enseñar, pero, por alguna razón, me gusta lo que me hace.—No pares, por favor, no pares, solo suéltame las manos —le pido en un casi sollozo que no puedo aguantar.Su mirada se fija en mí, intensa y cargada de algo que no puedo definir. Esa mezcla de poder y vulnerabilidad que me envuelve y me consume. No me suelta las manos, y sus movimientos continúan; su ritmo ahora está marcado por un propósito que no alcanzo a comprender, pero que, al mismo tiempo, me aturde y me obliga a rendirme.—¿Por qué de
Leonard parece no tener prisa. Me abre aún más las piernas y juega con su miembro en mi entrada, mientras muerde con furia mis pezones. Me duele, pero a la vez lanza un torrente de placer por todo mi cuerpo. Jadeo ante el estremecimiento que me recorre. Siento su glande jugar con mi abertura y cómo sus líquidos empapan mi centro al unirse con los míos. No me penetra, y eso me desespera.—¡Leo…! —lo llamo desesperada ante lo que me hace sentir.—¿Qué quieres, Clío? ¿No pediste que apareciera el hombre salvaje e inescrupuloso que existe en mí? —pregunta con una sonrisa que me provoca escalofríos—. ¿Todavía quieres ir a esos clubes de hombres que te usarán como ellos quieran y tú no podrás decidir nada? Lo miro directamente, mi pecho subiendo y bajando ante la agitación que invade cada fibra de mi ser. Mi respiración, entrecortada y agitada, parece sincronizarse con los movimientos pausados y calculados de Leo, quien sigue jugando con mis límites, llevándome al borde de la desesperación
Me alejo molesta de Leo; no puedo entender que me crea tan débil. Es verdad que no sé mucho del mundo del sexo. No temo arriesgarme con tal de salvar a mi padre. Él se ha quedado pensativo, mirándome mientras me alejo. Puedo sentir su mirada en mi espalda, y me asombro cuando me siento arrinconada contra la pared.—¿Quieres en verdad experimentar, Clío? —pregunta con una expresión que me hace estremecer—. ¿Lo quieres?Mi corazón se acelera al sentir todo su cuerpo caliente pegado al mío. Me mira con lujuria y deseo. Un deseo que hace que mi centro se contraiga, mientras mi estómago salta nerviosamente. No me dejo amedrentar; lo empujo a mi vez contra la pared y le muerdo el labio con furia.—¿Me crees tan débil, Leo? —repetí la pregunta—. ¿De veras piensas que no puedo aguantar?—¿De veras lo quieres saber, Clío? —Y mete su lengua en mi boca, enredándose con la mía mientras su mano baja hasta mi falda y me la levanta en busca de mi centro—. ¿Quieres que deje salir a Leo, ese Leo que n
Suspiré, sabiendo que no podía detenerla. Clío seguía siendo la mujer de voluntad férrea que amaba, pero también sabía que tenía razón. Si seguíamos improvisando cada paso, el caos nos iba a devorar vivos. —Ponerme a mí de señuelo —dijo muy seria. —¡No, no, y no! ¡Ni se te ocurra pensar que yo voy a estar de acuerdo con eso, Clío! ¡No y no! —Negué fervientemente. Clío cerró los ojos un momento ante mi reacción, que había sido exactamente lo que ella había esperado. Luego me miró con esa mezcla de ternura y determinación que podía desarmar hasta al más fuerte. —Leo, escucha —dijo con firmeza—. No lo propongo porque quiera ponerme en peligro sin razón. Lo propongo porque es lo único que tiene sentido ahora
Martín, de pronto, se tambalea apretando su pecho. Clío corre y lo sujeta, ayudada por mí. Susan y Enrico también corren junto a él. Mientras tanto, mi suegro no deja de mirar la pantalla de la computadora, donde el video sigue reproduciéndose y aparece un chico sonriente que es su viva imagen. —¿Por qué no me lo dijiste antes, Leo? —me pregunta Clío, mirando también al chico. —En verdad, nunca hice la conexión de ella contigo, amor —me disculpé, mirando al joven que, en verdad, se parece mucho a mi esposa—. Creo que había olvidado cómo era. —Vamos ahora mismo a verla. Quiero verla, saber qué pasó. ¿Cómo es que está aquí y no en el cementerio, donde la enterré? ¿Cómo es posible eso? No entiendo nada —me pide mi suegro Martín. Mar
Martín se quedó quieto, paralizado por la intensidad de la mirada de Clío. Su respiración era audible, cada vez más trabajosa, como si las palabras de su hija le estuvieran arrancando algo profundamente enterrado. Desvió la mirada hacia la pantalla. La imagen era borrosa, pero la figura en el video no mentía; era como si todos los recuerdos de su esposa hubieran regresado en un destello cruel e inesperado. Se aferró al borde de la mesa, buscando apoyo físico para el peso emocional que lo abrumaba. —Es… —susurró, incapaz de terminar la frase. Pero luego aseguró—: Esa es tu madre, sin ninguna duda. ¿Qué hace en la casa de ustedes? Tengo entendido que ella, en esos años, estudiaba en Estados Unidos. Clío parpadeó varias veces, intentando procesar las palabras de su padre. Se apartó un poco de la pantalla con la mir
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