3. SOMBRAS DEL PASADO

Lúa ladeó la cabeza, analizándola con ojos perspicaces, pero decidió no insistir.  La conocía demasiado bien y estaba convencida que su amiga creía eso que le decía. 

—Bueno, espero que algún día encuentres a tu Brayan —cedió con una pequeña sonrisa. Sin embargo, pronto su rostro se iluminó con picardía, y añadió, en un tono burlón—: A mí, que me dejen con uno como Leo. Su cuerpo me enloquece, y si no sabe hablar, no me molesta mucho. Lo que importa es el trabajo que hace en la cama, ja, ja, ja, ja...  

 Clío soltó una carcajada sincera, negando con la cabeza. Pensando que su amiga no tenía remedio. 

—¡Grosera, nunca vas a cambiar! —dijo, aunque no pudo evitar que una sonrisa cruzara su rostro. Lúa siempre tenía ese don para hacerla reír, incluso en los momentos más tensos.  

—Nada de grosera —respondió Lúa, moviéndose por la oficina como si la conversación fuera lo más casual del mundo—. Eso lo dices porque nunca has probado el dulce como se debe. El día que lo hagas, estoy segura de que no lo vas a soltar. Ja, ja, ja, ja...  

 Clío rodó los ojos, medio divertida, medio abochornada por las ocurrencias de su amiga.  

—¡Deja de decir estupideces y vámonos, no quiero llegar tarde! —exclamó mientras tomaba su bolso y se ponía de pie.  Sin embargo, no pudo resistirse a agregar un último comentario pícaro.  —Ni que tú lo hubieras probado... Además —añadió con un cambio repentino en su tono, volviéndose más seria—, sabes lo que me pasó aquella noche...  

 Lúa dejó escapar un suspiro profundo y oscuro. Esa noche otra vez, ¿cómo podía olvidarla? La culpa la consumía, veía la vida de su amiga a la que consideraba una hermana detenida en el tiempo. 

—¿Cuándo lo vas a superar? —insistió Lúa con suavidad, dejando los documentos y fijando en su amiga una mirada más preocupada. —Era de noche y el chico estaba drogado. ¡Ni siquiera le llegaste a ver bien la cara! Sabes que fueron sus amigos quienes hicieron eso porque era un primerizo.  

 Clío apretó los labios, sus manos tensándose alrededor del asa de su bolso. Cerró los ojos como si quisiera dejar de ver una imagen que no se iba. 

—Lo sé, pero no cambia las consecuencias de aquella noche para mí —respondió con una expresión sombría y un tono que no dejaba lugar a mayor discusión.  

El silencio se hizo espeso entre ambas por unos segundos, hasta que Clío alzó la cabeza con una expresión determinada.  

—¡Y ya basta! No quiero hablar más de ello —miró la seriedad de su amiga y dijo en tono de broma: — Con un troglodita al día es más que suficiente.  

 Lúa entendió la advertencia en las palabras de su amiga y decidió no insistir más. Se limitó a tomar sus cosas y dirigirse hacia la puerta, intentando aliviar la tensión del ambiente con su característica ligereza.  

—Como quieras, jefa, pero yo sigo diciendo que necesitas dejarte llevar un poquito más por la vida... Y quién sabe, tal vez algún día el troglodita te sorprenda —ella podía ver lo que su amiga no.  

 Clío no respondió al comentario. En cambio, se limitó a ajustar el bolso sobre su hombro y avanzar hacia la salida. Sin embargo, en su mente, los recuerdos del pasado seguían acechando, tan vivos y dolorosos como siempre. 

Qué fácil sería —pensó—, si la vida funcionara como los chistes de Lúa: ligeros, estúpidos y sin consecuencias.

 Lúa se quedó callada. Por más que ha intentado ayudar a su amiga durante todos estos años, no ha logrado que Clío deje atrás aquella noche terrible. Una punzada de culpa la invade, como siempre que se topan con este tema. Ella fue quien la llamó aquella noche, quien prácticamente la arrastró a esa reunión solo para luego abandonarla. ¿Pero cómo iba a imaginar que algo tan desastroso podría suceder?  

 Toma los materiales en silencio y sigue a Clío, cuya energía parece haberse apagado de golpe. Se suben al auto, un modelo reluciente de última generación que, pese a los meses que lleva con él, sigue oliendo a nuevo. Clío había dudado mucho en hacer esa inversión, considerándola totalmente innecesaria, pero Brayan la convenció, como siempre lograba hacerlo, con ese tono persuasivo que no admitía demasiadas réplicas.  

 Lo había conocido en la universidad. Desde el primer día de clases, Brayan y Edna, su ahora esposa, habían sido algo así como un equipo inseparable. Para ese entonces, él ya estaba perdidamente enamorado de aquella mujer, una sonrisa en forma humana que irradiaba luz a cualquier entorno. Clío no podía negar que, en el fondo, llegó a sentir algo de envidia hacia Edna en sus inicios, pero la vida los había unido en una amistad profunda e íntima. Entre los tres habían construido algo tan sólido que se convirtió más en un vínculo de hermandad que en simple camaradería.  

 Ambos fueron esenciales tras aquella noche fatídica, tendiéndole la mano cuando creyó que no podría levantarse. Y ahora, además de amigos, también eran socios. Clío valoraba tanto sus talentos como su lealtad; siempre les daba prioridad en los negocios, pero no como un acto de favoritismo. Eso sería imposible en su mundo. Lo hacía porque confiaba ciegamente en la excelencia de su trabajo, algo que, con sus estándares, no era sencillo de lograr.  

 El auto se detuvo suavemente frente al edificio de oficinas. Ambas bajaron mientras el brillo metálico del vehículo reflejaba los últimos destellos de la tarde. En la entrada las esperaba Jenri, su asistente, con su impecable porte y esa seriedad casi intimidante que siempre lo caracterizaba.  

—Buenas tardes, señoritas —saludó Jenri, con una voz grave y contenida que desentonaba con su rostro juvenil.  

—Buenas tardes, Jenri —respondió Clío con una sonrisa cortés. Sus ojos pasaron fugazmente a Lúa, notando al instante cómo su amiga bajaba la mirada, torpemente nerviosa. Clío no podía impedir una chispa de diversión; ya reconocía esa reacción en Lúa cada vez que Jenri aparecía—. ¿Cómo has estado? ¿Tu mamá está mejor?  

El joven asintió con solemnidad, mostrándose agradecido, pero sin demasiada calidez.  

—He estado bien, señorita Clío. A mi madre ya le dieron el alta; está mucho mejor. Muchas gracias por preguntar —respondió con una formalidad casi aristocrática, como si esperara cumplir con algún protocolo invisible.  

Lúa, que estaba inquieta a su lado, se apresuró a intervenir, intentando colocarse en el radar del chico.  

—Si necesitas alguna ayuda con ella, Jenri, solo tienes que decirlo. Estaré encantada de ayudarte —dijo con un tono que intentaba sonar natural, aunque una ligera vacilación traicionaba sus nervios. 

  Clío la miró con ternura sintiendo pena por su querida amiga.  No le gustaba verla sufrir así, mientras pensaba que a veces los hombres son ciegos, sordos y mudos.

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