Desde que Kerem Lancaster perdió la vista, se negó a mostrar debilidad. Siempre había sido un hombre arrogante, que ahora era extremadamente frio, cruel, imponente, y sobre todo, despiadado con sólo existir. Rechazaba su condición, rechazaba su cuerpo, su casa, y a todos los que se atrevieran a compadecerlo. Vivía como si el mundo entero debiera pagar por lo que él había perdido.Y sumado a eso, estaba aquella imposición del viejo que ya estaba bajo tierra. Una jovencita a la que debía "proteger", como si él fuera un malditø tutor y no el heredero legítimo del imperio.
Leer másSu mano se apretó con más fuerza alrededor del brazo delgado que tenía atrapado.
—¿Quién carajos eres? —repitió, con la voz baja y ronca por el enojo, sin un gramo de paciencia. La respuesta no llegó de inmediato, Kerem percibió el temblor en la respiración de quien fuera que se había atrevido a invadir su despacho. Sus ojos —de un azul celeste tan claro que a veces parecían más cristalinos— se entrecerraron con una expresión helada. Casi inhumanos. Sus cejas se fruncieron con un gesto duro, tajante. En él no había un solo rastro de compasión. Kerem Lancaster no era un hombre amable. Nunca lo había sido. Pero desde que perdió la vista, su crueldad se había vuelto más afilada, más constante. Cada persona que respiraba a su alrededor era un recordatorio de lo que él había perdido. Por eso, cuando escuchó el sonido del florero al caer al suelo y romperse contra las baldosas, no se inmutó. El cristal se quebró, pero su control permaneció intacto. La joven temblaba. No necesitaba verla para saberlo. Kerem lo sintió en la tensión de sus músculos, en cómo el aire parecía atorarsele al respirar. Se estremecía bajo su agarre, pequeña, frágil. Se inclinó apenas, acercándose con lentitud a ella. Casi podía escuchar el corazón de la joven golpeando contra su pecho, rápido, errático. Un tamborileo de nerviosismo que a él no le provocó piedad, sino desdén. —Te lo preguntaré una última vez —dijo, con la voz más baja, pero manteniendo ese aire endemoniado—. ¿Quién eres? La voz que respondió fue un susurro, una exhalación apenas, temblorosa y tartamuda. —L-Lena... Lena Vallier... —respondió con una voz apenas audible. Haciendo que sus facciones se tensaran y su mano se apretara con más fuerza. Era ella, la protegida del viejo Lancaster, y uno de los tantos problemas de aquel ciego desalmado... *** Dos semanas atrás . —Por favor... para —susurró Lena, con la voz apenas audible. Pero sus palabras no fueron más que un murmullo ahogado en sus labios apretados mientras cerraba los ojos con fuerza, tratando inútilmente de atenuar el dolor del latigazo que rasgó el aire antes de impactar contra su espalda. El sonido seco del cuero golpeando su piel desnuda llenó la sala con una fuerza que no necesitaba gritos para sentirse letal. Lena se encontraba de rodillas sobre el suelo helado, con la espalda encorvada y los brazos cruzados sobre el pecho, sujetando con torpeza la blusa desgarrada que intentaba cubrirla. Su respiración era temblorosa, agitada. Cada bocanada de aire le ardía en la garganta. La mujer que la golpeaba —alta, rígida y con la mirada impregnada de rabia— volvió a alzar la correa con una frialdad aterradora. —¡Por hablar fuera de turno! —escupió con desprecio—. ¡¿Cuántas veces tengo que repetirlo, mocosa malagradecida?! Lena no respondió. Sabía que no debía hacerlo. Cualquier palabra que expresara solo empeoraría las cosas. Ella sabía que un gemido, un suspiro, incluso una mirada mal interpretada, traía consigo una nueva marca. Así que cerró los ojos, apretó los dientes y aguantó. El segundo golpe la hizo temblar. Su espalda ardía. El calor subía por su cuello y se le atoraba en la garganta. Apretó sus labios con fuerza. Mientras su cuerpo se estremecía como una hoja en medio de una tormenta, y cada músculo se tensaba para no ceder. —¡Marla! —la llamó una voz baja desde la entrada. La mujer del látigo se detuvo. Una segunda mujer había entrado en la sala, de cabello recogido, expresión sombría y un tono urgente que apenas disimulaba el miedo. —¿Qué quieres, Ruth? —gruñó Marla sin girarse. —Hay un hombre… está en la oficina. Pidió ver a Lena. Marla bajó el brazo con desgano y soltó una risa seca. —Qué conveniente. Justo ahora. —Miró a Lena como si la sola existencia de la muchacha le resultara ofensiva—. Vístanla —ordenó con la ceja alzada. Luego volvió a alzar la vista hacia Ruth, con una sonrisa perversa. —Y más te vale, mocosa, que no digas ni una palabra. Porque si abres la boca… Lucía lo pagará. Lena alzó el rostro. Tenía los ojos rojos por el ardor y el esfuerzo de contener las lágrimas, pero su mirada se clavó en Marla con un temblor apenas perceptible. No hizo falta que respondiera. Solo asintió, muy despacio. Lucía… era una niña de diez años, frágil, pequeña, de voz suave. Era lo único que Lena sentía la necesidad de proteger en ese lugar. Ruth se acercó en silencio, con movimientos rápidos pero amables. Se arrodilló junto a ella y la ayudó a levantarse, colocándole con cuidado una blusa limpia encima, abrochando los botones temblorosos por el miedo. —Respira, Lena —murmuró cerca de su oído—. Solo respira. Cuando estuvo presentable, o al menos lo suficiente para cubrir los moretones, Lena fue llevada a la oficina principal. El lugar estaba oscuro, siendo apenas iluminado por la luz mortecina que entraba por la ventana gris. Sentía que el dolor en su espalda aún ardía, como brasas debajo de la piel. Podía sentir que la sangre comenzaba a secarse. Pero caminó recta. Silenciosa. Dentro de la oficina, un hombre de traje oscuro se levantó al verla. Era alto, canoso, y tenía una expresión seria. En sus manos sostenía una carpeta con documentos, pero sus ojos —curiosamente amables— se posaron en ella con un atisbo de incomodidad y pena. —¿Lena Vallier? —preguntó. Ella asintió, sin fuerza en la voz para responder. —Mi nombre es Adrián Cavallari. Soy el abogado de Reginald Lancaster. El nombre hizo que su pecho se tensara. Lena no lo conocía, pero sabía que Reginald era su benefactor. El hombre que le había dado la oportunidad de estudiar, aunque fuese en ese sitio. —Vengo a informarte que el señor Lancaster falleció hace una semana —soltó el hombre sin rodeos. Lena parpadeó lentamente. No supo si fue por el impacto o por el cansancio, pero una niebla suave le nubló la vista. Bajó la mirada, con los labios apretados, y entonces… una lágrima descendió por su mejilla en silencio. No gritó. No se permitió preguntar más. Solo la dejó caer. Lena sabía que era un hombre enfermo, cuando Lancaster tomó su tutela y la llevó a ese, que era uno de mejores internados. Ella jamás lo vio en persona, pero si le escribió caartas cada mes, agradeciéndole por cuidar de ella. Por velar por su educación. Jamás había recibido una queja de ella, jamás estuvo al tanto de lo que ella pasaba en ese sitio. La voz de Lena se quebró apenas, como una hoja al viento. El hombre pareció dudar antes de hablar. —Volveré en dos semanas, cuando cumplas dieciocho años —continuó el abogado—. Ese día dejarás este lugar. No volverás jamás. Lena sintió que algo se aflojaba en su pecho, como si por primera vez en años pudiera respirar sin miedo. Pero al mismo tiempo, esas paredes eran el único hogar que conocía. Y no pudo evitar preocuparse por Lucia. —¿A dónde… a dónde voy a ir? —preguntó en voz baja. —El señor Lancaster dejó todo preparado. Dejó una suma importante únicamente para pagar sus estudios en su totalidad. Tienes una plaza reservada en la universidad que elijas. No estarás sola. Pero para acceder a esos beneficios… debes vivir con su nieto mientras estudias. Lena parpadeó, asimilando la información. —¿Su nieto…? —Kerem Lancaster —mencionó el abogado. Lena lo pensó por un momento. Había escuchado de él, Reginald lo había mencionado en sus cartas. Lo que sabía era poco. Pero lo aceptó sin hacer preguntas. Cualquier lugar, cualquier casa, cualquier rincón del mundo sería mejor que los muros fríos de ese internado. Mejor que las manos crueles. Mejor que los gritos en la noche. Lena asintió en silencio. No se atrevió a sonreír, pero algo dentro de ella —una pequeña chispa de esperanza— comenzó a despertar. Pensó que quizá su destino estaba a punto de cambiar. Pensó que tal vez, Kerem Lancaster, también sería un hombre bueno.Kerem terminó de revisar los últimos documentos en su escritorio. La reunión virtual con los distribuidores había sido más corta de lo que esperaba, y los correos pendientes estaban ya respondidos. Cerró la laptop, se levantó de la silla y salió de su despacho.Cruzó el pasillo hasta el jardín principal. El aire estaba cargado de humedad, como si la lluvia no tardara en caer. Lena estaba ahí, arrodillada junto a las flores, sintiendo la brisa fresca en su nuca. No lo notó hasta que Sombra, que dormitaba en un canasto cerca, saltó de golpe.La pequeña zorrita corrió hacia él y, con un salto ágil, terminó en sus brazos, mordiendo con suavidad una de sus mangas, queriendo llamar su atención. Kerem gruñó bajo, con fastidio y soltó un leve resoplido mientras Lena se levantaba, sonriendo con esa expresión que siempre lograba mejorar su humor aunque él no lo expresara.—Sombra… —dijo ella, intentando sonar seria, aunque su tono se quebró en una risa suave.Kerem acarició el pelaje del animal
Lena estaba recorrió todo el espacio, mientras Kerem le seguía de cerca, hasta que la joven encontró un libro que llamó su atención y tiró de la mano de Kerem para guiarlo a un sofá cómodo, Kerem se acomodó en asiento recargando su ancha espalda en el terciopelo y Lena se sentó en el brazo del sofá con las piernas cruzadas y el libro entre las manos. Sus dedos pasaban con cuidado sobre la tapa, como si intentara memorizar su textura antes de hablar.—Este es el libro que voy a leerte —dijo ella, levantando un poco el ejemplar y recitando el nombre.Él asintió, con esa calma inquietante que siempre cargaba en su voz.—Perfecto —murmuró—. Comenzamos cuando regresemos del instituto el sábado.El cuerpo de Lena se tensó de inmediato. La palabra “instituto” le pesó en el pecho como una piedra. No respondió de inmediato, y Kerem, que notaba cada mínima alteración en el aire, ladeó apenas el rostro. Esta vez no fue por el recuerdo aterrador de Marla. Sino por Lucia. De pronto Lena se sintió
Lena despertó cuando la luz de la mañana se filtró por las cortinas, suave pero implacable. Tardó un segundo en ubicarse, con el cuerpo pesado y cada músculo reclamando el esfuerzo de la noche anterior. Era una sensación extraña, como si hubiera pasado horas en un entrenamiento extenuante. Y es que en realidad, así había sido.Suspiró hondo y cerró los ojos un instante, recordando cada momento, cada toque, el calor de Kerem sobre ella.Se estiró lentamente y un gemido bajo escapó de su garganta, pero el movimiento le recordó algo más: estaba sola en esa cama amplia que todavía guardaba el calor de sus cuerpos. Lena frunció levemente el ceño, porque no escuchó en que momento se levantó Kerem. Había caído en un sueño muy profundo.Estaba a punto de levantarse cuando escuchó un leve golpe en la puerta.—Buenos días, Lena —la voz de Branwen llegó desde el otro lado, amable, firme como siempre—. Te traigo el desayuno.Lena se acomodó rápido, alisando el camisón y tapando el resto de su cue
Lena despertó con un leve sobresalto.La habitación estaba en silencio, lo unico que se escuchaba era el sonido pausado de la respiración de Kerem. El cuarto estaba en penumbra y el aire cargado con el aroma de él, esa mezcla masculina que se había impregnado en cada espacio y, de alguna manera, en su piel. Se movió con cuidado, intentando no despertarlo, pero apenas giró el cuerpo, el dolor sordo entre sus piernas la hizo contener un quejido. Su pecho subió y bajó con lentitud mientras sus dedos se enredaban con las sábanas.El hambre la golpeó de repente, como un rugido bajo en su estómago. Cerró los ojos, intentando ignorarlo, pero la sensación no desapareció. Con cuidado, apartó el brazo de Kerem de su cintura, ese peso cálido y protector que la mantenía pegada a su cuerpo.Apoyó las manos en el colchón, intentando deslizarse hacia el borde, pero la voz grave y somnolienta de Kerem la detuvo, rasgando el silencio como una caricia.—¿A dónde crees que vas?Lena se quedó quieta, sor
Kerem salió de su interior con un gruñido grave, como si arrancarse de ella fuera un acto que le costaba demasiado. Tomó entonces el cuerpo tembloroso de Lena con una facilidad dominante, girándola sin darle siquiera un respiro. Ella quedó boca abajo sobre las sábanas revueltas y su piel ardiendo bajo la penumbra de la habitación.Un rubor intenso subió a sus mejillas cuando entendió la posición en que él la había dejado. Su rostro hundido contra las almohadas, su espalda desnuda expuesta al aire, y sus caderas alzadas bajo el poder de sus manos. Era vergonzoso, humillante incluso, y sin embargo un estremecimiento placentero recorrió su espina dorsal al sentir que era exactamente como él la quería: ofrecida, rendida, entregada.Las manos de Kerem la rodearon por la cintura y elevaron su culo con rudeza, acomodándola a su antojo. El sonido de su respiración, áspera y espesa, llenaba la habitación. Deslizó una palma firme por su espalda, acariciándola lentamente, desde los omóplatos hast
Kerem la sostuvo firme, como si Lena fuera un trofeo que no pensaba dejar escapar. Sus manos ásperas y dominantes rodeaban los muslos de ella con una fuerza que no admitía resistencia. Con un movimiento lento, casi reverente, abrió su boca contra el centro de ella y hundió la lengua con rudeza, sin darle oportunidad de respirar. Lena jadeó, un sonido alto, roto, que se le escapó de los labios. La sensación era tan brutal como íntima: esa lengua caliente deslizándose dentro de ella, explorando cada pliegue, bebiéndola sin pudor alguno. —K-Kerem… —balbuceó, pero él no respondió. Subió con lentitud, saboreándola, hasta encontrar el botón sensible de su clítoris. Entonces lo atrapó entre sus labios y lo mordió, con esa mezcla perfecta de placer y castigo. Lena se arqueó, sus manos temblando mientras se aferraba al respaldo de la cama como si de ello dependiera no desmoronarse. Un gemido desgarrador brotó de su garganta cuando Kerem presionó con la lengua, apretando el punto con movimien
Último capítulo