Celeste se dirigió al despacho de Kerem antes de irse.
Se plantó frente a la puerta, con la espalda recta, los labios fruncidos y los nudillos apretados contra la madera. —Kerem —Su voz, aunque firme, se suavizó apenas—. Necesito hablar contigo. Desde dentro no se escuchó nada por un instante. Solo el silencio denso de la mansión. Luego, la voz grave de su hijo se alzó. —Lárgate. Celeste retrocedió un paso, más por la sorpresa que por obediencia. Frunció el ceño, respiró hondo y se giró, furiosa. Apretó los dientes y bajó por la escalera, taconeando con fuerza hasta llegar a la entrada. No soportaba que su hijo le hablara así, pero tampoco iba a rebajarse a insistir. Al cruzarse con la ama de llaves, la detuvo en seco. Era una mujer de rostro amable, robusta y de cabello recogido en un moño bajo. Se llamaba Branwen. —Esa muchacha, la huérfana —espetó Celeste sin disimulo—. Está aquí por misericordia de esta familia. Que lo tenga claro. A partir de hoy te ayudará con los deberes de la casa. No quiero que esté ociosa ni un segundo. Branwen asintió sin cuestionar. Estaba acostumbrada a las maneras de la señora Lancaster. —Y si el abogado llama, me informas de inmediato. ¿Entendido? —agregó. —Sí, señora Lancaster —respondió Branwen. Celeste no dijo más. Giró sobre sus talones y salió por la puerta principal. El auto negro la esperaba en el camino de grava. Luego la mansión volvió a quedar en silencio. Branwen tomó un juego de sábanas limpias y se dirigió al cuarto donde Lena había sido instalada. Tocó con suavidad. —Adelante —respondió la joven. La ama de llaves entró, y cuando su mirada se posó de inmediato en la ropa vieja de Lena, en la maleta ya vacía, y los zapatos raídos junto a la cama. Sus ojos se suavizaron. —Te traje sábanas limpias —dijo con tono tranquilo—. Estas están más suaves. —Gracias —susurró Lena, alzando la mirada con un brillo sincero en los ojos—. La señora Lancaster me dijo que debo ayudarla. ¿Hay algo que desee que haga? —preguntó Lena. Branwen sonrió apenas. —Tranquila, acabas de llegar. Ya habrá tiempo para eso. La mujer se acercó, sacó las sábanas anteriores y tendió las nuevas con rapidez. Notó lo delgada que era la joven. Sus muñecas parecían tan frágiles como ramitas. —¿Has comido algo hoy? —preguntó con tono suave. Lena negó con la cabeza. Desde la mañana no había probado ningún alimento. —Vamos a la cocina —dijo el ama de llaves sin más. Lena obedeció, siguiéndola por los pasillos. Llegaron a una cocina amplia, con ventanas que daban al patio interior. Todo estaba limpio, ordenado, y el olor a pan recién horneado flotaba en el aire. Branwen le sirvió un plato grande con carne guisada, verduras, pan caliente y frutas. Lena se quedó quieta al principio, con la vista fija en la comida. Hacía mucho que no veía tanta comida junta. A veces, en el instituto, apenas recibía lo justo. Y en ocasiones ni eso. Había llegado a dividir su porción con Lucia solo para evitar que la pequeña enfermara. —Come. Mañana veremos en qué puedes ayudar. El personal ya está completo, pero siempre hace falta una mano extra —le dijo Branwen con amabilidad. Lena se sentó y comenzó a comer con cuidado. Cada bocado le supo delicioso, y aunque no sabía si a ese lugar le podía llamar hogar. Era más de lo que había tenido. Entonces, una voz cortante interrumpió en la cocina. —No necesitamos más empleadas. Lena alzó la vista. Y vio a una joven que quizá era unos años mayor que ella, con cabello negro liso recogido en una trenza y ojos oscuros, la observaba con fastidio y desdén. Se llamaba Odelia. —Odelia, basta —advirtió Branwen sin levantar la voz, pero con firmeza—. Ignórala, Lena. No todos reciben bien a los nuevos —agregó soltando un suspiro. Odelia hizo una mueca de disgusto. Lena solo asintió y siguió comiendo hasta sentirse satisfecha. Agradecida, a pesar de las miradas. Esa noche, de vuelta en su habitación, acomodó su cama. Branwen regresó después con un camisón blanco. —No es nuevo, pero está limpio. Te quedará grande, pero te servirá —musitó entregándole la prenda. Notando que Lena no llevaba casi nada consigo. Lena lo aceptó con gratitud. Tenía los brazos marcados por la delgadez y las piernas frías, pero la tela suave del camisón le dio un poco de calor. Cuando Branwen se fue, Lena se acostó. Miró al techo y pensó en Lucia. Quizá, cuando entrara a la universidad podría buscar un trabajo y así sacar a Lucia de ese lugar. Ese día era su cumpleaños dieciocho. Y Lena no estaba festejando; nadie había colocado un pastel con una vela como hacía Ruth cada año. Pero tampoco estaba siendo golpeada ni regañada. Así que para Lena, ese fue un buen cumpleaños. A la mañana siguiente se levantó temprano. Se aseó, dobló su ropa con esmero, alisó las sábanas y salió al pasillo. Branwen la encontró ordenando los cojines de una sala adyacente. —Desayuna primero —le dijo la mujer sorprendida por su entusiasmo. Lena asintió y fue a la mesa larga del comedor de servicio. El mayordomo ya estaba ahí, un hombre mayor de cabello gris peinado con gel, se llamaba Harold. —Buenos días, señorita Vallier —dijo con voz ronca pero amable. —Buenos días —respondió ella, sorprendida por la cortesía. Desayunó en silencio. Luego, Branwen le indicó que podía esperar en el jardín trasero hasta que ella estuviera lista. Lena no protestó. Fue al jardín. Se sentó en un banco de piedra y observó las flores. Entonces escuchó pasos. Era Odelia. La muchacha de cabello oscuro se detuvo al ver a Lena. Estaba por hacerle una mueca de desagrado, pero detuvo su andar y sonrió con malicia. —Branwen me pidió que te diera esto —dijo con desdén, entregándole un jarrón con flores frescas que llevaba en las manos—. Llévalo al despacho del señor Lancaster. Está al fondo del ala este —le ordenó con seguridad. Odelia alzó una ceja, disfrutando la tensión. —No puedo hacerlo, la señora Lancaster me prohibió entrar ahí —soltó Lena abriendo un poco más sus ojos. —Solo dejarás el jarrón. No vas a quedarte a vivir ahí. Y si no puedes hacerlo… puedo avisarle que necesitas que alguien más lo haga por ti—dijo, sarcástica. Lena dudó, mordió su labio inferior, pero al final aceptó después de todo, solo entraría rápido y saldría del mismo modo. Y no quería causar molestias. —Lo llevaré. Odelia sonrió. Dándole la indicación de entrar sin llamar a la puerta. Sabiendo perfectamente que Kerem Lancaster detestaba que cualquiera entrara en su despacho. Lena tragó saliva. Dudó. Pero finalmente entró. Sin llamar, como le dijo Odelia. El despacho era amplio, con paredes en madera oscura. Un gran escritorio ocupaba el centro. Había estantes con libros, un sillón de cuero y una pequeña lámpara encendida. Las cortinas estaban cerradas, y el ambiente olía a colonia masculina. «¡Rayos! ¿Dónde debo colocarlo?» Lena estaba demasiado nerviosa como para notar cuándo alguien entró y cerró la puerta. Sostenía el jarrón con ambas manos, buscando con la mirada un sitio donde dejarlo, cuando una voz grave cortó el aire como una navaja: —¿Quién carajos eres? El impacto de ese tono la dejó helada. Su cuerpo se tensó al instante. Las manos le temblaron, el corazón se le aceleró. Retrocedió un paso, pero él avanzó hasta hacerla chocar con una silla. Era un hombre alto, de casi dos metros, con una postura imponente y un rostro tan hermoso como endemoniado. Sus ojos —de un azul tan claro como hielo mismo— parecieron clavarse en ella. Lena apenas pudo respirar cuando él se detuvo al frente. Invadiendo por completo su espacio. Anulando cualquier posibilidad de que huyera. Sintió su mano grande envolverle el brazo con fuerza. El miedo le nubló el juicio. Su cuerpo reaccionó antes que su mente. El jarrón resbaló de sus manos. Cayó. El vidrio estalló contra el suelo en un sonido seco que llenó todo el despacho. Lena temblaba. El brazo le dolía por la presión de sus dedos. Y su garganta se secó, incapaz de emitir algún sonido. —Te lo preguntaré una última vez —expuso el hombre con un tono grave, que sonó más como una advertencia—¿Quién eres? —agregó y Lena sintió que sus piernas no le respondían, pero lo que le sorprendió aún más. Fue percatarse de que ese hombre no tenía en realidad la mirada en ella. Aquellos ojos que parecían malvados no la estaban viendo. Él era ciego.