Lena se agachó con cuidado, sosteniéndose el vientre con una mano mientras la otra retiraba con delicadeza una hoja seca del tallo de una de sus flores. La enorme panza apenas le permitía inclinarse, pero no podía evitar querer cuidar cada pétalo, cada color.
Lucia estaba sentada unos metros más allá, acariciando a Sombra, que ya era una zorra adulta y tranquila. Su pelaje rojizo brillaba con la luz del mediodía. La niña, ahora catorce años, tenía los rasgos más definidos, la mirada más madura de acuerdo a su edad, pero esa sonrisa seguía siendo la misma que Kerem y Lena habían visto desde siempre.
—¿Vas a plantar más rosas, Lena? —preguntó Lucia, jugando con las orejas de Sombra. Aunque legalmente Lena era su madre, la diferencia de ellas era de tan solo ocho años y el cariño que se tenían era más el de unas hermanas.
—Solo voy a quitar las marchitas —respondió Lena con una sonrisa—. No quiero que las nuevas se sientan solas.
Lucia soltó una risa pequeña y se puso de pie, ace