La llegada de la huerfana

Mansión Lancaster

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El crujido de los cristales esparcidos se escuchó desde el ala este de la mansión Lancaster. El sonido seco, fue como un disparo que hizo que los pasos de los sirvientes se detuvieran por un instante antes de volver a su prisa habitual.

—Otro cristal para reparar —murmuró uno, mientras barría con resignación los restos de vidrio de la gran ventana.

Desde el vestíbulo principal, los demás sirvientes se alinearon con rapidez al escuchar el eco de los tacones. Celeste Lancaster acababa de entrar. Por fortuna, la mujer no vivía ahí, Pero se comportaba como si fuese la dueña.

Su sola presencia era suficiente para que el aire se volviera tenso.

—¡Muévanse de una vez! —espetó con frialdad—. Que alguien limpie este desastre. Y que llamen a quien repara cristales, ahora mismo.

Sus ojos recorrieron la estancia, inspeccionando cada aspecto de la mansión.

—¿Dónde está mi hijo? —preguntó con desgano, aunque ya conocía la respuesta.

—en su habitación señora, Lancaster —musitó una de las sirvientas, sin levantar el rostro.

Celeste, subió por la gran escalera de prisa, pero sin perder la elegancia.

Tenía los labios fruncidos y el juicio listo en la lengua.

Kerem no estaba de buenas. Nunca lo estaba. Pero ese día en particular, la molestia le subía por la garganta como lava en un volcán que se desbordaría en cualquier momento. El socio italiano con el que negociaban una nueva distribución para su marca había pospuesto la reunión sin previo aviso. A eso se le sumaba la llegada de la jovencita. Aquella imposición del viejo que ya estaba bajo tierra. Una jovencita a la que debía "proteger", como si él fuera un maldito tutor y no el heredero legítimo del imperio.

La mansión Lancaster, se encontraba en plena campiña inglesa, había sido construida con piedras antiguas, columnas altas, ventanales con vitrales, techos de madera oscura y un viñedo que se extendía como un manto a lo lejos.

Era una joya entre las propiedades nobles de Inglaterra. Ahí nacieron generaciones de Lancaster, y gracias a ello, se construyó el imperio de licores "Lancaster Crown Reserve", la primera empresa inglesa en competir con las casas italianas y francesas del sector, hasta convertirse en una de las más prestigiosas del continente, ubicada en Mayfair, Londres.

Desde que perdió la vista, Kerem había adaptado uno de los salones como su despacho. Tenía todo lo necesario, como sistemas de lectura automatizada, asistentes personales, y la tecnología necesaria para no salir de la mansión.

Se negaba a mostrar debilidad. Siempre había sido un hombre arrogante, que ahora era extremadamente frio. Cruel, imponente, y sobre todo, despiadado con sólo existir. Rechazaba su condición, rechazaba su cuerpo, su casa, y a todos los que se atrevieran a compadecerlo. Vivía como si el mundo entero debiera pagar por lo que él había perdido.

Su madre entró sin llamar. Solo ella se atrevía a hacerlo. Sus tacones resonaron sobre el parquet antes de cruzar el umbral. Kerem no se movió del sillón de cuero, pero ladeó apenas la cabeza. Reconociendo sus pasos.

—Llama antes de entrar —dijo con la voz grave, sin levantar la voz.

—Hoy llega esa jovencita —soltó ella sin rodeos. Aunque no pasó por alto sus palabras.

Kerem no respondió de inmediato. Solo Inspiró hondo.

—No me interesa —respondió al fin, sin moverse de su lugar.

La mujer se acercó unos pasos. Era alta, esbelta, elegantemente vestida con un abrigo largo de lino gris perla, guantes de cuero y una perla en cada oreja. No había nada que Celeste Lancaster odiara más que el escándalo y la mediocridad.

—No puedo creer que tu abuelo nos hiciera esto. Una huérfana, viviendo en esta casa... Es un insulto para los Lancaster. Una vergüenza —espetó con desdén. Repudiando la idea de Lena fuera a instalarse en la casa de su hijo.

Kerem sonrió con burla.

—No sé porque te sorprende, ese viejo siempre hizo cosas como esa —dictaminó Kerem.

Celeste frunció los labios, pero no respondió.

Mientras que Kerem apretó con fuerza la mandíbula. No era la "huérfana" como su madre la había nombrado, lo que le molestaba en sí. Era la idea de que su abuelo lo hubiese condicionado. Que le hubiese puesto una correa desde la tumba. Pues solo heredaría la empresa que él mismo se encargó de mantener a flote desde hacía 7 años —cuando tenía 25– si cumplía con su absurda voluntad. Velar por Lena Vallier y dejarla vivir bajo su techo.

Celeste giró hacia una de las ventanas altas de la habitación, apartó una de las cortinas con sus dedos enguantados y miró hacia el camino de grava.

—El abogado Cavallari está por llegar. Viene con esa —soltó con rabia—¿Bajarás a recibirla? —preguntó arqueando una ceja.

Kerem elevó la barbilla. Sus ojos, de un azul cielo, casi cristalinos, parecieron oscurecerse.

—No pienso bajar. Recíbela tú, si te da la gana. La quiero lejos de mí.

Celeste se giró lentamente, observándolo con frialdad. A pesar de todo, era su hijo. Y seguía siendo el hombre arrogante de siempre, sólo que ahora lleno de un odio que lo devoraba desde adentro.

No obstante, sonrió para sus adentros, le agradaba la idea de que su hijo la despreciara aún sin conocerla.

Bajó sin decir una palabra más. Sus tacones golpearon la escalera con elegancia mientras se aproximaba al último escalón.

Desde la puerta principal, vio el auto negro que se acercaba por el sendero. Se acomodó el abrigo, se alisó el cabello y tomó aire.

Sus ojos brillaban con ese juicio silencioso que solía partir en dos a cualquiera.

Y mientras el auto se detenía frente a la entrada principal, Celeste Lancaster se preparó para recibir a Lena Vallier, la huérfana que su suegro había obligado a alojar bajo ese techo.

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