Su mano se apretó con más fuerza alrededor del brazo delgado que tenía atrapado.
—¿Quién carajos eres? —repitió, con la voz baja y ronca por el enojo, sin un gramo de paciencia. La respuesta no llegó de inmediato, Kerem percibió el temblor en la respiración de quien fuera que se había atrevido a invadir su despacho. Sus ojos —de un azul celeste tan claro que a veces parecían más cristalinos— se entrecerraron con una expresión helada. Casi inhumanos. Sus cejas se fruncieron con un gesto duro, tajante. En él no había un solo rastro de compasión. Kerem Lancaster no era un hombre amable. Nunca lo había sido. Pero desde que perdió la vista, su crueldad se había vuelto más afilada, más constante. Cada persona que respiraba a su alrededor era un recordatorio de lo que él había perdido. Por eso, cuando escuchó el sonido del florero al caer al suelo y romperse contra las baldosas, no se inmutó. El cristal se quebró, pero su control permaneció intacto. La joven temblaba. No necesitaba verla para saberlo. Kerem lo sintió en la tensión de sus músculos, en cómo el aire parecía atorarsele al respirar. Se estremecía bajo su agarre, pequeña, frágil. Se inclinó apenas, acercándose con lentitud a ella. Casi podía escuchar el corazón de la joven golpeando contra su pecho, rápido, errático. Un tamborileo de nerviosismo que a él no le provocó piedad, sino desdén. —Te lo preguntaré una última vez —dijo, con la voz más baja, pero manteniendo ese aire endemoniado—. ¿Quién eres? La voz que respondió fue un susurro tembloroso, una exhalación apenas, temblorosa y tartamuda. —L-Lena... Lena Vallier... —respondió con una voz apenas audible. Haciendo que sus facciones se tensaran y su mano se apretara con más fuerza. Era ella, la protegida del viejo Lancaster, y uno de los tantos problemas de aquel ciego desalmado... *** Dos semanas atrás . —Por favor... para —susurró Lena, con la voz apenas audible. Pero sus palabras no fueron más que un murmullo ahogado en sus labios apretados mientras cerraba los ojos con fuerza, tratando inútilmente de atenuar el dolor del latigazo que rasgó el aire antes de impactar contra su espalda. El sonido seco del cuero golpeando su piel desnuda llenó la sala con una fuerza que no necesitaba gritos para sentirse letal. Lena se encontraba de rodillas sobre el suelo helado, con la espalda encorvada y los brazos cruzados sobre el pecho, sujetando con torpeza la blusa desgarrada que intentaba cubrirla. Su respiración era temblorosa, agitada. Cada bocanada de aire le ardía en la garganta. La mujer que la golpeaba —alta, rígida y con la mirada impregnada de rabia— volvió a alzar la correa con una frialdad aterradora. —¡Por hablar fuera de turno! —escupió con desprecio—. ¡¿Cuántas veces tengo que repetirlo, mocosa malagradecida?! Lena no respondió. Sabía que no debía hacerlo. Cualquier palabra que expresara solo empeoraría las cosas. Ella sabía que un gemido, un suspiro, incluso una mirada mal interpretada, traía consigo una nueva marca. Así que cerró los ojos, apretó los dientes y aguantó. El segundo golpe la hizo temblar. Su espalda ardía. El calor subía por su cuello y se le atoraba en la garganta. Apretó sus labios con fuerza. Mientras su cuerpo se estremecía como una hoja en medio de una tormenta, y cada músculo se tensaba para no ceder. —¡Marla! —la llamó una voz baja desde la entrada. La mujer del látigo se detuvo. Una segunda mujer había entrado en la sala, de cabello recogido, expresión sombría y un tono urgente que apenas disimulaba el miedo. —¿Qué quieres, Ruth? —gruñó Marla sin girarse. —Hay un hombre… está en la oficina. Pidió ver a Lena. Marla bajó el brazo con desgano y soltó una risa seca. —Qué conveniente. Justo ahora. —Miró a Lena como si la sola existencia de la muchacha le resultara ofensiva—. Vístanla —ordenó con la ceja alzada. Luego volvió a alzar la vista hacia Ruth, con una sonrisa perversa. —Y más te vale, mocosa, que no digas ni una palabra. Porque si abres la boca… Lucía lo pagará. Lena alzó el rostro. Tenía los ojos rojos por el ardor y el esfuerzo de contener las lágrimas, pero su mirada se clavó en Marla con un temblor apenas perceptible. No hizo falta que respondiera. Solo asintió, muy despacio. Lucía… era una niña de diez años, frágil, pequeña, de voz suave. Era lo único que Lena sentía la necesidad de proteger en ese lugar. Ruth se acercó en silencio, con movimientos rápidos pero amables. Se arrodilló junto a ella y la ayudó a levantarse, colocándole con cuidado una blusa limpia encima, abrochando los botones temblorosos por el miedo. —Respira, Lena —murmuró cerca de su oído—. Solo respira. Cuando estuvo presentable, o al menos lo suficiente para cubrir los moretones, Lena fue llevada a la oficina principal. El lugar estaba oscuro, siendo apenas iluminado por la luz mortecina que entraba por la ventana gris. Sentía que el dolor en su espalda aún ardía, como brasas debajo de la piel. Podía sentir que la sangre comenzaba a secarse. Pero caminó recta. Silenciosa. Dentro de la oficina, un hombre de traje oscuro se levantó al verla. Era alto, canoso, y tenía una expresión seria. En sus manos sostenía una carpeta con documentos, pero sus ojos —curiosamente amables— se posaron en ella con un atisbo de incomodidad y pena. —¿Lena Vallier? —preguntó. Ella asintió, sin fuerza en la voz para responder. —Mi nombre es Adrián Cavallari. Soy el abogado de Reginald Lancaster. El nombre hizo que su pecho se tensara. Lena no lo conocía, pero sabía que Reginald era su benefactor. El hombre que le había dado la oportunidad de estudiar, aunque fuese en ese sitio. —Vengo a informarte que el señor Lancaster falleció hace una semana —soltó el hombre sin rodeos. Lena parpadeó lentamente. No supo si fue por el impacto o por el cansancio, pero una niebla suave le nubló la vista. Bajó la mirada, con los labios apretados, y entonces… una lágrima descendió por su mejilla en silencio. No gritó. No se permitió preguntar más. Solo la dejó caer. Lena sabía que era un hombre enfermo, cuando Lancaster tomó su tutela y la llevó a ese, que era uno de mejores internados. Ella jamás lo vio en persona, pero si le escribió caartas cada mes, agradeciéndole por cuidar de ella. Por velar por su educación. Jamás había recibido una queja de ella, jamás estuvo al tanto de lo que ella pasaba en ese sitio. La voz de Lena se quebró apenas, como una hoja al viento. El hombre pareció dudar antes de hablar. —Volveré en dos semanas, cuando cumplas dieciocho años —continuó el abogado—. Ese día dejarás este lugar. No volverás jamás. Lena sintió que algo se aflojaba en su pecho, como si por primera vez en años pudiera respirar sin miedo. Pero al mismo tiempo, esas paredes eran el único hogar que conocía. Y no pudo evitar preocuparse por Lucia. —¿A dónde… a dónde voy a ir? —preguntó en voz baja. —El señor Lancaster dejó todo preparado. Dejó una suma importante únicamente para pagar sus estudios en su totalidad. Tienes una plaza reservada en la universidad que elijas. No estarás sola. Pero para acceder a esos beneficios… debes vivir con su nieto mientras estudias. Lena parpadeó, asimilando la información. —¿Su nieto…? —Kerem Lancaster —mencionó el abogado. Lena lo pensó por un momento. Había escuchado de él, Reginald lo había mencionado en sus cartas. Lo que sabía era poco. Pero lo aceptó sin hacer preguntas. Cualquier lugar, cualquier casa, cualquier rincón del mundo sería mejor que los muros fríos de ese internado. Mejor que las manos crueles. Mejor que los gritos en la noche. Lena asintió en silencio. No se atrevió a sonreír, pero algo dentro de ella —una pequeña chispa de esperanza— comenzó a despertar. Pensó que quizá su destino estaba a punto de cambiar. Pensó que tal vez, que Kerem Lancaster, también sería un hombre bueno.