—Sal —ordenó Kerem, seco como un disparo.
Lena no dudó ni un segundo. Apenas lo ordenó, ella salió de inmediato.
Con movimientos apresurados, casi torpes, abrió la puerta del despacho y salió como si estuviera escapando de un incendio. El aire del pasillo le golpeó en la cara, pero no fue alivio. Fue un recordatorio de que seguía dentro de esa maldita mansión, atrapada en un lugar donde cada rincón parecía susurrarle que no era bienvenida.
Bajó las escaleras de dos en dos, sintiendo que el aire aún no le alcanzaba. Su corazón seguía latiendo con fuerza, su garganta estaba reseca, y en la base del pecho un nudo le apretaba los pulmones.
Kerem Lancaster tenía un rostro hermoso. Injustamente hermoso. Como una pintura maldita, pensó. Como esos cuadros antiguos donde el demonio tiene forma de ángel. Labios bien dibujados, mandíbula firme, cejas marcadas, el cabello perfectamente peinado. Y esos ojos… vacíos de luz, pero no de poder.
Era bello. Y también cruel.
Amargado hasta los huesos.
«¿C