Marla caminaba despacio, con pasos arrastrados, como si cada uno pesara más que el anterior. El sol de Londres apenas se asomaba entre las nubes, tibio y débil, pero aun así era lo más cercano a libertad que podía sentir. Salir al patio era una rutina diaria que se había convertido en castigo, en un malditø calvario. A su alrededor, las demás presas la observaban de reojo, y algunas ni siquiera eso. No le dirigían palabra. No era por su aspecto en realidad, aunque lucía terrible. Era porque su presencia les resultaba insoportable, como si su simple existencia recordara algo que querían olvidar.
El viento movió un mechón ralo de su cabeza. Su cabello apenas crecía, en partes específicas de su cabeza, su cuerpo jamás volvería a ser lo que alguna vez fue. Cada paso le recordaba el peso de lo perdido. Su espalda dolía, una punzada constante que nacía en lo profundo de su carne y se extendía hasta su cuello. No había un solo día en que el dolor no la acompañara. Caminaba encorvada, como si