Odelia caminaba con paso ligero por el pasillo que guiaba a las habitaciones de los sirvientes, tarareando una canción con una energía sospechosamente alegre para la hora y el contexto. Su voz melodiosa rebotaba por las paredes de piedra, perturbando el silencio casi ritual que reinaba tras un estallido de furia de Kerem Lancaster.
Porque cuando él se exasperaba —como había ocurrido esa tarde—, la casa entera retenía el aliento. Nadie hablaba. Nadie reía. Nadie siquiera arrastraba una silla sin pensarlo dos veces. Era una norma tácita, un acuerdo no escrito entre los empleados que querían conservar su trabajo y su cuello: el silencio era la única respuesta aceptable a su enojo.
Por eso, el tarareo de Odelia desentonó como una alarma en una iglesia.
Branwen salió de su habitación, justo cuando Odelia pasaba frente a ella. Iba en bata de dormir, el cabello recogido en un moño estricto, y fruncía el ceño con severidad. La ama de llaves tenía el aspecto de una mujer que había sobrevivido