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Una vida de dolor en silencio

Lena caminó de vuelta a su dormitorio con pasos torpes, cruzó los brazos sobre su abdomen, tratando de calmar el ardor que le trepaba por la espalda. La tela de la blusa se había pegado a su piel por la sangre seca, y cada movimiento le arrancaba una punzada de dolor que la obligaba a contener el aliento.

Empujó la puerta del baño con el hombro y entró sin decir una palabra. Ruth ya la esperaba, sentada junto a la tina de cerámica, con el rostro sereno y un paño húmedo entre las manos.

—Anda, vamos a limpiarte —murmuró Ruth.

Lena asintió apenas. Se quitó con torpeza la blusa, y su espalda ardió cuando la tela se desprendió de su piel como si arrancara una segunda capa. Se metió a la tina con lentitud, abrazando sus rodillas. El agua tibia le arrancó un gemido seco. Su espalda se arqueó por reflejo, y los cabellos castaños, húmedos, se le pegaron al rostro.

Ruth se arrodilló junto a ella, humedeció el trapo en un valde con agua y lo exprimió con firmeza. El goteo rompió el silencio.

—No te muevas —dijo Ruth con suavidad, pero Lena ya se había tensado.

El primer contacto fue como un hierro ardiendo. El trapo resbaló por su piel herida, arrastrando consigo la sangre seca.

El roce húmedo llenó la habitación mientras la joven apretaba sus dientes en espera de que la mujer terminara.

Lena apretó los dientes. No dijo nada al principio.

Pero cuando Ruth volvió a pasar el trapo, con más firmeza sobre una de las heridas abiertas, no pudo evitarlo.

—Ah… —se quejó, su voz ronca, fue apenas un quejido que salió entre sus labios mordidos.

—Lo siento —susurró Ruth, deteniéndose un segundo—. Sé que duele, quedará una marca —dijo la mujer con resignación.

Lena cerró los ojos, no le importaba.

—¿Por qué te golpeó Marla esta vez?

Lena apretó la mandíbula.

—Renata empujó a Lucia. Se cayó el jarrón sobre la mesa. Marla dijo que era caro.

Ruth se detuvo.

—Y tú te echaste la culpa.

Lena asintió, sin mirarla.

—Lucia es pequeña. No soportaría el castigo.

Ruth observó su espalda con un nudo en el pecho. Marla era una maldita, una mujer que detestaba a las mujeres de clase baja, solo porque su marido la dejó por una de las sirvientas.

Afuera, el viento golpeaba los ventanales. Ese lugar tenía fama de ser uno de los mejores institutos femeninos del país. Ubicado en las afueras de Londres, era reconocido por su exigencia y su prestigio. Enseñaban etiqueta, modales, historia, idiomas.

Sin embargo, había un precio para las huérfanas o becadas por algún millonario. Un precio alto y doloroso.

Lena era una de ellas. Como Lucia. Como otras pocas.

Desde que llegó había sido objeto de burlas, castigos y aislamiento. No sabía lo que era el afecto. Había crecido soportando golpes. Le habían enseñado que la humillación era parte del aprendizaje.

Nunca le dijo a Reginald lo que pasaba. Le escribía cartas cada mes, agradeciéndole. Pero Marla la tenía amenazada. Y Lena nunca se quejó.

Ese hombre había sido el único en mostrarle algo parecido a la compasión, y ni siquiera pudo conocerlo.

Cuando Ruth terminó de limpiarla, Lena se vistió con una blusa vieja y bajó a la cocina. A ella y a Lucia no les permitían comer con las demás. Compartían una mesa estrecha junto al fogón.

Un par de platos de sopa les fueron servidos por la cocinera.

Lucia la miraba con ojos grandes, llenos de culpa.

—Lo siento —susurró.

Lena le acarició el cabello oscuro, con una ternura que apenas logró disimular el dolor que sentía.

—No te preocupes. Estoy bien.

Lucia bajó la mirada.

—¿Te vas a ir?

Lena asintió. Ambas sabían que ese día llegaría, Lena estaba por cumplir la mayoría de edad. Pero tener la certeza de que sería pronto, les dejaba un mal sabor de boca.

—Pero te voy a sacar de aquí —dijo en voz baja—. Te lo prometo.

Lucia no respondió. Solo asintió, con una lágrima bajándole por la mejilla.

Pasaron los días. El clima se volvió más frío, más gris. Y entonces llegó el día.

El abogado regresó y pidió a Lena que empacara sus pertenencias.

Ella sintió un poco de pena, no tenía mucho que llevar. Tenía solo tres vestidos viejos, un abrigo remendado, sumado a un par de libros. Y el collar de cruz que Reginald le había enviado cuando la sacó del orfanato. Siendo lo único que sentía suyo.

El viejo Lancaster enviaba dinero cada mes para cubrir las necesidades de la joven, pero Marla se encargó de que ese dinero jamás fuera ocupado debidamente, vestía a Lena con la ropa que vieja que era destinada a la caridad. Y ahora que el viejo había muerto, no tenía que preocuparse si quiera por darle un vestido nuevo.

Mientras terminaba de cerrar la maleta, Marla apareció en la puerta.

—Escúchame bien. Si se te ocurre abrir la boca sobre lo que pasa aquí, me encargaré de que te cierren las puertas de todas las universidades. Nunca conseguirás trabajo. Nunca tendrás futuro.

Lena no respondió. Pero creyó cada palabra. Porque siempre había sido así. Porque desde que tenía memoria, el maltrato era parte de su vida.

Se puso su mejor vestido, uno azul que ya no le quedaba bien. Se peinó con cuidado. Cuando salió al patio con su maleta en la mano, Lucia corrió a abrazarla con fuerza. Sollozaba, pero sonreía. Porque a pesar del dolor de la despedida, sabía que Lena merecía irse.

—Voy a escribirte —prometió la niña.

Lena la besó en la frente.

—Y yo volveré por ti.

El abogado le abrió la puerta del auto. Lena subió. Desde el asiento, giró la cabeza para mirar una última vez el edificio gris.

Y luego, el auto avanzó. Dejando atrás el instituto.

Y con él, una vida entera de dolor en silencio.

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