Mundo de ficçãoIniciar sessãoDespués de diez años de un matrimonio aparentemente perfecto, Clara y Leonardo firman el divorcio. A ojos del mundo, eran la pareja ideal: él, un neurocirujano brillante y carismático; ella, una editora literaria con una sensibilidad feroz. Pero detrás de las cenas elegantes y las sonrisas en eventos sociales, ambos ocultaban secretos. Clara, uno cuidadosamente contenido. Leonardo, uno aún más peligroso. Tras mudarse a un pequeño departamento y retomar su carrera como editora independiente, Clara recibe un manuscrito anónimo que narra, con inquietante precisión, los detalles más íntimos de su matrimonio... y revela un motivo oculto tras la separación que ella creía comprender. Al mismo tiempo, Leonardo comienza a recibir mensajes crípticos que lo hacen sospechar que Clara sabe más de lo que aparenta. El manuscrito circula entre figuras influyentes. Alguien manipula la historia. Y el “nosotros” que creyeron enterrar se convierte en una bomba de tiempo: emocional, profesional... y mediática.
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Firmé el divorcio a las 15:03, en una oficina de paredes grises, bajo una lámpara demasiado blanca y el murmullo del tráfico que se filtraba desde la calle como un recordatorio cruel de que la vida no se detiene por nada ni por nadie.
El sonido del bolígrafo contra el papel fue el único testigo. Nada de lágrimas, nada de gritos, ninguna de esas escenas dramáticas que las películas insisten en mostrar como finales inevitables. Solo una línea escrita con demasiada calma, y la certeza de que ese trazo había sellado algo que, durante años, creí eterno. Una historia que comenzó con cartas escritas a mano, domingos bajo la lluvia y promesas murmuradas en voz baja… y que terminó en habitaciones compartidas que se habían convertido en territorios ajenos.
Leonardo ni siquiera me miró. Permaneció rígido, con los ojos fijos en el documento, como si todo se tratara de una cirugía más que debía completar sin titubear. Su camisa blanca, planchada con la precisión quirúrgica que lo caracterizaba, brillaba bajo la luz artificial. Las mangas dobladas, el reloj de acero en su muñeca —el mismo que yo le regalé cuando todavía nos reíamos de llegar tarde a todas partes—, destellaban con la misma indiferencia que su mirada perdida.
Lo supe entonces, como lo había sabido siempre: Leonardo no se quitaba ese reloj porque representaba algo, aunque nunca lo admitiera. Era su forma silenciosa de recordar lo que alguna vez fuimos. Pero ese gesto, como tantos otros, había dejado de tener significado hacía mucho. Él podía estar sentado frente a mí, tan impecable como siempre, y al mismo tiempo estar a años luz de distancia.
Esperé. No sé qué esperaba exactamente, pero lo hice. Una palabra, un suspiro, un movimiento que me dijera que este fin también le dolía. Sin embargo, no hubo nada. Solo un asentimiento automático cuando el abogado dio por terminada la sesión, y ese silencio enorme que ya se había convertido en el tercer integrante de nuestra relación.
Ese silencio había comenzado una noche en Veracruz, después de una discusión que nunca terminó de resolverse. Desde entonces dejamos de preguntarnos cómo estábamos y empezamos a asumir que el otro lo adivinaría. Una rutina de malentendidos disfrazados de madurez.
Me levanté. Dudé un instante entre despedirme o marcharme sin mirar atrás. Elegí lo segundo. No quería regalarle ni una última palabra. Salí con la misma dignidad con la que había entrado, aunque por dentro llevaba las emociones hechas jirones.
En la calle, el mundo seguía avanzando, implacable. Autos, pasos apurados, conversaciones mezcladas con bocinas. Nadie notaba que yo acababa de perder más que un matrimonio. Caminé sin rumbo, como si mis pies supieran lo que mi mente aún se negaba a aceptar. Todo me parecía extraño, como si el divorcio no solo hubiera roto un vínculo, sino también mi pertenencia al mundo que conocía.
Sin pensarlo, terminé en el café de siempre. El mismo al que íbamos los domingos cuando aún fingíamos que estábamos bien. Donde compartíamos cafés demasiado amargos y silencios que, por costumbre, confundimos con intimidad.
Pedí un americano sin azúcar y me senté junto al ventanal, en la mesa que solíamos elegir. La vista era idéntica, pero yo no. Afuera, una pareja compartía un auricular, riendo, chocando los hombros con esa ternura inconsciente que solo tienen quienes creen que el amor es suficiente para todo. Me pregunté si Leonardo alguna vez me había mirado así. No con obligación, no con rutina, sino con deseo y ternura, como si yo fuera su lugar seguro.
El café, humeante entre mis manos, me trajo un recuerdo. Otoño. El mismo café. Leonardo dejó su celular boca abajo —como siempre— y yo le hablaba sobre un guion mediocre que debía corregir. Recuerdo haber dicho:
—Un silencio mal puesto puede arruinar toda una historia.
Él no levantó la vista.
—¿Estás aquí? —pregunté, con un nudo en la garganta.
—Claro, amor —respondió, pero su voz no tenía ni una gota de amor—. Solo pensaba en la cirugía de mañana.
Yo, que vivo de leer entre líneas, entendí lo que no dijo: no era la cirugía, ni el trabajo. Éramos nosotros. Lo nuestro. Lo que ya no existía aunque siguiéramos llamándonos pareja. Fue ahí cuando descubrí que el final no llega con portazos. Llega con frases correctas y miradas vacías. Con silencios perfectos que cortan más que cualquier mentira.
Volví al presente. El café se había enfriado, como nosotros. Afuera, la ciudad seguía latiendo, indiferente a mi duelo. Yo, en cambio, acababa de perderlo todo. Y ni siquiera tenía el consuelo de una buena historia.
Soy editora. Paso mis días corrigiendo las palabras de otros, reconstruyendo diálogos, reparando silencios. Pero nadie me enseñó a corregir los silencios de alguien que deja de amar.
Terminé mi café, dejé unas monedas sobre la mesa y me fui. El departamento que había alquilado una semana antes me esperaba. Blanco, pequeño, casi vacío. Sin fotos, sin recuerdos. Justo lo que necesitaba: un espacio sin historia donde pudiera empezar a inventarme una nueva.
Revisé el buzón por rutina. Entre cuentas, folletos y papeles irrelevantes, encontré un sobre marrón, sin remitente. Mi nombre, escrito a mano en una caligrafía que me resultó extrañamente familiar, me erizó la piel.
Lo llevé conmigo. Cerré la puerta, me senté en el sofá y lo abrí con cuidado. Dentro había un manuscrito: ciento treinta y cinco páginas unidas por un clip oxidado. En la portada, tres palabras escritas en tinta negra: Después del Nosotros. Autor: Anónimo.
Una mancha de tinta, desleída en la esquina, me hizo detenerme. Era idéntica a las que Leonardo dejaba en sus notas clínicas, garabateadas entre turnos de guardia. Al acercar las hojas, un aroma leve, mezcla de madera y cítricos, se escapó como un fantasma. Su colonia. Tan fugaz que dudé si era real o si mi mente jugaba conmigo.
Al principio pensé que era un error. Alguna entrega mal dirigida. Pero al hojearlo, lo supe. No era casualidad. Una hoja suelta cayó al suelo. La recogí y el aire se me atascó en los pulmones.
“Ella salió sin mirar atrás. Empujó la puerta con la fuerza justa para que el golpe sonara a punto final. Él no la detuvo. No por indiferencia, sino por miedo. Porque admitir que ya no sabía cómo sostenerla le resultaba más insoportable que perderla.”
Era mi historia. La escena exacta. La hora precisa. Las emociones que nadie vio, pero que yo sentí como cicatrices invisibles.
Volví a la primera página. Ahí, como un susurro escrito para mí, se leía:
“A veces, el amor no muere. Solo cambia de forma. A veces, se convierte en palabras escritas por alguien que no se atrevió a decirlas en voz alta.”
Me quedé inmóvil, abrazando el manuscrito contra el pecho como si fuera una herida viva. Todo mi cuerpo temblaba.
¿Quién había escrito esto? ¿Cómo podía conocer mis silencios, mis grietas, mis miedos?
Pensé en Leonardo. Él escribía de forma funcional, casi clínica. Correos, notas. Nunca nada poético. Pero yo siempre sospeché que bajo esa armadura existía algo más. Una sensibilidad oculta, un lenguaje que nunca compartió conmigo.
¿Y si este manuscrito era su manera de hablarme ahora que ya no éramos nosotros?
Me estremecí. Por primera vez en meses, el silencio que me rodeaba no parecía vacío, sino expectante, cargado de una pregunta que aún no tenía respuesta.
LeonardoLas palabras de Clara, resonando en la distancia, habían sido el ancla que necesitaba. "Esto es grande, Leo. Más grande de lo que pensábamos." La confirmación de que Sofía era el topo, la revelación sobre la "Operación Fénix" y la mención de los "cimientos" que Markus Weber había plantado en mi mente, todo apuntaba a una verdad más profunda y oscura. No podía quedarme en Zúrich, lamiéndome las heridas por una suspensión injusta. La batalla no era solo mía; era nuestra. Y el lugar de Clara era a mi lado, y el mío a su lado.Mi decisión fue inmediata. Tenía que volver a Madrid.A la mañana siguiente, me presenté en la oficina de la Dra. Karen Eisenberg. Su rostro, aunque serio, mostraba una determinación férrea. Las pruebas que le había entregado sobre Sofía Ramos habían provocado un terremoto interno en la clínica.—Dr. Leiva —dijo, su voz controlada—. Hemos iniciado una investigación interna exhaustiva sobre la Dra. Ramos. Las pruebas que nos ha proporcionado son irrefutables
LeonardoEl peso de la memoria USB en mi bolsillo era casi insoportable, una verdad hiriente que ardía contra mi piel. Sofía Ramos. El topo. La mujer con la que había compartido risas, cenas, la que había escuchado mis frustraciones y ofrecido su apoyo. La que había sido una distracción bienvenida de la distancia con Clara. Todo era una farsa. Una traición calculada que me revolvía el estómago. La imagen de su sonrisa empática se distorsionaba en mi mente, revelando la fría profesionalidad de una agente encubierta. El dolor punzante en mi pecho no era solo por la manipulación, sino por mi propia ceguera. Clara lo había intuido, lo había advertido. Y yo, en mi necesidad de un nuevo comienzo, había ignorado sus temores.Regresé a la clínica con una nueva misión, con los ojos bien abiertos. Cada interacción con Sofía, cada conversación con mis colegas, era filtrada a través de la lente de la desconfianza. Tenía que actuar con cautela, desentrañar la red de mentiras sin alertarla. Mi "per
LeonardoLa dirección del correo anónimo, "Museo de la Historia de la Medicina", resonaba en mi mente con una mezcla de curiosidad y un escalofrío. La invitación, críptica y sin firma, era un anzuelo lanzado en medio de la tormenta que ahora me envolvía en Zúrich. Podría ser una trampa de Alonso y Martina, un nuevo intento de desacreditarme, o, peor aún, una emboscada física. Pero la desesperación por limpiar mi nombre, por proteger mi futuro con Clara, me impulsaba a considerar cada opción. La mención de un "topo en el nido del águila" seguía resonando, alimentando mi paranoia.Intenté comunicarme con Clara, pero la diferencia horaria y su concentración en el libro me lo impedían. No quería preocuparla aún más con esta nueva incógnita. Esta era mi batalla, al menos por ahora.La mañana siguiente, el cielo de Zúrich amaneció plomizo, a juego con mi estado de ánimo. Me vestí con ropa discreta, me puse una gorra y unas gafas de sol. No era un espía, pero la situación exigía cautela. La
LeonardoEl sonido del teléfono, minutos después de colgar con Clara, resonaba en el silencio de mi nuevo apartamento en Zúrich como una campana de alarma. No era el timbre habitual, sino una llamada de conferencia, con un tono oficial y urgente. La pantalla mostraba el nombre de la Dra. Karen Eisenberg, y debajo, un número desconocido, seguramente de algún miembro del consejo directivo de la clínica. El aroma a café, que hasta hacía poco me había parecido reconfortante, ahora se sentía pesado, acre, como un presagio.Mi mirada se detuvo en la foto de Clara en mi pantalla de bloqueo: su sonrisa, su fuerza, la promesa que me había hecho de esperarme. "No te rindas, Leo," había dicho. Sus palabras eran un bálsamo en medio de la tormenta, pero también una presión invisible. Esta vez, no solo luchaba por mi reputación, sino por un futuro con ella.Respondí la llamada. La voz de la Dra. Karen Eisenberg, normalmente serena y controlada, sonaba tensa.—Dr. Leiva, me alegra que haya respondid
ClaraEl aroma a café recién hecho llenaba el apartamento, pero no lograba disipar la ansiedad que me atenazaba. Habían pasado dos semanas desde la partida de Leonardo a Zúrich, dos semanas de un silencio que se sentía más pesado que el vacío que ya compartíamos. Había asumido que esta distancia sería difícil, pero no que cada día se sentiría como un ejercicio de contención, de no ceder al impulso de llamarlo, de saber si la nueva clínica lo estaba curando o si la Dra. Eisenberg era más que una colega. El miedo a perderlo, intensificado por la presencia de Sofía antes de su partida, era una punzada constante.Mi libro, "Después del Nosotros", avanzaba a buen ritmo. Las palabras fluían con una honestidad brutal, liberando capas de dolor y verdad que me sorprendían. El proceso era catártico, una forma de reclamar mi narrativa, de poner en orden el caos de los últimos meses. Mi editora estaba entusiasmada, hablando de fechas de lanzamiento aceleradas, de una campaña de marketing que se c
AlonsoEl mensaje en la pantalla del teléfono satelital seguía parpadeando, un faro en la oscuridad del mar Egeo. "Contacte a El Coleccionista." El nombre, susurrado en los rincones más oscuros de la Fundación Esmeralda, era casi un mito. Un susurro cargado de poder y secretos. Siempre me había preguntado si existía realmente o si era solo una leyenda urbana entre los titiriteros. Ahora, la orden era clara. Y venía de lo más alto.Martina, sentada a mi lado, sus ojos clavados en la pantalla, repitió la pregunta, su voz teñida de una mezcla de fascinación y cautela.—¿El Coleccionista? ¿Quién es?—Una leyenda —dije, mi voz apenas un murmullo, mi mente ya trabajando a toda velocidad—. Se rumorea que es el guardián de los secretos. Que tiene información sobre todos. Los escándalos más grandes, las fortunas más oscuras, los trapos sucios de los poderosos. Dicen que posee una biblioteca de secretos que puede derrumbar imperios con una sola revelación. Una biblioteca virtual, por supuesto,
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