Clara
El manuscrito seguía sobre la mesa, como un animal dormido que podía despertar en cualquier momento. Lo había leído siete veces, no porque no lo entendiera, sino porque cada palabra parecía tallada para herirme. Era mi historia, pero contada por alguien que sabía demasiado. Alguien que había visto mis grietas, mis silencios, y los había convertido en tinta.
Cerré el manuscrito con un golpe seco que resonó en el departamento. El silencio era insoportable, como si las paredes también supieran algo que yo no. Me levanté, caminándome las uñas, y abrí una botella de vino sin mirar la etiqueta. Bebí un trago largo, apoyada contra la encimera, mirando el vacío. Pero el vacío me devolvía su rostro. Leonardo. Siempre Leonardo.
Volví al sofá y abrí el manuscrito de nuevo, como si pudiera obligarlo a confesar. Fui al capítulo seis, buscando respuestas. “No sabía lo que él había hecho por ella. Ni a quién había protegido. Ni por qué nunca se atrevió a decírselo.” Las palabras eran un puñal. No decía su nombre, pero era él. La cadencia, las pausas, el dolor entre líneas. Era Leonardo. O alguien que lo conocía tan bien como yo.
El vino no ayudaba. Solo avivaba las preguntas. ¿Qué había hecho él? ¿Qué me había ocultado? Me mojé la cara en el baño, el agua helada apenas calmando el temblor. Miré mi reflejo: pálida, ojeras marcadas, los ojos de alguien que ya no duerme. “¿Me mentiste, Leo?” susurré.
Un recuerdo me golpeó, tan vívido que dolió. Una Navidad, hace dos años. Estábamos en casa, el árbol parpadeando con luces blancas. Leonardo estaba a mi lado, con una taza que no tocaba. Su mano rozó mi nuca, un gesto tan suave que me estremecí. “Clara,” murmuró, “tú eres lo único que no quiero perder.” Sus ojos brillaban, y por un segundo, creí que todo podía sanar. Pero al día siguiente, volvió a ser el hombre distante de siempre. Y yo fingí que no lo había sentido.
Sacudí la cabeza, volviendo al presente. No podía quedarme encerrada. El departamento me asfixiaba. Tomé el abrigo, guardé el manuscrito en el bolso y salí a caminar. Mis pies me llevaron, sin darme cuenta, al hospital. Absurdo, pero real. Como si enfrentarme al lugar donde todo se rompió pudiera darme respuestas.
Me detuve frente a un quiosco de flores, justo al otro lado de la calle. El hospital se alzaba imponente, sus luces frías cortando la noche. Entonces lo vi. Leonardo. Salía por la entrada lateral, solo, la cabeza gacha, los pasos lentos. No parecía el cirujano impecable que todos conocían. Parecía roto. Culpable. Solo.
No me vio. Cruzó la calle, perdiéndose entre los autos. Quise gritar su nombre, pero me contuve. Una parte de mí aún lo seguía, aunque mi cuerpo se quedó inmóvil.
Regresé al departamento más despacio, cada paso alargando el dolor. Al llegar, encendí la laptop y busqué el título del manuscrito: Después del Nosotros. Nada. Ni un registro. Ese libro no existía. Era como si alguien lo hubiera escrito solo para nosotros.
Abrí W******p, impulsada por un presentimiento. Fui al grupo del hospital, uno que no tocaba desde que renuncié. Conversaciones banales, memes, turnos. Hasta que vi un mensaje nuevo. Martina: “¿Alguien más recibió un manuscrito esta semana?”
Mi pecho se tensó. Escribí sin pensar: “Yo también lo recibí. ¿Podemos hablar?”
Su respuesta llegó en segundos. “Café El Bosque. Mañana, 17:00. No llegues tarde.”
Cerré la laptop, el corazón acelerado. Martina. Siempre había sido un enigma, con su elegancia afilada y su forma de mirar a Leonardo como si supiera algo que yo no. ¿Era ella la autora? ¿O también estaba atrapada en este juego?
Narrador
Del otro lado de la ciudad, Martina cerró su laptop con una sonrisa apenas insinuada.
La página 137.
El epílogo.
No necesitaba leerlo.
Ella misma lo había escrito.
Se sirvió una copa de vino. Se sentó frente al ventanal, mientras la ciudad se desdibujaba tras la lluvia.
Sonrió.
No con felicidad.
Con satisfacción.
Los tenía atrapados.
No era el momento de revelar todo.
Aún no.
Pero pronto.
Muy pronto.
LeonardoA veces me pregunto en qué momento exacto empezó a desmoronarse todo definitivamente. Quizá fue aquel día gris, cuando la lluvia no era tormenta, pero se sentía igual de implacable, como hoy. No llovía fuerte, no había rayos ni truenos, solo esa garúa persistente que parece no mojar y, sin embargo, termina calándose hasta los huesos. Desde el ventanal de mi oficina, la ciudad se disolvía en grises, y Clara, sentada en la sala contigua, parecía parte del mismo paisaje: pequeña, frágil, ajena a todo salvo al dolor.Recuerdo haberla observado largo rato. Se abrazaba a sí misma, con los hombros caídos, la mirada perdida en el suelo. Había llorado, era evidente: los ojos enrojecidos, la boca temblorosa, el gesto tenso de quien carga demasiado y aún así sigue sentada, esperando algo. No pidió consuelo. No habría servido. Lo que necesitaba no era compasión ni palabras vacías, sino una salida, una promesa, un atisbo de que todo podía no terminar así. Y yo, que había prometido protege
ClaraLlegué puntual al café, con los dedos entumecidos por el frío y el pecho ardiendo de ansiedad. El aire olía a hojas secas y a café recién molido, y por un instante —uno breve, cruel— creí que bastaría para calmarme. Pero el temblor no venía del clima. Venía de lo que estaba a punto de enfrentar... o de todo lo que ya no podía seguir negando.Martina ya estaba ahí. Sentada junto a la ventana, su blazer mostaza contrastaba con el gris apagado del día. Cada hebra de su cabello, cada gesto medido, incluso la manera en que cruzaba las piernas, era una declaración muda: ella no dejaba cabos sueltos. Ella era impecable. Hecha para los pasillos del hospital. Tal vez también para él.Me acerqué, sintiendo el estómago revuelto. Martina alzó la vista, y me dedicó una sonrisa liviana, como quien reparte gestos sin peso.—Clara —dijo, pronunciando mi nombre como quien dice una palabra más en una lista.—Martina.No hubo abrazos ni cortesías. Solo ese silencio espeso que se instala entre q
ClaraNo esperaba visitas ese sábado. Mucho menos sobres sin remitente.Pero ahí estaba. Un sobre color marfil, deslizado bajo la puerta con la suavidad de un secreto. No tenía sello, ni firma. Solo mi nombre, escrito a mano con una caligrafía sobria, firme. La tinta parecía aún fresca, como si alguien lo hubiera escrito minutos antes de entregarlo. Cada letra tenía el trazo exacto de alguien que sabía lo que quería decir, pero no podía decirlo en voz alta.Dentro, una sola hoja. El papel olía a tinta y, apenas perceptible, a lavanda marchita. Era una nota breve. Casi un susurro."La historia no siempre se cuenta con palabras.A veces está entre líneas.Julieta puede ayudarte.Calle Lira 245. Segundo piso. Mañana, 18:00."Eso era todo. Ninguna firma, ningún otro mensaje. Podría haberlo ignorado. Podría haberlo arrugado, tirado al cesto, fingido que nada había pasado. Pero no lo hice. Lo dejé sobre la mesa, junto a la taza de café a medio terminar, doblado con el mismo cuidado con el q
NarradorEl hospital nunca dormía. En las horas más densas de la madrugada, los pasillos se estiraban como arterias insomnes; las luces frías dibujaban sombras que parecían vigilar en silencio, y el eco de una camilla rodando podía parecer una sentencia. Todo latía. Todo vigilaba. La vida y la muerte compartían ese umbral con la impaciencia de quien no espera a nadie.Martina conocía ese pulso. Se movía con una fluidez ensayada, como si hubiera sincronizado su respiración con el zumbido de las máquinas. Llevaba tres turnos nocturnos consecutivos. Nadie se lo había pedido, pero siempre coincidía con Leonardo. Siempre. Como si el azar jugara a su favor o, peor, obedeciera sus reglas.Nunca pasó nada concreto entre ellos mientras él estuvo con Clara. Ninguna palabra fuera de lugar, ningún gesto evidente. Pero Martina era experta en otra clase de lenguaje. Una frase ambigua dicha en el momento exacto. Un rumor sembrado en el descanso del café. Un silencio que duraba medio segundo más de l
MartinaEl edificio de la Facultad de Medicina, inmutable como siempre, me pareció aún más lejano de lo que recordaba. El aire frío se colaba por los ventanales de los pasillos, arrastrando consigo el eco de pasos apresurados, como si el tiempo allí se hubiera detenido. El olor a libros viejos, café recalentado y desinfectante permanecía intacto. Pero había algo más. Algo invisible, tenue y persistente, que se aferraba al pecho con una melancolía tibia, casi dulce, casi insoportable.Avancé, envuelta en memorias, hasta detenerme frente a la vieja cartelera de corcho. Allí, sostenido por una chinche oxidada, colgaba aún el afiche del Congreso de Neurociencias 2015: Juventud, ética y vocación. El papel, amarillento y con una esquina doblada, parecía susurrar: acuérdate. En el centro, en letras desvaídas, seguían nuestros nombres: Martina Olavarría & Leonardo Leiva.El tiempo había sido cruel con ese cartel. Conmigo también. Y con lo que alguna vez compartí con Leonardo.Extendí la mano
LeonardoHabían pasado doce días desde que firmé los papeles. Doce días desde que Clara y yo dejamos de ser un “nosotros”. La tinta se secó en segundos, pero las consecuencias caen todavía, una tras otra, como una gotera que nadie quiere arreglar.La casa no ha cambiado. Y eso la hace insoportable.Cada objeto parece congelado en una nostalgia cruel. Las tazas siguen alineadas como a ella le gustaban. Los señaladores de sus libros, hechos con servilletas de café y anotaciones de su puño y letra, aún asoman entre las páginas. El cojín azul con las puntadas torcidas que juró devolver y nunca lo hizo. Todo sigue aquí.Habitar este espacio es una forma refinada de tortura. Nada se rompe, pero todo lastima. El pasado no ha dicho su última palabra. Se repite, una y otra vez, como una letanía vacía.Me digo, para convencerme, que fue una decisión mutua. Que no hubo gritos ni escenas, que lo nuestro se cerró con la misma dignidad con que empezó.Pero es mentira.Fue Clara quien se fue primero
LeonardoEl mensaje apareció de golpe, en la pantalla iluminada que rompió el silencio entre Alonso y yo.“Capítulo dos. Página cinco. Lo que ella nunca te dijo.”No había número. Solo palabras. Precisas. Como un bisturí que sabe exactamente dónde cortar.—¿Es de ella? —preguntó Alonso en voz baja.Negué con la cabeza. Clara nunca fue críptica. Cuando quería decir algo, lo decía. A veces con ternura, a veces con la misma frialdad con la que cerró la maleta. Pero nunca así.—¿Te llegó alguno antes?—No. Es el primero.Alonso estiró la mano.—Déjame ver.Le mostré la pantalla. No dijo nada, pero noté cómo la mandíbula se le tensaba.—¿Quién lo escribió? —murmuré, más para mí que para él—. ¿Quién sabe tanto como para jugar con esto?No respondió. Pagó la cuenta con la rapidez de quien quiere huir antes de que algo lo alcance, y salimos sin una palabra más.El aire de la noche estaba espeso, como si la ciudad respirara distinto. Pensé en pedirle que me dejara en casa, pero algo dentro de
AlonsoMartina llegó puntual. Siempre lo hacía. Como si controlando el tiempo pudiera también reescribir el pasado. Su puntualidad no era cortesía, no conmigo. Era una forma de poder. De dejar claro que estaba ahí porque lo decidía, no por nostalgia ni por culpa.Yo ya la esperaba, en la esquina más discreta del café del hospital. A esa hora no había médicos ni pacientes, solo el rumor lejano de una máquina de espresso y un par de internos arrastrándose como sombras medio dormidas. El escenario perfecto para una conversación que no debía existir. Demasiado temprano para el escándalo. Demasiado tarde para el arrepentimiento.—¿Café? —ofrecí, sin mucha energía.—No vine a tomar café.Se sentó sin quitarse el abrigo. Dejó una carpeta delgada sobre la mesa. Ligera en apariencia, pero yo sentí su peso como el de una bomba dormida. La miré como se mira un cuchillo en la mesa: sabiendo que puede cortar incluso sin moverse.—Dijiste que querías hablar —murmuré.—Intercambio de información, lo