7- Entre Los Pasillos Del Hospital

Narrador

El hospital nunca dormía.

En las horas más densas de la madrugada, los pasillos se estiraban como venas abiertas al insomnio. Las luces frías proyectaban sombras largas que parecían vigilar desde las paredes. Y el eco de una camilla rodando podía sonar como una sentencia. Todo latía. Todo observaba. La vida y la muerte compartían ese umbral con la impaciencia de quien ya no espera a nadie.

Martina conocía ese pulso. Se movía con una fluidez casi orgánica, como si su respiración se hubiera sincronizado con el zumbido constante de los monitores. Llevaba tres turnos nocturnos consecutivos. Nadie se lo había pedido. Pero siempre coincidía con Leonardo. Siempre. Como si el azar obedeciera sus órdenes o, peor aún, compartiera su voluntad.

Nunca ocurrió nada concreto entre ellos mientras él estuvo con Clara. Ninguna palabra fuera de lugar, ningún gesto evidente. Pero Martina era experta en otro idioma. Una frase ambigua, dicha con precisión quirúrgica. Un rumor sembrado en la pausa del café. Un silencio que se prolongaba medio segundo más de lo necesario. En un hospital, donde todo se escucha y todo se repite, la verdad rara vez sobrevive intacta.

Y cuando Clara renunció, sin despedidas ni explicaciones, dejando apenas una carta con una firma que parecía quebrarse al final, Leonardo entendió que había perdido sin haber jugado.

Leonardo

Pensaba que esta noche podría pensar en paz. Pero Martina no me da tregua.

Siempre está. Siempre aparece cuando más deseo estar solo. O, quizás, cuando más necesito que alguien me entienda… aunque sea solo para callar.

La vi venir. Como siempre. Perfume a gardenias. Un aroma fuera de lugar en este sitio, pero que anuncia su presencia como una advertencia.

—¿No estás durmiendo bien últimamente? —preguntó hojeando una ficha que no era suya. Ni siquiera fingía tener una excusa para estar ahí.

No respondí. No valía la pena.

Pero mi cuerpo la delató. Me tensé. Ella también lo notó. No se le escapaban esas cosas.

—Desde que apareció ese documento… estás distinto —dijo, como si no supiera perfectamente el efecto de esas palabras.

La miré. No porque quisiera verla, sino porque necesitaba medir hasta dónde estaba dispuesta a jugar.

Entre los papeles del escritorio, una hoja suelta me llamó la atención. Reconocí la frase de inmediato: “El silencio también deja cicatrices.” Era del manuscrito. Como si ella lo hubiera estado leyendo.

Mi pulso se aceleró.

—No tengo idea de lo que hablas —dije, seco.

Ella sonrió. No con alegría. Esa sonrisa suya que nunca termino de descifrar. Mitad burla, mitad lástima. O quizás ninguna de las dos.

—¿De verdad crees que eres el único que lo recibió?

Me congelé.

—¿Estás diciendo que hay más copias?

Se encogió de hombros. Ligera. Letal.

—Tal vez alguien quiere que ciertas verdades salgan a la luz. Aunque duelan. Aunque te destruyan.

Tragué saliva. El aire de la sala parecía más denso, más estancado.

—¿Fuiste tú?

Rio. Pero su risa era vacía. Un acto aprendido.

—¿Yo? Apenas tengo tiempo para dormir, Leonardo. Pero reconozco una buena historia cuando la leo.

—No es una historia —le dije—. Es una confesión. Alguien la escribió para que doliera.

—¿O para que por fin entendieras lo que hiciste?

Esa frase me golpeó justo donde no tenía defensas.

Por un momento, Clara me atravesó como una sombra tibia.

—Esto no te lo voy a perdonar.

Martina no se inmutó.

—¿Qué cosa? ¿Decirte lo que ya estaba escrito? ¿O hacerte pensar que Clara… ya lo sabe todo?

Di un paso atrás. No porque quisiera irme. Sino porque no quería que me viera caer.

—¿Fuiste tú quien se lo envió a ella también?

Ella ladeó la cabeza, como una niña curiosa. Jugaba con mi incertidumbre como si fuera su pasatiempo favorito.

—¿Qué te hace pensar que Clara necesitaba ese manuscrito para saber lo que sentías?

La miré. No era odio. Era vértigo.

Como si, por primera vez, comprendiera que no tenía el control de nada.

Ni del relato. Ni del pasado. Ni siquiera de mí.

—Si descubro que tuviste algo que ver con esto…

—¿Y qué vas a hacer, Leonardo? ¿Culparme por tus decisiones?

No respondí. Me di la vuelta.

Necesitaba escapar. De ella. De mí.

La sala de descanso me recibió con su silencio artificial. El zumbido del refrigerador, el leve clic del dispensador de agua. Cerré la puerta con un portazo y me dejé caer en el sillón. El cuerpo temblaba, como si los nervios aún buscaran sutura. Cerré los ojos. Quise hacer silencio. Pero los recuerdos no piden permiso.

Y entonces apareció ella. Clara.

No su versión distante ni herida. No. La otra.

La de las mañanas tranquilas. La que tarareaba canciones antiguas mientras preparaba café.

La que caminaba descalza por el departamento. La que se enredaba en mis brazos con esa mezcla de pudor y certeza.

La que me miraba como si, de verdad, me hubiera elegido.

Pero esa Clara ya no existía. La que se fue no dejó huecos: cerró puertas. Me borró. Como si yo hubiera sido solo un error de puntuación.

Y sin embargo, ahí estaba yo. Recordándola.

Aterrorizado por la posibilidad de que el manuscrito no fuera una amenaza... sino un espejo.

Sobre la mesa, junto a la máquina de café, había otro sobre.

Idéntico al primero. Mismo papel artesanal, mismo anonimato. Como si hubiera estado esperándome desde antes.

Me acerqué. No hacía falta abrirlo.

Lo reconocí. Otro fragmento. Otro eco de lo que fue.

O de lo que no supimos sostener.

Miré hacia el pasillo. Vacío. Pero pude jurar que alguien acababa de irse.

Y por primera vez en mucho tiempo, supe que no estaba solo.

Las palabras me observaban.

Los recuerdos no solo me habitaban.

Me estaban escribiendo.

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